América Latina: democracias simuladas y renuncia a la ciudadanía

En América Latina la democracia existe, sin duda, pero sólo para unos cuantos, los happy few que tienen el suficiente poder o el suficiente dinero para hacer valer sus derechos. Los otros, los desposeídos y los pobres –es decir, la mayor parte de la población–, han de conformarse con sobrevivir en una hermosa y resplandeciente democracia imaginaria.

—Jorge Volpi, “La democracia en América (Latina)”

 

La importancia del pasado
América Latina es una región en donde la democracia, comprendida desde la perspectiva del liberalismo occidental, es una forma de comprender la constitución de los gobiernos relativamente nueva. Descendientes de sistemas teocráticos, militaristas y mesiánicos desde la época prehispánica, la modernidad nunca llegó a cuajar en estas tierras. Si nos atenemos a la generalidad, nos daremos cuenta que las buenas intenciones expresadas por Bolívar, Morelos, Hidalgo, Artigas y demás próceres de la independencia latinoamericana con respecto de establecer sistemas de elección y ejercicio de gobierno que casaban con las ideas ilustradas que corrían por entonces a partir de la Revolución Francesa resultaron traicionadas, ignoradas o “adaptadas”. Esa adaptación corrió por cuenta de las oligarquías criollas que sin más sustituyeron a los peninsulares europeos y se establecieron como los nuevos amos. La estructura social no sufrió modificación, por lo que los modos, usos y costumbres que los amos europeos habían establecido tampoco cambió; a lo más, la imagen del rey se volvió un anacronismo.

Persistió, sin embargo, la imagen patriarcal del patrón, encarnado ahora en la figura del Libertador. Octavio Paz habla de cómo en esa figura sacralizada y utilizada para crear elementos de identidad nacionalista era, en realidad, el estado larvario de algo que se reproduciría de manera casi generalizada en todo el siglo XIX latinoamericano: la figura del dictador. Ahí está Gaspar Rodríguez de Francia, el Dr. Francia inmortalizado en la novela Yo, el Supremo de Roa Bastos, en Paraguay; Antonio López de Santa Anna, inmortalizado también a través de la literatura en El seductor de la patria de Enrique Serna, en México; ejemplos de cómo la figura del Conquistador, ese estereotipo europeo que encarnaba de manera contradictoria a la vez la violencia, la autoridad, el orden y la civilización seguía teniendo importancia dentro del contexto de las recién nacidas repúblicas latinoamericanas.

Esa tendencia hacia las fuertes figuras unipersonales estará anclada en el imaginario latinoamericano prácticamente desde los comienzos de su historia independiente, lo que permitiría que el siglo XX estuviera dominado por la figura del dictador en dos vertientes: por un lado, el dictador de la república bananera que permite y ayuda a la explotación de las mayorías a cambio de obtener el mayor beneficio posible; y, por el otro, los dictadores asociados de manera directa con el Ejército y que buscaba fines añadidos al enriquecimiento (aunque pasara por éste): evitar la proliferación de ideologías “peligrosas” (léase anarquismo, sindicalismo, socialismo, comunismo, castrismo), permitir la hegemonía de los Estados Unidos sobre América posterior al triunfo de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, impedir la subversión de la estructura social que se había heredado desde la Colonia.

Del primer tipo de dictadores podemos citar a aquellos que lograron establecer dinastías (familiares y de grupo) que gobernaron por décadas los países donde se establecieron: Anastasio Somoza en Nicaragua, Leónidas Trujillo en República Dominicana (figura central de la descripción densa que Mario Vargas Llosa hace en La fiesta del chivo), François Duvalier en Haití (de la que The Comedians de Graham Greene da noticias), Manuel Estrada Cabrera (El señor presidente del Nobel Miguel Ángel Asturias) en Guatemala, Fulgencio Batista en Cuba (de éste y de los anteriores Jorge Ibargüengoitia hace un retrato paródico inmejorable en Maten al león).

