El big bang del cine

El big bang del cine. Un texto de Ira Franco.

 
ES LA PREGUNTA que le hacía a mi madre a los ocho años: ¿y qué había antes de esto…y antes…y antes…y antes? Por suerte ella nunca terminaba la conversación con una explicación teológica tranquilizante; una vez que llegábamos a la teoría del big bang, simplemente repetía “no sé” y regresaba a voltear una tortilla o a sacar la ropa de la lavadora. Yo tampoco sé que hay antes de las cosas, de dónde vienen la Tierra, el Universo, mis ganas de morderme las uñas. Si hubo algo antes o no. Tampoco sé de dónde vienen los gnomos, los perros de una sola pata y mucho menos puedo aventurar de dónde viene el genio creativo. Pero es tan seductor pensar en ello. Imaginar que en cada acto existe por ahí un silencioso big bang que puede explicarlo todo.

Se ha encontrado (es decir, yo he encontrado) que cine −el bueno− que no explica nada nunca, es el bigbangcito de muchos. Sartre [1], por ejemplo, hablaba de la sala de cine como el gran motor para una infancia denodada. Pero como era Sartre y no cualquier otro, pasó de ver el cine como un animal onírico solamente sino algo mucho más complejo. Sartre admiró la cercanía, el codo a codo que permitían las gradas de los cines, esas sillitas puestas debajo de una lona que dejaban tan atrás las jerarquías de los teatros antiguos. Todos al mismo nivel, viendo lo mismo, escuchando  democráticamente. Para el pequeño Jean-Paul, la revelación consistía en estar cerca de sus semejantes. Tenía sólo siete años, pero ya sentía la necesidad de adherirse a esas multitudes tan mal vistas por su padre. Sobre todo eso: odiadas por su padre, un oficial de la marina francesa que había muerto cuando él tenía sólo dos años. “Esa sensación de contacto directo entre unos y otros, ese sueño despierto, esa sombría conciencia del peligro que supone ser un hombre…” [2] Eso “que supone ser un hombre” era un cine repleto de mocosos y señores mal vestidos, una carpa donde todos cabían. ¿Y no es esa una perfecta línea para entender la obra de este  escritor? “Eso que supone ser un hombre”; (la frase que desentierra también a Primo Levi, pero de este escritor, pocos big bangs pueden mencionarse sin comparecer toda la tristeza del mundo). En las explosiones originarias de Sartre pudo haber estado la vivencia de la  Segunda Guerra Mundial pues también la sufrió, quizás la orfandad, el amor (¡y qué amor, vamos!) pero antes estuvo el cine. ¿Puede ser este particular momento, el de sentirse/sentarse uno con el otro que lo afectó como ningún otro y originó todos sus demás procesos creativos? ¿No pueden ser unas sillas acomodadas en una plaza el silencioso big bang sartreano?

Y ¿qué pasa con quien hace los big bangs, esos iniciados que hacen explotar estrellas en cada película? Stanley Kubrick en cambio tenía cajas. Casi no veía cine. Él lo hacía. Pero tenía cajas. Una luminosidad obsesiva… y cajas; más de mil en un granero bajo llave que su viuda sólo se atrevió a abrir varios años después de su muerte. Stanley guardaba recortes de periódico, fotografías, cartas o apuntes en servilletas de restaurantes mientras pensaba en realizar una nueva película; todos símbolos, muestras, señales, fichas, pruebas, prendas de lo deseado para tal o cuál escena. Rara vez revisaba las cajas al momento de rodar la película; servían más como un tenmeacá mental, esos sitios físicos que la memoria utiliza para descansar de un intenso proceso imaginativo. Quizás Stanley buscaba olvidar un poco con esos tokens; poner afuera lo que en el adentro se desbordaba. A veces, sólo a veces regresaba a la caja durante la filmación, pero sólo para enseñar a otro lo que ya estaba clarísimo en su mente.

En el caso de Sartre, el big bang ocurrió (quizás) una vez y sus pequeñas explosiones dieron libros que nadie podrá olvidar. En el caso de Kubrick, su última caja misteriosa tendrá que quedarse así, pues de esa manera podemos imaginarlo que iba a ser su obra monumental, Napoleón, de no haberlo sorprendido la muerte a los 70 años, en marzo de 1999. En las cajas, Napoleón figuraba como una épica de grandilocuentes batallas, con miles (en serio, miles) de extras, que debía filmarse justo después de 2001: Odisea del Espacio, pero cuyo presupuesto ponía demasiado nerviosos a los estudios MGM y United Artists. Sabemos que Kubrick quería en su Napoleón un estudio completo, el más intenso que jamás hubiera existido sobre este gran hombre-misterio. Sólo en escribir el guión se tardó dos años (y unas dos o tres cajas). Visitó a una docena de especialistas de Oxford que le hablaran del tema y amasó un material de preproducción que supera las 15 mil fotografías de locaciones y 17 mil cromos sobre Napoleón. ¿Quién puede revisar 15 mil fotografías sin volverse un poco loco? Quizás nadie, quizás Kubrick. Pero esas fotos, captadas y guardadas en esa parte de la memoria que sublima son parte indispensable de su proceso creativo.

Pero cada quien sublima sus pulsiones como puede. Freud tomó ese término, “sublimar”, del proceso físico que consiste en el paso del estado sólido al gaseoso.  Cada quien encuentra más o menos peligroso reunir cajas, más o menos repulsivo sentarse codo a codo con sus semejantes a ver películas, y más o menos doloroso preguntar a la madre ¿y antes que esto, qué había? ¿y antes? ¿y antes? Si estos big bangs primigenios se pudieran enlatar, estoy segura de que venderían como pan caliente. Lo malo es la advertencia en el empaque que reza “una vez abierto su big bang penderá sobre usted la maldición de todo artista: dedicarse a eso el resto de su vida, aunque no quiera”.~

 

Referencias:
[1] Geduld, Harry, comp., Los Escritores frente al cine, España, Ed. Fundamentos, 1981, p. 57
[2] Ibidem, p. 58.