Luces vía Santiago
Un cuento de MaryCarmen Castillo/ ilustración de Sonia García
EL DÍA QUE compraron los boletos de avión a España, a Teresita se le figuró que ya no había marcha atrás y que de verdad iban a viajar a Europa; así que fabricó un colguije de conchitas mexicanas, blancas y grises, y en medio la enorme concha nácar en la que su abuela vertía limón para cosechar crema de concha nácar. La idea era colgar este móvil del cierre de su mochila, pues había leído que los peregrinos debían llevar como distintivo vieiras en un lugar visible. Sin embargo, por una razón u otra, las conchitas habían viajado todo el tiempo guardadas en la mochila. Pensó en sacarlo ahora, sólo por hacer algo, pero era tal su desazón que se distrajo y lo volvió a olvidar.
Y es que estaba cansada; le dolía la rodilla y la planta del pie, las dos cosas del lado derecho. Y además, tenía hambre. Los días anteriores, en compañía de Marisela y su sobrina y el novio babas de la sobrina, había sido fácil ignorar el hambre y el cansancio y el dolor en la rodilla. Se sentían casi como si de verdad fueran romeros o iniciados de algún culto esotérico maravilloso, y al final del camino los esperara una epifanía, la Iluminación, un conocimiento único que sólo caminando al límite de las propias fuerzas se podría obtener.
Hacía ya un buen número de horas que se había dado cuenta de que aquello había sido una sarta de cursilerías; ¡ella ni siquiera era católica! Pero la sobrina aseguraba que en su grupo de yoga le habían dicho que no se necesitaba tener ninguna religión específica para ir de peregrinación a Santiago de Compostela, que se verían beneficiados de todos modos, incluso si sólo caminaran sin creer en absolutamente nada. Pensó sobre eso cuando el camino se inclinó ligeramente y al esfuerzo, de por sí excesivo, se sumó el de aquella subida asquerosa. Ella no era atea; no exactamente… ahora mismo, por ejemplo, creía firmemente en los beneficios de una comida caliente y una cama de hotel; la comida, de la que fuera, hasta el brócoli sería aceptable, dadas las circunstancias; la cama, de hotel, por piedad, para que alguien más se encargara de tenderla. Pero de hotel bonito, de hotel para turistear, no esas condenadas posadas en las que se habían estado quedando y que no pasaban de un catre con dos mantas sobre unas sábanas rasposas. Y tampoco hotel para trabajar. No, no: cama limpia de hotel bonito.
De pronto no supo explicarse qué estaba haciendo ahí, caminando sola por un camino aún más desolado. Hacía horas que no se cruzaba con nadie. Tampoco se veían casas. Ni la adelantaban otros peregrinos. Nada en kilómetros a la redonda. Quedaba claro que detenerse sería una pésima idea. Aunque podía hacerlo, por supuesto; iba sola, en maldita la hora se separaron y ella había tomado este camino espantoso, donde no había con quien platicar, en quién apoyarse ni darse ánimos. Podría detenerse. Y sentarse. ¡Ah, sentarse, sí!, ¡un momentito nomás! Pero es que aquello de verdad estaba desolado. La culpa debía ser de Marisela, que se agarró uno de sus ataques de capricho y se había puesto tan insoportable que se hizo difícil aguantarla; tan difícil, que la sobrina (y conste que era su sobrina) y el babas inventaron un dolor de estómago y decidieron que gracias pero ya estuvo, y que ya habían tenido suficiente Camino; agarraron sus maletas, consiguieron un camión y dijeron “nos vemos en Compostela”. Y así de fácil se largaron y las dejaron a que siguieran solas. Par de frescos. Dos días le duró el gusto de caminar los últimos kilómetros con la mujer que había sido su mejor amiga durante 21 años. Hizo cuentas y vio que fácilmente quedaban aún otras tres –si no es que cuatro– jornadas completas antes de Compostela. Ya no podía recordar a qué había ido, ni se explicaba cómo es que había andado dos semanas por otros caminos como ese, sin cuestionarse nada, sin tener tanta hambre, tanto cansancio. Y ahora no quedaba nada qué hacer, sino seguir caminando.
