La carne

«Comió poco. Casi todos los platillos de su madre le parecían aburridos: fideo, arroz, espagueti, frijoles y ensaladas.» La carne, un cuento de Gustavo Macedo.

INTENTÓ CALCULAR CUÁNTOS huevos estrellados se había comido en su vida: catorce años, por cincuenta y dos semanas, por dos huevos estrellados a la semana… Desistió antes de llegar al setecientos veintiocho. Se reprochó no haber presenciado antes cómo la espesa viscosidad transparente que salía del cascarón se convertía en una sustancia plástica y blanca sobre la sartén. El fuego, entendió, lo había convertido en comida.

Con pocos modales hendió el canto del tenedor cuatro veces en el huevo y, sin siquiera ponerle sal, lo consumió en cuatro paladas. Pidió otro. Su madre tuvo que regresar de la sala, volver a encender la estufa y sacar la cartera de huevos de la alacena. Permaneció al lado de la mujer durante el proceso de cocción del segundo huevo, moviendo los ojos tras las manos de ella. Notó que gran parte de los movimientos de la madre poco tenían que ver con cocinar y mucho con estorbarlo y hacerlo regresar a la mesa. El moco transparente de nuevo se convirtió en una materia opaca.

Volvió a la mesa a recibir el plato y partió el huevo en trocitos, cada uno de los cuales fue minuciosamente examinado en la boca. Los pasaba por encima de la lengua, por debajo de ella, por la parte frontal del paladar, por la trasera, entre las encías y los labios y, aunque casi le provocó el vómito, por lo más hondo de la cavidad oral. Revisó también la yema, atrapándola con trozos de pan blanco que exprimía en su boca. Pidió un tercer huevo pero no se lo dieron.

No podía recordar otro día en que las horas que pasaba en la escuela corrieran con tanta lentitud. En las clases de Español y Aritmética estuvo hojeando su libro de Física, pero los capítulos dedicados a la termodinámica no decían nada sobre el fuego y los modos en que podía convertir algo en comida. Al mediodía, en casa, pidió un huevo estrellado para acompañar sus fideos, pero lo único que obtuvo fue una reprimenda de su padre por estar pidiendo tonterías fuera de hora. Se fue a dormir en cuanto supo que ya no se pondría más oscuro afuera y despertó diez minutos antes de que se activara el despertador.

La luz amarilla del refrigerador iluminó la cocina. Sartén, aceite, estufa y huevo estaban listos cada uno del modo en que había visto a su madre disponerlos. Golpeó el huevo dos veces contra la orilla de la mesa, pero apenas logró cuartear el cascarón. Golpeó el otro lado del huevo y tenía ahora dos de las caras cuarteadas. Metió las uñas entre las fisuras y rasgó la membrana sedosa que había debajo. Chisporroteando y cambiando de transparente a blanco, el huevo se hizo comida.

Pasó el tiempo en la escuela pensando en la lechuga, el tomate, el pepino y el aguacate y en cómo eran comida sin necesidad de fuego y en que se servían así de burdos como salían de la tierra. Pensó también en la leche, la crema y la mantequilla y en que también eran transformados para ser comidos, pero no por fuego, sino por otros procesos que nada le importaban.

Al llegar a casa encontró una nota de su madre: no había preparado nada para comer porque ella y su padre saldrían a comer y su hermano pasaría la tarde con la abuela. Junto a la nota había un par de billetes para que comprara algo en alguno de los establecimientos de comida del barrio.

Fue al supermercado y se dirigió al área de carnicería. Eligió un paquete de entre todos los de pechuga de pollo, más por azar que por convicción, y regresó a casa. Pensó en que un pollo no era sino un huevo desarrollado, así que repitió el procedimiento que había seguido antes, agregando una mayor cantidad de aceite. Sostuvo una pechuga entre sus manos y la dobló, esperando escuchar un tronido que no llegó. Al revisar el empaque, descubrió que había comprado pechugas de las deshuesadas. La atravesó con un cuchillo y tampoco encontró sangre.

El pollo siseó sobre la sartén, cediendo su color rosa para obtener un blanco grisáceo, confirmándole la idea del huevo desarrollado. Estuvo dándole vueltas a la pechuga durante ocho minutos. Tan de cerca intentaba observar los cambios de colores y texturas que en tres ocasiones el calor de la estufa le empujó la cabeza hacia atrás. Decidió que el fuego había convertido al pollo en comida cuando lo vio café dorado.

Colocó el plato con la pechuga cocinada y frente a éste el empaque con el resto de las piezas. Mientras masticaba cada trozo, observaba los pedazos crudos intentando adivinar a cuál parte era igual lo que estaba en su boca en esos momentos y qué cambios le había causado el fuego. Casi una hora después el empaque estaba vacío: cocinó cinco trozos más, de los cuales se comió uno y desechó el resto. Más tarde su madre lo regañaría al descubrir el desperdicio y le obligaría a lavar la sartén encostrada con pedazos tostados de pollo.