Del segundo vemos que las características de lo unipersonal se convierte en algo relativo, probablemente en figuras como Alfredo Stroessner en Paraguay o Augusto Pinochet en Chile la configuración se mantenga, pero esto se pierde cuando vemos a los protagonistas de las juntas militares argentinas, tanto la de 1966 como la de 1976; las figuras de Onganía y Videla, a pesar de su protagonismo, no tienen el aura de omnipotencia de sus pares chileno y paraguayo. Algo similar ocurre con los militares brasileños, con los integrantes del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas en Perú, incluso con figuras individuales como René Barrientos en Bolivia o Aparicio Méndez en Uruguay. Estos gobiernos de tipo autoritario se inscriben en el de una organización que opera a través del consenso fallido producto del terrorismo impulsado desde el propio Estado.

En esa línea de sucesión de figuras de autoridad previas a lo que se denominó las “transiciones a la democracia”, Conquistador—Encomendero/Colonizador/Administrador—Caudillo—Dictador—Junta militar, es donde podemos buscar las raíces del actuar político latinoamericano en la actualidad. O al menos podemos intentarlo.

 

Caudillismo y vocación autoritaria
Dos son las categorías que se invocan al hablar de las trabas que los latinoamericanos tienen para ejercer su papel dentro de la democracia tal como se concibe actualmente: por un lado, la idea del caudillo como la figura unipersonal que se asume como el ser todopoderoso (sacralizado necesariamente) que resolverá los problemas asociados al atraso de sus países a través de mecanismos diversos (la revolución violenta, la acción intelectual, el populismo); por el otro, la idea de que el orden es el valor máximo y primero de organización de la sociedad y que, para lograrlo, no importa invocar el ejercicio de la violencia, sin meditar (o porque se meditó, depende del que la aconseja o la ejecuta) en sus consecuencias; en Latinoamérica se busca el autoritarismo como vocación, han afirmado algunos autores.

Eso exige el electorado latinoamericano: un hombre fuerte capaz de hacer posibles los anhelos del grupo social que lo apoya y que, al mismo tiempo, tenga la fortaleza necesaria para administrar la violencia en contra de aquellos que se le oponen. Lo complejo del asunto es que el caudillo representa, necesariamente, los intereses de un grupo social que, cuando es mayoría impone de manera total el proyecto que le da sentido a su toma de poder. Nada garantiza que el caudillo no enloquezca y termine haciendo lo contrario a lo que había planteado en sus discursos, o que sus intereses muden y traicionen las previsiones de los que lo apoyaron.

¿Qué tiene que ver esto con la democracia? ¿Dónde queda la posibilidad de cuestionamiento con respecto de las fallas que ese sistema impuesto comienza, sin excepción, a mostrar? Ante la evidencia del fracaso, lo que se recrudece es el uso de la violencia por parte del Estado lo que conduce a la caída, o al cuestionamiento constante, del gobierno que toma ese camino. Los golpes pueden provenir de una mayoría que se siente traicionada o de un grupo de poder económico-militar que se reorganiza y asalta el poder.

 

Democracias latinoamericanas
Pero, ¿no se supone que América Latina entró a la democracia de manera colectiva durante la década de los ochenta? Incluso la década es señalada como eso, la de la transición a la democracia. Se pensó, ingenuamente, que esa transición resolvería los problemas que se habían heredado de las etapas autoritarias. La organización de elecciones parecía garantizar que temas como la impunidad de los crímenes de Estado, las crisis de proporciones desmesuradas, el clientelismo político heredado de la etapa populista, el desplazamiento del Ejército como sector de poder, entre otros, serían vistos e interpretados-castigados a partir del nuevo paradigma que se planteaba. Y, sin embargo, esto no ocurrió. Incluso los casos de enriquecimiento inexplicable y expedito se dio durante la aplicación que gobiernos democráticos hicieron de los supuestos del consenso de Washington dirigidos a insertar a los países latinoamericanos en el contexto de la globalización económica.