La cosa se estaba poniendo francamente pavorosa. A lo mejor la culpa no fuera tanto de Marisela sino de la chingada sobrinita. La verdad es que Marisela siempre había sido así, pero se portaba bien casi todo el tiempo; en realidad, sólo se puso de veras mal cuando la Paquita salió con “ya no puedo seguir”, así, bien dramática. ¡Eso pasa por viajar con chamacas consentidas! Y pues Marisela, obviamente, se enojó. Sí, que se enojara era lógico, pues cómo no; pero ¿por qué la tenía que agarrar contra ella? Lo peor es que así llevaban toda la vida, 21 años ni más ni menos; se dicen rápido… La verdad es que nunca había sido la amistad soñada por nadie. Ni se podía. Se conocieron trabajando. Teresita era enfermera en ese entonces y Marisela cayó en el consultorio en el que trabajaba con un corte muy feo en la ceja. A ella le encantó el desparpajo de la otra; sus uñas manicuradas; su cuerpo grande; la faldita de gasa, tan femenina; pero sobre todo, la sonrisa: “échale ganas, Manita; mira que yo vivo de esto”, y se señalaba el poco agraciado rostro, con gesto coqueto y burlón. Al poco tiempo, Teresita perdió su trabajo, como le sucediera a tanta gente en esa época, y al poco tiempo su matrimonio fracasó y perdió también su casa. Y anduvo sin rumbo dos días enteros con su noche, que pasó caminando y caminando de aquí para allá, y quiso la suerte que se topara con Marisela, quien la acogió, la consoló, le explicó cómo era el oficio, que sin padrote era más peligroso pero menos humillante, y se burló de ella con cierta dulzura: “no te cambies el nombre, déjate el tuyo, “Teresita”, así como la puta aquella de la novela, la que se llamaba Santa, se supone que le fue muy bien gracias a eso”. Teresita recordó que entre las lágrimas de alivio y vergüenza, todavía le dio el ánimo para responderle a la que se convertiría en su mejor amiga: “pues sí, le fue bien, pero al final se muere”. “Todos nos vamos a morir”, había replicado Marisela, encogiéndose de hombros. Así que le entró, ¿por qué no?; de algo hay que vivir y no es que sobrara quien la quisiera mantener.
No. Nadie. Ni mantenerla, ni apoyarla, ni quererla, ni echarle siquiera un guante. Nada.
Les había ido bien. No se requiere estar guapa. Ni joven. Sólo estar limpia siempre, separar bien la vida personal del trabajo y no darle demasiadas vueltas. El sexo es sexo y nada más. La sobrina no sabía; y si sabía, fingía demencia. Su familia tampoco sabía nada; pero a veces sentía que si supieran, en realidad les importaría un comino, siempre y cuando no lo anduviera publicando por ahí. Como si no la viera en la calle quien quisiera pasar por ahí. En fin.
Pero no le gustaba. La verdad era que no le gustaba. Tampoco a Marisela. Ni a ninguna de las otras. A veces un cliente estaba bien, estaba guapetón o se portaba galán; pero eran clientes, hombres a los que nunca volvían a ver, a menos que les gustara el trato, entonces regresaban por más. Pero era eso solamente: sólo trabajo.
Por fin llegó a la cima de aquel cerro interminable y comenzó el descenso. Las rodillas le temblaban violentamente, la derecha sobre todo era un martirio cada vez que la doblaba. Echó una mirada larga al horizonte y sintió cómo la desesperación se le arrimaba a la garganta: no se veía nada en todos los kilómetros que abarcaba la vista. “¿Y ahora quién podrá ayudarme?”, pensó tratando de burlarse un poco de sí misma, pero la risa le salió en sollozo, suavecito pero ya con una nota de impotencia. No le echaba la culpa a Marisela; ella sola había decidido entrarle. Pero ya no sabía explicarse qué hacía ahí; ya no sólo en la calle, sino ahí, en ese camino hacia Compostela. “Imagínate, Manita, ¡dos putas de viaje por Europa!, ¿a poco no rifa?”, había dicho Marisela. Les gustaba viajar y, al paso de los años, habían recorrido el país, a veces trabajando, a veces turisteando.