Fue hasta el fin de semana que finalmente pudo acercarse de nuevo a una estufa. Volvió a recibir dinero para que comprara comida y, en el supermercado, eligió los dos bistecs de res que más secreciones rojas tenían. Tuvo que serruchar con un cuchillo los huesos en la carne para poder partirlos con las manos. Colocó los trozos directamente sobre la sartén con todo y la sangre que se acumuló en los empaques en que venían envueltos. Los silbidos que despedían le confirmaron, para su satisfacción, que lo que el fuego transformaba en comida había sido algo vivo. Reía más mientras la cocina lo escondía en humo y los bistecs pasaban del rojo al café oscuro y la sangre se espesaba en una masa gris y negra.

La carne en el plato seguía sangrando, pero hasta la sangre había cambiado: en vez de roja, brotaba en un café translúcido. Con cada tajada del cuchillo, comprobaba que aquello era un animal. Los huesos fueron lo único que no se tragó, aunque sí los mordisqueó. Carne, grasa y nervios fueron escudriñados con lengua, paladar, encías y dientes; deduciendo los cambios que el fuego les había provocado.

Al otro día fue domingo. Sus padres no indagaron las razones por las que no los quiso acompañar a la comida familiar con los abuelos. Le sorprendió que no notaran su respiración profunda y poco pausada ni el sudor helado que él pensaba le empapaba el cuello de la camisa. Encendió la televisión para pretender que no atendía la partida de la familia, pero contó los segundos transcurridos entre el sonido de la llave girando en el cerrojo y las puertas del automóvil que azotaban: una, dos, tres. Cuando los bramidos del motor no se escuchaban más, se asomó por la ventana para comprobar que se hubieran marchado.

Entró en el cuarto de lavado y contó cuántos pájaros mantenía su madre en cada una de las cinco jaulas sujetadas a la pared y que la familia rara vez atendía. En la menos hacinada había tres aves; siete en la más. Abrió la rejita de una de las dos jaulas con cinco inquilinos y, con una facilidad que no esperaba, sustrajo un pajarito que pasaba inadvertido por lo pardo de sus plumas. Ya la noche anterior se había mortificado por lo que tenía que hacer, así que en el momento no esperó a que surgieran los titubeos. Sujetó la cabeza del ave con la mano derecha y el tronco del cuerpo con la izquierda y, girando decididamente las muñecas, la desnucó. Recordó que los huesos de los bistecs habían crujido con mayor volumen, por lo que supuso que los ruidos de vida se debían más al tamaño del animal que a la propia vida.

Llevó el cadáver del pájaro pardo al patio trasero para evitar manchar de sangre las alfombras de la casa. Tras arrancar casi una docena de plumas, se dio cuenta que la sangre apenas salía, así que terminó la tarea cómodamente sentado en el sillón de su padre. Despojada el ave de sus plumas, el pico se volvió relevante. Tantos pollos que había comido y jamás había puesto atención a qué pasaba con los picos. Resolvió eliminar la cabeza completa para no distraerse en ello.

Pensó que los pollos que vendían en los supermercados no eran unas aves normales. La carne de su pájaro no se parecía nada a la carne blanca, blanda e inutilizada que vendían en las tiendas; sino que ésta era una carne gris con cavidades para acomodar órganos púrpura y negros. En la sartén, con un poco de aceite, la carne comenzó a ser transformada por el fuego. Pensaba en que hacía apenas unas horas el pajarito había estado vivo y ahora era comida. La carne tenía un sabor sucio y la consistencia era fibrosa. Tuvo que concentrarse para ignorar el sabor y poder hacer su análisis de las transformaciones que el fuego había causado al pájaro para que fuera comida. La familia regresó y nadie notó la falta del ave.

Pasó una semana. El siguiente domingo sus padres ni siquiera esperaron a que despertara y partieron con su hermano a la reunión en casa de los abuelos. Despertó pasado el mediodía y el hambre era la segunda necesidad que debía atender: era más fuerte la urgencia por cocinar algo.

Camino al supermercado, vistiendo el pijama y zapatos deportivos, se detuvo a ver al perro de la casa de la esquina: intentaba levantarse pero caía y caía mientras parpadeaba repetitivamente. Conocía la travesura, muy común entre los muchachos del barrio, y el olor a alcohol confirmó su sospecha. Golpeó la puerta de la casa y contuvo la respiración para escuchar los ruidos de adentro. Ninguno. Golpeó de nuevo. Ninguno. Esperó tres minutos mirando[1]  el segundero cambiar de cifra las ciento ochenta veces y golpeó una vez más. Nada.

Arrastrar un perro ebrio a lo largo de dos casas fue engorroso y sofocante. El animal no se quejó en el trayecto, a pesar de que lo jaló y torció de maneras que debían provocarle bastante dolor. Con el perro ya en el patio trasero, se repetía mentalmente que el pájaro de la semana anterior había estado tan vivo como el perro; ambos tan vivos como todos los pollos, reses, cerdos y pavos con los que se había alimentado en su vida.

