Apuntes sobre la posibilidad de un lenguaje interplanetario
Un texto de Vicente Monroy
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ESTE ARTÍCULO TRATA sobre la posibilidad de un lenguaje interplanetario y la comunicación con seres extraterrestres, pero antes de entrar en materia ufológica no me resisto a contar una anécdota. No tiene mucho que ver con las ideas que voy a desarrollar a continuación, y mientras redactaba el resto del artículo he estado luchando contra mis propios deseos de escribirla. Durante muchos párrafos me he mantenido firme en mi decisión de no incluirla, pero la anécdota resurgía entre mis ideas una y otra vez, impertinente, me apremiaba a buscar un sitio donde colarla. Si soportara las exageraciones, diría que se mostraba irremediable, o incluso dolorosamente irremediable, y estoy totalmente en contra de cualquier forma de sufrimiento cuando escribo (detesto a los escritores que sufren). Finalmente, como no soy articulista, ni filósofo, ni aspiro a ninguna integridad de las ideas, y como lo único que me interesa es lo inesperado (ni siquiera lo novedoso), he cedido a mis impulsos. De todos modos ya eran superiores a mis fuerzas, así que o lo contaba o explotaba:
Ocurre que hace algunas semanas, discutiendo con mi pareja sobre algunos recuerdos polémicos que compartimos, se me ocurrió confesar una historia que había mantenido oculta hasta entonces. La historia ocurrió en un after, o mejor dicho: en el after en el que nos conocimos, que fue en su casa, y que también fue verdaderamente escandaloso y multitudinario. Aquel primer after juntos fue adquiriendo después, como es lógico, algo de mítico en nuestro recuerdo. Había terminado por parecernos una de esas ocasiones en que los frutos del azar se manifiestan de forma asombrosa, como si todo lo que nos ocurre en la vida no estuviera marcado por el mismo tono casual. “Ay, si no hubiéramos coincidido en aquel after…”, “Ay, si la historia hubiera sido diferente…”, solíamos decir como si en aquel piso de Malasaña el azar hubiera sido más fuerte que en el resto del mundo. La propia insinuación abría un abanico de universos paralelos tan variados donde nunca nos habíamos conocido, que sentíamos vértigo al compararlos con nuestra firme, romántica realidad. Pero la verdadera historia fue mucho menos mágica de lo que solemos contar cuando nos preguntan cómo nos conocimos, e incluso podría decirse que fue un poco infame.
En aquel after, a las doce de la mañana, Iñaki y yo nos fuimos a dormir mientras los demás seguían la fiesta. En dos horas él cogía un tren que le llevaría de Madrid a Santander, a casa de sus padres, donde tenía una cena familiar importantísima, lo que nos dejaba escaso margen para una siesta de cincuenta minutos antes de que tuviera que levantarse. Que Iñaki se marchara implicaba que yo también tendría que marcharme, borracho como estaba, a mi propia casa, y además nos separaríamos (aunque no sobrevaloraré el factor romántico frente a la pereza del largo trayecto en Metro). El caso es que cometí una vileza, con la que inauguraba nuestra relación: esperé a que se durmiera, cogí su teléfono móvil y desprogramé la alarma. Dormimos hasta las siete de la tarde, y cuando el pobre Iñaki se despertó lamentándose, me hice el sorprendido. Había perdido su tren, y esperamos juntos hasta el día siguiente para que pudiera coger otro.
Durante dos años no habíamos hablado de este episodio ni una sola vez, a pesar de hacer referencia en muchas ocasiones a aquel día (“Ay, si no hubiéramos coincidido en aquel after…, “Ay, si la historia hubiera sido diferente…”). Por fin, hace unas semanas, confesé durante una cena, después de varias copas de vino, con el mismo sentimiento de irremediabilidad fatal con el que cuento esta anécdota que excede las intenciones iniciales de un artículo sobre el lenguaje extraterrestre, y también con el mismo alivio que ya empiezo a sentir según me acerco al final de mi relato. Para Iñaki, en aquel after había ocurrido algo completamente distinto de lo que ocurrió para mí: no sólo había sido un accidente que la alarma de su móvil no sonara y que perdiera su tren, sino que además yo había tenido la delicadeza de no volver a casa aquella noche, la había pasado con él e incluso le había preparado una cena con la que obviamente trataba de expiar parte de mi culpa, pero que a él le pareció (cito) un gesto super tierno. Mientras que para Iñaki la de aquel after era la historia de un accidente y de una demostración de ternura que le llevaría a interesarse todavía más por mí, para mí era la de una sinvergonzonería empujada por la borrachera y un intento posterior (bastante cutre) de reparar las consecuencias de mis actos.
