Tráfico humano: los invisibles

En este ensayo, MaryCarmen Castillo, aclara los distintos conceptos que se mezclan al hablar de la esclavitud sexual con otro, que es de orden laboral y político: «cuando alguien ha dejado de ser un “alguien” para convertirse en “algo”, porque cruzó una frontera y encontró comida y trabajo»: los migrantes.

 

Los inmigrantes no deberían abusar de nuestra hospitalidad, son nuestros invitados, así que deberían respetar nuestras costumbres.

—Zizek, Sobre la violencia

EN EL TÉRMINO «Trata de Blancas» se ha querido meter más de lo que cabe; pareciera que hablamos de esclavitud cuando nos referimos a la gente que trabaja como ilegal bajo condiciones terribles y con sueldos a destajo (es decir, pago por pieza producida, no por hora ni por jornada laborada); personas que con frecuencia se ven obligadas a dormir y comer en el mismo sitio donde trabajan, y que no están en libertad de cambiar de trabajo, por la simple y sencilla razón de que no pueden o no saben en qué van a trabajar, o quién más los van a contratar si no tienen papeles; gente que adquiere una deuda con sus patrones-amos, una deuda no impagable, pero que sí provoca que le descuenten la casi totalidad de su sueldo (la deuda en cuestión es la  suma de su manutención, hospedaje, traslado y otros ítems igual de absurdos); pareciera, sí, que son esclavos; pero no lo son. Tanto si nos parece como si no, el hecho es que en términos puros y duros, el que trabaja de forma voluntaria jamás puede ser un esclavo, por más mal pagado o explotado que se considere. En el momento que podemos abandonar de forma libre y sin represalias nuestro trabajo, somos hombres libres, no esclavos.

Aquí hay un problema que habría que observar muy detenidamente, y no sólo en sus manifestaciones en cuanto «violencia subjetiva», como la llama Slavoj Zizek en su libro Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, sino buscar realmente la violencia sistémica que permea semejante situación; porque sí, claramente, no es lo mismo un trabajador ilegal que labora bajo condiciones terribles, que una mujer que ha sido secuestrada, violada y amenazada, para después ser vendida u ofrecida como regalo en calidad de esclava sexual, situación que llega a extremos terroríficos; en estos casos sí estamos hablando de esclavitud y esto es, de hecho, a lo que se refiere la trata de blancas. Pero, ¿qué sucede cuando alguien voluntariamente abandona al Estado que esgrime la Ley que le daba cobijo, porque bajo esa Ley se moría de hambre o sufría persecución o las oportunidades no eran para él, porque en su país, diga lo que diga la Ley, las oportunidades no son para todos? ¿Qué sucede cuando llega a un país del llamado Primer Mundo y un «vivales» le ofrece el único trabajo que puede desarrollar sin papeles, es decir, sin el permiso, la mirada y la protección de la Ley del país al que ha llegado?

Para su película Biutiful, Alejandro González Iñárritu tuvo muchos problemas para convencer a sus «actores» de que se hicieran los muertitos en la escena donde los inmigrantes ilegales mueren intoxicados por gas butano en el sótano donde los encierran para dormir sus patrones-amos. Y es que los actores, no eran tales, sino que se trataba de trabajadores de una maquiladora clandestina real, a los que González Iñárritu había contratado para que se representaran a sí mismos en la película, tal como lo relata Jordi Soler en su crónica «Babel en Barcelona».

También en México hay maquiladoras, tanto legales –es decir, que pagan impuestos– como clandestinas –o sea, que pagan sobornos–; y aunque las condiciones de trabajo son muy extremas, no se sirven de inmigrantes para hacerlas producir, porque no les hace falta: sobra mano de obra barata e infravalorada mexicana dispuesta a trabajar en condiciones que se localizan sobre los márgenes exactos de la Ley. Y esto hace que no se dé un fenómeno que en países tales como España, EUA o Inglaterra está ya a plena vista de quien tenga ojos para ver, y que las personas que lo han analizado relacionan con la esclavitud: el tráfico humano, tan visible que comienza a aparecer en películas, como parte de la trama.

En el caso de Biutiful, lo que observamos es el estilo de vida de un intermediario, Uxbal, el protagonista, quien se lleva el 50% de todo lo que pasa por sus manos. Él es un desempleado español, lo cual significa que no tiene número de Seguridad Social y, por ende, no tiene acceso al estilo de vida burgués de sus coetáneos que sí tienen empleo. ¿Qué significa tener empleo en una sociedad europea?; significa que se es visible y existente para la Ley, bajo la cual se está sujeto y, al mismo tiempo, amparado por ella. No tener empleo significa vivir en el margen de la Ley, como si la gente desempleada o «marginal» como Uxbal desarrollara su vida caminando por encima de una línea invisible que delimitase la frontera entre lo legal y lo invisible.