Dos términos vienen a mi memoria al respecto de ese fracaso de las democracias establecidas en la década de los ochenta y refrendada en los noventa: democracias de fachada (que se referían sobre todo a los países centroamericanos sumidos en una guerra civil “de baja intensidad” financiada en gran parte por los Estados Unidos) y democracias imaginarias (mencionado por Jorge Volpi en su libro El insomnio de Bolívar). Ambos términos aluden a una cuestión que no puede pasarse por alto en las denominadas democracias latinoamericanas: la que se refiere al simulacro como forma de justificar la existencia de determinado proyecto que ya no alude sólo a lo nacional, sino a la manera en cómo se inserta en la dinámica económica (sobre todo económica) de un mundo que ya no se mueve por los designios de los Estados poderosos, sino de las corporaciones multinacionales. Los capitales internacionales (que algunas veces son domésticos también) determinan la manera en cómo una democracia puede beneficiar a sus intereses mientras se disfraza de un proceso en el cual la mayoría de los habitantes de un país creen participar.

América Latina está infestada de democracias simuladas. Incluso aquellas que han optado por “el giro a la izquierda” no han podido desterrar los elementos que significan mucho de ese simulacro: clientelismo, caudillismo, manipulación vía medios masivos, planes para mantener a un electorado poco crítico y dependiente de políticas públicas específicas, partidocracias impermeables, complicidad (o equivalencia) entre clase política y clase económica; entre más cuestiones que se venden como virtudes cuando, en realidad, son obstáculos.

 

Y entonces, ¿qué es la democracia?
No podríamos responder de manera por completo satisfactoria, en este espacio, a una pregunta que ha mantenido a las sociedades occidentales en vilo prácticamente desde que los griegos concibieron esta forma de gobierno. Y la concibieron como una forma viciada de organización política, cosa que no debemos olvidar. La idea de representatividad planteaba de entrada una cuestión en la que la individualidad y el libre albedrío quedaban desplazados y a los que se renunciaba de manera voluntaria.

Sin embargo, sí podemos plantear algunas cuestiones que hoy son marcas de inexistencia de democracia: la impunidad a luces vista que impide la penalización de delitos que impactan en el interés público y afrentan a la colectividad; la falta de garantías para tener acceso al ejercicio equitativo de la justicia, el día en que dos ciudadanos se presenten en igualdad de condiciones a dirimir las causas y consecuencias de un proceso judicial estaremos hablando de una democracia; la necesidad de pasar por el filtro de los partidos políticos para presentarse como opción electoral, la partidocracia de muchos países latinoamericanos es un lastre para una verdadera opción democrática; la imposibilidad de revocación de los representantes elegidos, el derecho a someter a referéndum la actuación de los gobernantes debería ser una cuestión establecida de antemano; la participación militante e interesada que los medios de comunicación tienen dentro de los procesos electorales latinoamericanos; la forma en que se anteponen los intereses de Estados extranjeros o del capital nativo de éstos para interferir en los procesos electorales; la falta de costumbre para ejercer la ciudadanía por parte de los habitantes de un país (mientras no ejerzan plenamente su ciudadanía no pueden ser llamados ciudadanos), la renuncia tácita a su derecho a la información pública, a la protesta, a la expresión, a la exigencia con respecto de sus representantes, a la posibilidad de presentar soluciones a problemas de su comunidad; y muchas otras que se me escapan y que, seguro, serán más importantes.

La mejor manera para tener democracias reales en América Latina, y terminar con las democracias simuladas, es hacer ciudadanía. Es concebirse, cada uno de los electores, como ciudadanos: ejercer los derechos y cumplir con las obligaciones asumidas al ser parte de una sociedad que reconoce necesidades colectivas. Hasta ahora ni lo hemos hecho todos, ni lo hemos hecho bien. Habría que comenzar.~