Podría decirse que aquella acción nimia (desprogramar la alarma) de consecuencias notables (Iñaki se perdió una cena importantísima) ocurrió mientras habitábamos mundos diferentes: el del sueño y el de la vigilia, el de la confianza y el de la vileza, el de la ternura y el de la expiación, etcétera. Pero lo inesperado no fue esta demostración de que el inicio de nuestra relación se cimentaba en realidades paralelas (realidades divergentes que, paradójicamente, nos unían), sino en la forma en que reaccionó Iñaki a mi confesión. Sus gestos, después de cuatro o cinco copas de vino, no dejaban lugar a la duda: no sólo le estaba intentando quitar peso a la historia, sino que estaba esforzándose por no escucharla, por no darse por enterado, por no aceptar la existencia de esa otra dimensión hasta entonces oculta donde las cosas habían ocurrido de un modo mucho menos conveniente. Sentí que estaba haciendo tambalearse una imagen fundamental, la de la primera vez, en la que Iñaki, no sospechando nada, se había dejado guiar por aquel gesto mío super tierno. Es una de esas personas que cree en la intuición. Aunque entonces estábamos lejos de sospechar todo lo que compartiríamos en los dos años siguientes, visto desde el presente, que le acompañara y le cocinara aquella cena cobraba para él un sentido trascentental, que a la luz de mi confesión se revelaba mezquino. Cuando tuvo lugar el episodio del after, no hubiera podido confesar porque éramos dos desconocidos; ahora que por fin podía hacerlo, Iñaki no podía aceptar mi versión. Faltaba entre nosotros todo un marco referencial, a pesar de que la historia había ocurrido en una misma cama, desnudos, incluso abrazados. El episodio del after ocurrió en mundos diferentes, y para Iñaki la posibilidad del cambio se mostraba peligrosa. Me insultó con algún chascarrillo y cambió rápido de tema, sin perder la sonrisa. Se impuso un nuevo silencio sobre el asunto, hasta hoy vigente. Su mundo y el mío se comunicaron durante apenas un par de minutos.
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Hace algunas semanas, el cantante Zayn Malik confesaba en una entrevista que los verdaderos motivos de su abandono de la boyband One Direction en 2015 no fueron las diferencias con los otros miembros del grupo, ni el anacrónico estancamiento de su estilo musical adolescente, sino algo totalmente inesperado: un alienígena se le apareció y le animó a iniciar (cito al alien) “una ambiciosa carrera como solista” que le permitiría “crecer como artista”.
¿Y si los extraterrestres supieran hablar con frases hechas?
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Existe un largo debate abierto sobre la comunicación extraterrestres desde 1962, cuando la Unión Soviética envió el primer mensaje en morse dirigido al planeta Venus desde el Radar Evpatoria, con la palabra Mir (МИр), que en ruso significa a la vez paz y mundo. Desde entonces han sido varios los mensajes enviados al espacio desde la Tierra. Sin embargo, la mayor parte de los esfuerzos en la búsqueda de vida inteligente han sido pasivos. Se basan en la escucha del espacio exterior. El llamado proyecto SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence) ha marcado las pautas de esta búsqueda pasiva, que culmina con el desarrollo en 1990 del Detection Protocol, mediante el que la comunidad internacional decidió los pasos a seguir durante un primer encuentro interplanetario. En cualquier caso se trata de escuchar, pero no de llamar a los aliens.
