La última copa

«La chaqueta quedó tendida más lejos de lo que los sesos y la sangre habían alcanzado a salpicar. El conductor bajó del autobús con pasos lentos que desentonaban con la escena.» Un cuento de Gustavo Macedo.

LA CHAQUETA QUEDÓ tendida más lejos de lo que los sesos y la sangre habían alcanzado a salpicar. El conductor bajó del autobús con pasos lentos que desentonaban con la escena.

—No pude hacer nada: fue como si el hombre hubiera saltado a propósito frente al autobús— dijo en voz alta, pero sin dirigirse a nadie en específico, mientras levantaba del suelo la chaqueta del tipo que acababa de morir.

Sentado en un taburete y con la chaqueta colocada sobre otro, el tipo dejó a un lado el bolígrafo con el que llevaba rato escribiendo y ordenó otro trago. La luz del Sol que entraba por los vidrios sucios revelaba el polvo que flotaba por todo el bar. Al cantinero no le importaba esto puesto que por la noche, la hora de su verdadero negocio, no había Sol.

—Aquí tiene —dijo el cantinero a su único cliente y puso el vaso con güisqui y hielo junto a la hoja sobre la que el parroquiano había estado escribiendo. Y, ¿qué era eso que escribía? ¿Una carta de suicidio? —continuó diciendo el cantinero. Los dos hombres rieron.

Luego de unos minutos en que ambos estuvieron sin decir nada y sin verse, el cliente ordenó el cuarto vaso.

—¿Sabe? —dijo entonces el parroquiano—, no acostumbro compartir intimidades con desconocidos, pero en este momento de mi vida puedo permitirme romper mis costumbres. Además, lo que voy a compartirle es tan curioso que merece que lo sepa: efectivamente, lo que escribía hace rato era mi carta de suicidio.

El cantinero colocó el vaso que había estado secando con exagerado detalle y se dio la vuelta para encarar al tipo.

—Ignoro qué motivos tenga para haber tomado esa decisión, pero no lo haga.
—Vamos, amigo. Usted es cantinero. Seguramente decenas de suicidas ya estuvieron sentados aquí antes confesándole sus planes. ¿Esa es la frase que utiliza?

Bastante trillada y carente de contundencia, si me permite el comentario.

—Le concedo que la frase fue trillada y carente de contundencia. Pero se equivoca en lo otro, ya que nunca antes vino un parroquiano a confesarme que se suicidaría. Quisiera convencerlo de que no lo haga, pero no sé bien a bien cómo hacerlo.
—Ni falta hace que lo sepa y mucho menos que lo aprenda. No se preocupe.

Agradezco el detalle de su deferencia, pero mi decisión está tomada.

—Bueno, pero antes de hacerlo, ¿no me diría por qué quiere matarse?
—Mire, amigo, en la vida existen dos tipos de problemas: los causados por las mujeres y los causados por el dinero. Y yo a mi mujer la amo y ella me ama.
—¿Se suicida usted por dinero? Qué cosa tan ridícula.
—No olvide que el dinero no es importante, sino que lo importante es lo que el dinero nos trae. Ya me ha demostrado que es usted de los que eligen frases trilladas y seguramente ha dicho cientos de veces que el dinero no compra la felicidad. Pero la realidad es otra: el dinero sí la compra. Y lo peor de esto es que la felicidad no se regala, sino que sólo se compra. Así que, sin dinero no hay felicidad.

Golpeó el vaso vacío contra la barra y el cantinero se estiró para tomar un vaso limpio en el cual servirle el quinto trago.

—No, amigo. No ensucie otro vaso. Sírvame de nuevo en este que ya tengo.

Aquí beberé mi última copa.

El cantinero colocó dos hielos en el vaso y le sirvió el güisqui.

—Permítame. La última copa es doble y va por la casa.
—Le agradezco.
—Estoy de acuerdo en lo que dice, pero no en lo que hace. Me está insinuando que no tiene dinero para comprarle felicidad a su familia y ¿su solución es matarse? ¡Los muertos no trabajan! Los muertos no reciben cheques quincenales.
—No, pero las familias de los muertos sí.
—¿Se refiere a un seguro?
—Exacto. ¿Ve qué sencillo es? En unos momentos más me lanzaré frente al primer autobús que vea en la calle. Voy a asegurarme de hacerlo con la cabeza por delante, para que las ruedas me la aplasten y quede yo bien muerto a la primera. En la carta que acabo de escribir le explico a mi esposa mi decisión. Ella entenderá.
—Vaya, parece que lo tiene todo bien planeado.
—Desde luego. Uno se muere sólo una vez. Hay que asegurarse de que salga bien.
—Pero su plan tiene un error descomunal.
—No lo creo.
—Claro que lo tiene: los seguros de vida no pagan suicidios.

El parroquiano abrió la boca porque iba a decir algo, pero no dijo nada. Echó la carta en el bolsillo de la chaqueta y buscó su cartera en el pantalón.

—Es hora de irme. ¿Cuánto le debo?
—Nada. Sólo dígame, ¿a dónde va?
—Eso depende, amigo: si es usted católico, voy al infierno; si es ateo, no voy a ningún lado.
—Escúcheme un minuto. Ya tengo una frase contundente.
—Pretendo mantener mi cortesía hasta el último minuto de mi vida. Así que dígame. Lo escucho.
—De morir usted, su familia podría recibir ese seguro. Pero será una cantidad y nada más. No habrá espacio para el progreso, para la superación. Con usted vivo, quizá mañana no tengan el dinero, pero tendrán algo que es mejor que el dinero y con lo que se puede conseguir más dinero: la esperanza. Tendrán la esperanza de que todo puede mejorar. Y esa esperanza se convertirá en algo tangible y verá usted cómo en unos meses tendrá vida, tendrá dinero y tendrá felicidad.

El tipo volvió a poner la chaqueta sobre el taburete de al lado y tomó asiento.

Permaneció así, callado, con los ojos abiertos pero sin ver nada.

—¿Sabe qué, amigo? Tiene usted razón. Mi esposa me necesita porque yo puedo hacer dinero y hacerla feliz. Me necesita porque me ama. Sírvame otro trago para celebrarlo.
—Estoy para servirle, pero ya no le serviré nada. Váyase a casa. Vaya con su esposa. Vaya a vivir.
—De nuevo tiene usted razón. Y le agradezco. Le agradeceré siempre.

Prometo regresar pronto. Hasta entonces.

Afuera, el Sol lo hizo cerrar los ojos. Se aventó la chaqueta sobre el hombro y empezó a caminar. No vio la roca en el pavimento. Tampoco vio el autobús que bajaba velozmente por la avenida. Su cabeza golpeó el suelo justo al mismo tiempo en que la llanta delantera la destrozaba.

Unos minutos después, el conductor del autobús levantaba con una mano un papel como si se tratase de un trofeo y con la otra sujetaba la chaqueta del muerto.

—¿Lo ven? ¡¿Lo ven?! No me equivocaba: ¡el tipo realmente saltó a propósito frente al autobús!