Pateó ligeramente al perro, que para entonces ya no tenía los ojos abiertos. Lo pateó otras tres veces, cada una con mayor fuerza que la anterior. Le pareció como que el animal hubiera suspirado, pero no le constó. Con el cuchillo más grande de la cocina le abrió el pecho y solo entonces el perro detuvo su agitada respiración a la vez que abría los ojos.

Le quedó poca carne cuando desechó los órganos y los grandes pedazos de músculo con a los que no les pudo despegar la piel: apenas y la suficiente para llenar uno de los paquetes de los que vendían en el supermercado. Cruda y a un lado de la estufa, la carne del perro le pareció casi igual a la de res; pero una vez convertida en comida le recordó más a la de cerdo: el sabor era fuerte y la consistencia rasposa y crujiente, fibrosa. Le tomó más tiempo limpiar el patio que destazar y cocinar al perro de la casa de la esquina. La familia regresó y abrieron las ventanas porque olía de un modo en que nunca había olido.

La semana que siguió estuvo más taciturno que de costumbre. Estaba en casa o estaba en la escuela pero apenas se le percibía. Comió poco. Casi todos los platillos de su madre le parecían aburridos: fideo, arroz, espagueti, frijoles y ensaladas. Con su familia no habló y la sorprendió el domingo cuando fue el primero en estar listo para ir a la casa de los abuelos. La mitad de sus parientes no lo saludó porque ni siquiera lo notó. Regresaron tarde a casa.

A su padre lo degolló con el mismo cuchillo con que había abierto el pecho del perro, oculto por el ruido de la película de policías que miraba a solas en la sala. A su madre la asfixió en la cama donde recién se había quedado dormida. A su hermano también le apretó la almohada contra la cara hasta que dejó de patalear.

Tardó varias horas en desmembrar los cuerpos. Tronaba los huesos y se detenía a contemplar la sangre cuando de pronto brotaba en buena cantidad. Aventó las cabezas al patio. De los cuerpos del padre y de la madre obtuvo aproximadamente la misma cantidad de carne que la que había obtenido del perro de la casa de la esquina. De su hermano ni siquiera la mitad de eso. Al transformarse en comida, esta carne pasó del rojo a un café claro que fue oscureciéndose. Masticó cada bocado con los ojos cerrados y, tras cada machacada, revisaba con la lengua la textura de la carne. Se maldijo por no haber tenido el cuidado de cocinar por separado a la madre, al padre y al hermano. Era frustrante no saber a quién pertenecía cada pedazo de carne que se comía.

Era ya de madrugada cuando se fue a dormir. Despertó tarde al otro día y decidió que el único motivo por el que iba a la escuela era porque sus padres lo hacían ir. Desayunó un monótono vaso de leche y una rebanada de pan y volvió a la cama. Despertó hambriento.

De la cartera de su padre tomó tres billetes y fue al supermercado. Compró dos botellas del licor más barato que había. En casa, lavó la sartén donde la noche anterior había cocinado y lo colocó en la estufa encendida. Deseó que fuera más grande. Abrió una de las botellas de licor y se la pegó a los labios. Apenas iniciaba el primer trago y ya estaba tosiendo y sujetándose la garganta. Preparó dos terceras partes de una jarra de agua con polvos de sabores y llenó el resto con el licor. Bebió un poco más de la mitad de la jarra y vomitó. Bebió la mitad que quedaba y su campo de visión se redujo a un pequeño punto enfocado al centro de un panorama empañado y turbio. Cerró en puño su mano derecha y se la aventó contra la boca. Cayó más por la inercia de aplicar el golpe que por haberlo recibido. Sintió la boca caliente, pero no le parecía que le doliera. A tumbos llegó a la estufa.

Cuando recargó el brazo derecho sobre la sartén sí percibió dolor, pero no como un dolor suyo, sino como si alguien[2]  más estuviera doliéndose y de algún modo él pudiera advertirlo y entenderlo. El pequeño campo enfocado de su visión se centró en cómo la piel que estaba directamente sobre la superficie caliente enrojecía y emblanquecía simultáneamente, mientras que los vellos de la piel cercana se enroscaban y pulverizaban. Rodaba el brazo sobre la sartén y el fuego lo transformaba: la piel se hacía café, reventaba y retrocedía en pliegues, dando lugar a nuevas capas que en segundos hacían lo mismo. Se dejó caer de pecho sobre la estufa. La camisa ardió y tuvo que sacarse del fuego para quitársela. Volvió a tumbarse repetidamente sobre la estufa, pintándosele aros del tamaño de la sartén por toda la piel del pecho que ya también se abría al fuego.

Lloró porque cada vez era menos lo enfocado y más lo turbio de su visión. Lloró porque el dolor debía ser inmenso. Se llevó el brazo a la boca para mordisquear algunos de los pedazos de piel, pero solo encontró el sabor salado del sudor, las lágrimas y las otras secreciones que emanaban. Alcanzó a ver algo de sangre formando grumos bajo su pecho y no vio más.~

Este cuento pertenece al libro de relatos Introspecciones, nueve relatos.