En el año 2006 el debate se intensificó, después de que el astrónomo Alexander Zaitsev propusiera un nuevo proyecto para localizar vida fuera de la Tierra: el METI (Messaging to Extraterrestrial Intelligence), que intensificaba la búsqueda activa de inteligencia extraterrestre, es decir, el envío masivo de mensajes fuera de nuestra galaxia. Astrofísicos como Stephen Hawkings o Neil deGrasse Tyson criticaron este proyecto, que tachaban de suicida. John Gertz, uno de los principales mecenas del SETI, escribió una carta explicando el peligro de contactar con seres de los que no sabemos nada, y más aún a través de un mensaje establecido por un grupo reducido de científicos. «Los partidarios del METI presumen de hablar en nombre de toda la humanidad», decía. «Eso es antidemocrático, porque no nos ofrecen la posibilidad de contrastar sus transmisiones o tomar parte en el contenido de los mensajes que envían».
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¿Qué ocurriría si estableciéramos un contacto lingüístico, no necesariamente presencial, con extraterrestres? Los libros y las películas no hablan de este tipo de encuentro, sino de uno mucho más improbable: un encuentro físico, normalmente violento. Esto es así por la espectacularidad de una batalla interplanetaria, mucho más rentable para la ciencia-ficción que una reflexión idiomática, pero también por otra razón: de esta forma, es decir, a palos, resolvimos los occidentales el gran encuentro histórico con el otro, con el habitante de otro mundo (el Nuevo Mundo), que tuvo lugar durante la conquista de América. Las películas de invasiones extraterrestres no especulan más que con el modelo conocido de interacción con lo desconocido: la fuerza bruta. Los extraterrestres adoptan nuestro papel colonizador, con la hermosa peculiaridad de que los terrícolas, por primera vez en la historia, nos vemos obligados a hacer piña para combatir una amenaza externa. Nos definimos como un nosotros global frente a los otros, más allá de nuestras diferencias internas, raciales, culturales o sociales.
Pero, ¿de qué forma comunicarse con una especie cuyo pensamiento, desde sus mismos orígenes, se ha desarrollado de forma distinta al nuestro? Un ejemplo fascinante de respuesta a esta cuestión se dio en los años 70, cuando la NASA envió al espacio dos sondas que explorarían Júpiter y Saturno. El científico Carl Sagan insistió en colocar en ellas un mensaje destinado a ser recibido y descifrado por seres inteligentes de otros planetas. Las placas de las sondas Pioneer 10 y 11 contendrían algunos datos básicos sobre la condición del ser humano y la posición de nuestro planeta en el universo. Para hacer entender estas ideas a su potencial receptor, Sagan y el también astrónomo Frank Drake elaboraron un lenguaje comprensible por una inteligencia distinta de la nuestra. En las placas de oro aparecían cuatro gráficos con ilustraciones simples e información en sistema de numeración binario: una imagen de dos humanos, una mujer y un hombre que saluda en son de paz, junto a la sonda que les da escala; un diagrama de la posición relativa de la Tierra referida a los púlsares más próximos, y su secuencia de pulsos numerada; un esquema del sistema solar; el spin de una molécula de hidrógeno. Todos los esquemas estaban simplificados, en un esfuerzo por eliminar cualquier referencia metalingüística. Finalmente, la supuesta universalidad del código gráfico dejaba mucho que desear, y los esquemas se mostraban bastante precarios. Es probable que el extraterrestre que lo reciba en un futuro no tenga ni idea de cómo interpretar el mapa intergaláctico. Este intento histórico de imaginar la efectividad del lenguaje en el intercambio con un otro de características intelectuales inimaginables, y que podría compartir con nosotros un marco referencial casi inexistente, supuso un relativo fracaso, pero inauguró una línea de investigación que ha proseguido el SETI posteriormente. Se trataría de alcanzar un idioma puro, universal, acultural, neutro, sin sustrato, una especie de Suprematismo idiomático, con el que algunas cosas podrían expresarse y comprenderse independientemente del marco referencial del emisor y el receptor. Un idioma interplanetario (y, por qué no, quizás incluso una literatura interplanetaria), con el que comunicarse más allá del contexto, la experiencia y la cultura[1].~
Referencias:
[1] Para más información sobre la posibilidad de un lenguaje neutro, recomiendo este fantástico artículo de Julián Génisson: https://elestadomental.com/diario/que-hacias-en-el-retrete-o-en-el-museo
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