El fin de la política


La principal crisis que podemos evidenciar en el mundo contemporáneo ocurre en la política. Cuando las sociedades se enfrentan a una crisis, lo primero que se pierde es el sentido de las palabras. Éstas dejan de reflejar lo que es el Mundo y entonces es posible que digan casi cualquier cosa. Es entonces que se pierde también el sentido común: aquellos significados supuestamente compartidos, esos valores supuestamente universales, dejan de serlo, y el Mundo bajo nuestros pies se tambalea. Esa polisemia de las palabras que nos sirven –servían– para guiarnos en el Mundo, nos arroja a un Babel en el que es imposible algún acuerdo, pues el acuerdo primigenio es que las palabras tienen que decir que el Mundo es lo que es. Si aceptamos que el Mundo actual está en crisis, tenemos que dar por sentado que la crisis está también en las palabras, y lo único que queda es, al menos, preguntarse por ese sentido.

Nuestra tradición de pensamiento nos ha señalado que la política tiene que ver con el poder, que el poder tiene que ver con la autoridad, que la autoridad tiene que ver con el gobierno, y éste último con el monopolio de la violencia. En muchas ocasiones, pensamos que estas palabras son sinónimos, o que al menos tienen significados aproximados o intercambiables. Pero en un Estado, que bien podría ser México o Colombia, en donde la violencia no es monopolio del gobierno sino que es instrumento de grupos que persiguen fines muy diversos, el sentido del gobierno se ha perdido. En estados como España o Grecia, donde la autoridad que solía ejercer el gobierno se ha esfumado en virtud de su incapacidad de proteger aquello que la legitimaba –es decir, el bienestar de los ciudadanos–, el sentido de la autoridad se ha perdido. También, y de manera alarmante, los Estados deben recurrir cada vez más a la fuerza –como en el mundo árabe–  para demostrar a sus pueblos que tienen el poder, aunque este poder sea coactivo, represor y autoritario. Y así las cosas, la política ya no tiene ningún sentido porque sus asideros tradicionales ya no lo tienen tampoco.

¿Qué sentido tiene la política? Quizá quien más profundamente haya cuestionado a esa palabra, por el bien de la política y de todo lo que implica, fue Hannah Arendt (1906-1975), pensadora alemana que, refugiada en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, dedicó su vida a usar el pensamiento como una luz que iluminara los trasiegos de esas palabras que servían para orientarse en el Mundo, y que entonces tanto como ahora, han quedado vacías de sentido. Para ella, la política y el Mundo están fuertemente vinculados: la primera es la condición humana en virtud de la cual hacemos y decimos en un espacio público, el cual es el escenario en el que la pluralidad de los hombres puede hacer su aparición. El segundo, el Mundo, es lo que se constituye y aparece a partir de ese hacer y decir entre otros hombres que, sabemos son iguales a nosotros. La igualdad entre los hombres no es identidad: no somos idénticos unos a otros, sino, por ponerlo en palabras de Arendt, cada uno es único y distinto de todos los seres humanos que han vivido, vivan o vivirán. Pero esa originalidad, aparejada con nuestra capacidad de manifestar nuestro carácter único ante otros, sólo puede aparecer en el Mundo, en el espacio público, en el lugar de la política. De ello se sigue que si la política tiene un fin, es el fin del Mundo. Dicho de otra manera: si se termina la política, se acaba el Mundo tal y como lo conocemos.

En nuestro Mundo actual, preguntarse como Hannah Arendt por el sentido de la política puede tomar dos rumbos. Primero, en su sentido tradicional, que tiene que ver con el gobierno, la administración pública, los partidos políticos, las elecciones, etcétera, la política no tiene ningún sentido, porque ya no configura, en ninguno de sus escenarios, un espacio en el que cualquier ciudadano pueda decir y hacer en condiciones de igualdad. Las vías para acceder a las áreas de influencia en los gobiernos están determinadas por la condición económica, el parentesco, o la clientela, pero en ningún caso suponen una arena en la que todos los ciudadanos puedan aparecer frente a sus iguales y construir con ellos el Mundo, a fuerza de debatir, contrastar ideas, y tomar acciones que sean capaces de cambiarlo. El ciudadano común y corriente, en ese escenario, carece de poder, porque no puede hacer o decir y, sumido en la impotencia, puede tomar la vía rápida de la indiferencia y alienarse de esa dolorosa realidad, o bien salir a las calles a manifestar su descontento de forma interminable, sin que ello suponga que algo pasará, sencillamente porque no pasa nada. Es un escenario desalentador en el que parece que no hay remedio, y el fin de la política se acerca inminente, de la mano del fin del Mundo.

Sin embargo, puede existir una segunda lectura. Los espacios tradicionales –los sistemas electorales, los partidos políticos, los medios de comunicación– ya no tienen ningún sentido porque ya no nos dicen nada, y paradójicamente, continúan actuando como si todavía lo hicieran, como si la democracia representativa todavía representara a alguien, como si los intereses de los partidos todavía empataran de alguna forma con los intereses ciudadanos, como si la única comunicación posible fuera la vertical y consumista forma de comunicarse que utilizan la radio, televisión y diarios tradicionales. Pero si la antropología aristotélica no ha perdido su fuerza explicativa de la naturaleza humana, nuestro zoon politikon siempre encontrará la manera de configurar espacios en los cuales sea posible la política como ese acto de aparición en y para el Mundo. Y así las cosas, los nuevos medios, que permiten una comunicación inmediata, horizontal y persona a persona, ofrecen una nueva arena pública en donde cada cual puede hacer su aparición, y hacer y decir aquello que puede darle un nuevo sentido al Mundo.

Este segundo escenario puede ser esperanzador. Puede significar que ahora el sentido de la política regresa a estar en manos de cada ciudadano que puede y quiere cambiar el Mundo con sus hechos y sus dichos. De ahí el #OccupyWallStreet, el #SpanishRevolution, la Primavera Árabe. Desde luego, como toda acción humana, sus consecuencias aún son imprevistas e inesperadas, pero al menos parece que el fin de la política no será su final, sino que regresará a su finalidad original: la de posibilitar la existencia de un Mundo que es creado por cada uno, y que permite manifestar la pluralidad humana. Dicho con otras palabras: la participación activa de los ciudadanos a través de vías nuevas de hacer política, pueden salvar a la política, por su propio bien y por el bien del Mundo.~