EL CASTILLO DE IF: Escapar de la cárcel
«He decidido que este espacio virtual recupere el espíritu que en mi memoria de lector adolescente tiene esa cárcel decimonónica: el castillo de If. O de cómo las cárceles engendran, si se desea, motivos para escapar de ellas.» El castillo de If, una nueva columna de Édgar Adrián Mora.
«El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.
—Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí —le dijo una vez—. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.
El abate se sonrió.
—¡Ay, hijo mío! —le contestó—. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.
—¡Dos años! —exclamó Dantés—. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?
—En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.
—Pero ¿no se puede aprender la filosofía?
—La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.
—Veamos —dijo Dantés—. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.
—Todo —contestó el abate».
Este es uno de los fragmentos que más impresión me causaron en mis primeros años de lector. Es parte del capítulo 17 de El conde de Montecristo, una de las obras cumbres del escritor francés Alejandro Dumas. La trama es una de las más conocidas de la literatura y, también, una de las más «reversionadas» a lo largo de la historia de la humanidad: Edmundo Dantés, un joven honesto e ingenuo, es enviado a la cárcel debido a una serie de circunstancias desafortunadas, combinadas con la envidia que despertaba en algunos espíritus pobres; al llegar a la cárcel descubre, junto y gracias al abate Faría, las razones de la conspiración que lo han conducido a la cárcel, en ésta aprende a conducirse como un gentilhombre y recibe la generosa herencia de su preceptor, lo que lo convierte en un hombre rico; transformado en otro, retorna al origen de sus desventuras para cobrar una de las venganzas más deseadas por los lectores que han seguido a lo largo de los siglos su aventura. En Dumas y el folletín del siglo XIX, de inspiración romántica sin más, se debe en parte la existencia actual de las telenovelas y las series de TV. La capacidad para mantener la tensión dramática a lo largo de páginas y páginas que se publicaban de manera seriada en los periódicos de la época es similar a la expectativa que despiertan los teledramones estereotípicos de nuestra televisión nacional, por un lado; y, por otro, la sofisticación que ha alcanzado el relato televisivo a través del auge del formato de la serie en los últimos años.
Pero no es eso lo que me interesa exponer aquí. Me interesa señalar la manera en cómo esa obra encierra algunas cuestiones que para mí fueron significativas cuando me acerqué a su lectura. Entre otras, la manera en cómo los lazos que se establecen entre Faría, el sabio dueño de un secreto que asegura la riqueza de aquel que lo posea, y Dantés se convierten en un contrato pedagógico en el cual Faría comparte el conocimiento de manera generosa con su repentino pupilo. La relación, más allá de los beneficios educacionales que provee, se transforma en una entrañable amistad que, en la víspera del planeado escape de la prisión, ya es una relación paterno-filial cuyos lazos están anudados por el deseo de conocer más allá de lo que la experiencia y la propia circunstancia le ha mostrado.
Montecristo es el relato perfecto para mostrar cómo la educación consigue hacer irreconocible a una persona al grado de convertirse en un desconocido incluso para las personas más cercanas que conoció en algún tiempo. Quienes buscamos de manera continua la posibilidad de reducir nuestra ignorancia, y conseguimos en paradoja ya apuntada por otros sólo aumentarla, sabemos qué es lo que significa esa otredad con respecto de quienes deciden detener su búsqueda y acomodarse en el terreno cómodo de la quietud intelectual.
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Hace unos días leí que una amiga mencionaba algunos libros a los cuales se les cuelga la etiqueta de «obras de autoayuda», y cuestionaba de manera juiciosa los prejuicios que existen acerca de estas obras en sí y, más aún, con respecto de las personas que aceptan abiertamente ser lectores beneficiados de tales textos. Al final de su publicación invitaba a sus lectores y amigos (o amigos-lectores) a mencionar el título de alguna obra de este tipo que les hubiera ayudado en alguna circunstancia vital. Uno de sus contactos mencionó, medio en broma pero muy en serio, El conde de Montecristo. Al principio sonreí, por lo que había de broma en el comentario, después me di cuenta de que tal broma sólo era aparente, hay una historia de superación detrás del viaje vengador de Edmundo Dantés. El hecho de que tal relato esté incluido dentro del canon no es sino una apreciación posterior, en sus tiempos la literatura de folletín no era considerada arte sino sólo un entretenimiento para las masas. Cuestión que hoy ocurre, sin que quiera decir que deba ocurrir algo similar, con los contenidos presentados por la televisión y con los libros de autoayuda.
El destino final del personaje protagonista es posible debido a la modificación de dos cuestiones esenciales: la modificación de sus circunstancias materiales (hereda una gran fortuna) y el crecimiento de su acervo intelectual (las enseñanzas del abate le ayudan a pensar el mundo de manera distinta). Y todo eso ocurre en un espacio cerrado, inhóspito, en el peor lugar que uno se pueda imaginar: la cárcel.
Siempre ha rondado en mi cabeza la imagen de esa cárcel como símbolo de la desventura infringida por las circunstancias vitales que le tocan a cada uno, pero también como aquellas que decidimos autoimponernos. En estos tiempos de democratización creciente del conocimiento y de acceso a nuevas formas de aprendizaje el continuar en la prisión de la ignorancia es, en la mayor parte de los casos, una decisión asumida de manera personal. Es por eso que, al iniciar estas reflexiones semanales a las cuales vozed, de manera generosa ha decidido darles casa, he decidido que este espacio virtual recupere el espíritu que en mi memoria de lector adolescente tiene esa cárcel decimonónica: el castillo de If. O de cómo las cárceles engendran, si se desea, motivos para escapar de ellas. Como sucedió con Dantés al final de su instrucción: «Tal como le había prometido al abate Faría, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre». Ojalá podamos aprender algunas cosas juntos.~
(Los interesados en acercarse a la obra que se menciona en esta colaboración, pueden acudir a este sitio en la plataforma de Wikisource: http://es.wikisource.org/wiki/El_conde_de_Montecristo).
Felicidades Edgar
Me gusta lo que escribes.
Gracias, Jaimes. Siempre serás bienvenido por acá. Eres uno de los profes a quien reconozco como un potencial abate Faría para sus estudiantes. Un abrazo.