Una vez fueron a dar a los Estados Unidos, aprovechando que Teresita hablaba muy bien el inglés; las invitó un viejito gringo que estaba más loco que una cabra: era profesor universitario ya retirado, y como en su tierra hacía mucho frío, se iba a México en el otoño para pasar el invierno y se regresaba a su casa en la primavera; era así como estacional el señor, como las mariposas monarca: así, igualito. Las contrataba a las dos juntas cada vez que iba; y aunque ya los años no le daban para agasajarse con las dos al mismo tiempo, él ponía mucho empeño y se la pasaban bien. Sobre todo platicaban. Y un día se las llevó a pasar el verano; ella se divirtió muchísimo, pero aquella vez fue el primer pleito fuerte que tuvo con Marisela. Teresita siempre pensó que fue porque su amiga se había enamorado del viejito y cuando no le quedó más remedio que darse cuenta de que ya estaba muy vieja para cuentos de hadas y que el anciano profesor no pensaba convertirla en una “señora decente”, se enojó, lloró, le mentó la madre al gringo y se tuvieron que regresar casi, casi con lo puesto. Y encima de todo, le echó la culpa a ella. ¡Ay, su amiguita!, ¡tan buen cliente que había sido el gringo! Y esa no fue la única. Ni la última. No; la última era ésta. Ya no podían seguir así. Ya eran muchos años de consecuentarla, de tener paciencia con sus caprichos, de escuchar sus constantes enredos amorosos. “Pero es que”, pensaba Teresita, “ya en serio, ¿a quién se le ocurre que las putas se puedan enamorar? ¿En qué cabeza cabe? Hay que ser realistas: no se puede. Imagínate… ¿cómo?, pues no”.
Sí habían vivido muchas cosas juntas. Muchas, muchas; algunas muy feas. A cada una le tocó su ración de hombres malos. Y por más que ambas se tomaran en serio su trabajo y lo realizaran de la manera más profesional posible, nunca faltaba uno que las maltratara, que se burlara de ellas o les pegara, que se fuera sin pagar o que de plano las asaltara, o que las dejara marcadas o tan maltrechas que los saberes de Teresita no alcanzaran y tuvieran que ir a la clínica, donde la humillación se materializaba en la forma de un medicucho que las atendía mal y de malas, y les decía que “ellas se lo habían buscado”. La verdad es que era un trabajo muy demandante en el que el precio, sin importar cuán alto fuera, nunca parecía ser suficiente a cambio de las penurias y los sustos que pasaban, al grado de que Teresita no se explicaba por qué las llamaban mujeres “de la vida fácil”, cuando a ella le parecía, con toda sinceridad, que esa vida le había salido cien veces más difícil que a todas las demás mujeres que conocía.
Y, ¡vaya!, pues sí, también ella hubiera querido enamorarse, tener hijos, ser esposa de alguien que la respetara y la tratara como reina. Quería para sí misma lo que quieren todas, lo que a ratos se le figuraba que todos los demás tenían y no apreciaban. Pero la idea de empezar otra vez era, simplemente, demasiado… sería como volver al principio del Camino de Santiago, cuando todavía no tenía el cansancio acumulado de dos semanas de caminar de la mañana a la noche, cuando todo era alegría. Cuando no sabía que iba a terminar sola en un país desconocido y sin ninguna esperanza de llegar pronto a ninguna parte. ¿Cuánto tiempo, cuántos años hacía ya que caminaba y caminaba, sin tener en realidad ningún destino, sino que se movía sólo por inercia?
Al menos sabía que perdida, no estaba. No podía estarlo, porque cada cierto número de kilómetros, se veía la señalización del Camino: una flecha amarilla que parecía un sol acostado. Había visto el último de esos letreros hacía ya varias horas, pero a partir de entonces había sido éste un camino recto, del ancho de un coche y sin pavimentar, en terracería. Evidentemente, todo lo que había que hacer era seguir adelante y, tarde o temprano, llegaría a un pueblo, un caserío o un convento donde pedir posada y pasar la noche. Entonces, de pronto, se dio cuenta de que aunque alcanzara esa meta, mañana tendría que continuar, pues la última oportunidad de tomar un atajo en camión e ir directamente a Compostela la habían aprovechado la sobrina y el babas. Desde donde se encontraba ahora Teresita, ya no quedaba sino camino para andarlo a pie. Y aun se dio cuenta de algo más: podía llorar, detenerse, tirarse en la hierba reseca que bordeaba la carretera, podía incluso hacer berrinche y ponerse, quizá por primera vez en su vida adulta, caprichosa. Podría incluso, tal vez, ir hasta uno de esos árboles raquíticos y tomar una pequeña siesta… ¡estaba tan cansada!; siempre podría volver a caminar después del atardecer, cuando al menos el calor del ejercicio sería soportable en medio del frescor de la noche. Por qué no; de todas maneras, eventualmente tendría que levantarse y continuar. Regresar tampoco era ya una opción. No quedaba más que seguir de frente.
Dos pesados lagrimones se descolgaron de sus ojos, decidiéndola a detenerse. Más que sentarse, se dejó caer en la hierba, con el sombrerito de paja ladeado sobre sus ojos y el cabello enmarañado; y aquella Teresita que había enfrentado con entereza las pruebas más cruentas que una mujer puede encontrar, se puso a llorar con la boca abierta en sollozo porque se dio cuenta de que estaba completamente sola y librada a sus recursos, que de pronto le parecieron tan pocos, tan pobres y tan torpes. Y entonces lloró más porque, por segunda vez, estaba a punto de cambiar de vida, sólo que ahora se sentía vieja y adolorida y no tenía ni la energía ni el empuje para hacerlo. Se negó a despotricar de su vida como prostituta pero no vio cómo podría remontar para empezar de nuevo. Y por eso lloró aún más fuerte. Ahora no había nadie que la consolara, ni que le hiciera bromas; tampoco nadie la ayudaría ni la miraría mal por llorar a gritos como si fuera una niña, justamente porque ya no era una niña.
Lloró hasta que se le acabaron las lágrimas y se le enronqueció la voz. Sacó las nueces y los dátiles que había estado guardando, y se los comió despacito, uno por uno. Le dio tres traguitos a su cantimplora y se puso a esperar el crepúsculo. No supo a qué hora se quedó dormida. Cuando despertó, ya sólo quedaba una línea de luz en el horizonte. Alzó el rostro y su mente se llenó de estupor: estaba cuajado de estrellas; ¡nunca había visto tantísimas estrellas en el cielo en una sola noche! Eran tantas, que aunque la luna era tan sólo una uñita, se alcanzaba a ver perfectamente el camino. Se desperezó. Tomó más agua. Se puso de pie con cuidado y flexionó con gesto grave la rodilla maltratada; al ver que no renegaba demasiado, apoyó su peso en el pie; la planta protestó ligeramente, pero aguantó. Suspiró despacio y decidió que sí quería terminar el Camino de Santiago. También decidió que ya no le gustaba ser puta. Y finalmente se preguntó si, en vista de que estaba muy vieja y puteada para volver a empezar, si no sería posible, en cambio, hacer lo necesario para forjarse un nuevo final; uno distinto al que se hubiera encontrado si hubiera seguido caminando, no sin rumbo, pero ciertamente sin ver por dónde iba.
–Sí–, se dijo a sí misma en voz bajita, –un final nuevo, sí creo que se pueda–. Y comenzó a caminar al tiempo que se ponía el rompevientos.
–A Marisela no le va a gustar– agregó. Miró el cielo y sintió una sonrisa subirle a los labios. –Pues ni modo; se va a tener que aguantar; para qué se queda haciendo berrinche y me manda a caminar sola.
Iba a cerrar la mochila, ahora casi vacía, cuando recordó algo. Revolvió el contenido de la misma hasta que dio con su distintivo de peregrina que ella misma fabricara; desplegó el móvil con cuidado, lo amarró al cierre y se colgó la mochila en la espalda, de modo que ahora, al caminar, las conchitas chocaban entre sí y hacían un ruidito leve y rítmico al son de sus pasos por la carretera, mientras la brillante concha nácar irisaba en su superficie la luz de las miles de estrellas que la contemplaban desde el cielo nocturno.~
El lay motive del relato es un lugar común. Es todo lo negativo que puedo decir. El resto, está muy bien escrito. Está muy bien pausado. Tiene el equilibrio justo entre la descripción y la acción. Creo que en pocas líneas ha sabido plasmar toda una historia. Y eso es un don.
Ricardo, le agradezco el tiempo que dedicó a la lectura de mi cuento y a la escritura de su comentario. Celebro que mi escritura sea de su agrado. Saludos.