Nótese que aquí la dicotomía no es legal / ilegal, pues lo ilegal entra en el terreno de la Ley, como violación; la dicotomía se establece entre lo legal y lo no visible, lo que queda tan fuera del marco de la Ley, que ésta no alcanza a ver a quien ahí se ubica, lo cual es evidentemente muy peligroso en un mundo donde, ontológicamente, el valor que vuelve humano a un ser no está ya dado por su propia existencia en tanto humano, sino que dicho valor se determina por los papeles que la Ley le otorga a un individuo determinado, papeles que avalan su existencia, que lo hacen visible ante la propia Ley y ante sus contemporáneos, otorgándole su condición como humano, protegido y sujetado a determinada Ley.

En Biutiful observamos dos casos de humanos ilegales; el primero es una pareja de senegaleses que no quieren regresar a su país, porque se condenarían a la miseria y al hambre, así que eligen el menor de los males: quedarse en Barcelona como vendedores callejeros de productos fabricados por trabajadores «ilegales» chinos –éste es el segundo caso– en maquiladoras clandestinas, a riesgo de que la policía los persiga, los golpee, los encarcele y, en el peor de los casos, los deporte de regreso a Senegal. La pareja que actúa en la película son, en la vida real, senegaleses que han trabajado como «ilegales» en España y a quienes González Iñárritu contrata para que se representen a sí mismos, casi literalmente, ya que ambos viven en un «edificio okupa» tanto en la realidad como en la ficción cinematográfica, por lo cual González Iñárritu usa el edificio en su película para filmar un par de escenas; el edifico, pues, en efecto existe y está habitado por marginales, parias e inmigrantes.

Este asunto de los «papeles» suena extraño a los oídos de quienes vivimos en nuestro propio país y no nos hemos enfrentado con el abandono de la Ley, con el desamparo al que se ve reducido aquel que deja su país; y es que los «papeles» que en un país valen todo, para el Estado vecino no valen nada, y el problema es que se vuelve un problema ontológico, pues la persona descubre rápidamente que sólo por estar viva, su ser debería tener un valor intrínseco, pero que en realidad, no tiene ninguno; descubre que su existencia no tiene ningún valor. La vida de un ser humano, por sí misma, se vuelve frágil y cuestionable, cuando no está avalada por la Ley, que muda de cara cada vez que se atraviesa una frontera política.

¿Qué gente es capaz de ejercer tanta violencia, en tantos niveles, sobre otros seres humanos?, ¿qué clase de sociedad avala semejante conducta ética?

En realidad, cualquiera. Es decir, cualquiera de nosotros, en cualquier sociedad.

Si consideramos que Emmanuel Levinas tenía razón y el acto ético se define como el movimiento que se hace en dirección hacia otro que me mira, es decir, como el acto de hacerle lugar al otro, en mi propio espacio, como un igual, nos vamos a encontrar con el problema de que en nuestras sociedades actuales, la regla no es la igualdad sino la diferencia jerarquizada; me explico: en nuestros Estados políticos, los que son Iguales entre sí, son Iguales ante la Ley, lo cual en las leyes de cada país se reduce a «todos somos iguales ante la Ley». Así, pues, sí; no hay mentira; pero sólo los que son visibles ante esa Ley.  Los invisibles no cuentan.

Los invisibles están en peores condiciones que los homo sacer, porque aun estos se encontraban contemplados por la Ley romana; los judíos y gitanos y homosexuales en los campos de concentración nazi existían ante la Ley hitleriana, como enemigos, como infrahumanos, pero visibles, humanos aunque «infra», existían ante una Ley diseñada para eliminarlos, Ley que tras la guerra mutó y cambió de bando, lo que permitió los juicios y ejecuciones post-guerra en contra de varios nazis, acusados de «crímenes contra la humanidad». Aun los parias e intocables de la India tienen lo que en nuestras sociedades entendemos por «libertad», esto es, derechos civiles y políticos: tienen derecho a trabajar, a estudiar, a ser atendidos en las salas de Urgencias; cierto es que la desigualdad de oportunidades y la mezquindad en la calidad de los servicios es brutal, pero al menos existen y pueden exigir estos servicios de su Estado.

El caso más extremo de exclusión social en nuestras sociedades, es el presidio, sobre todo si se sufre en algún país como México, donde los derechos civiles y políticos, de por sí frágiles y risibles, desaparecen en el momento mismo en que uno cruza el portón de un reclusorio… para encontrar que adentro existe una Ley, inamovible, absoluta e inviolable, mejor cimentada que cualquier Ley entre ciudadanos libres.

Los inmigrantes que trabajan ilegalmente –lo cual los convierte automáticamente en ilegales e invisibles–, no están «fuera de la Ley», porque un «afuera» obligaría un «adentro» y la Ley existiría también para ellos, como existe para Uxbal en la película. No, para el inmigrante ilegal, no hay Ley; no hay libertad en tanto derecho civil, porque no es ciudadano de ningún Estado, no hay civitas para él: es un traidor; uno cuya existencia nadie avala. Es invisible. Para él no hay ética, porque no es posible reconocerlo como un «otro» y, por ende, es imposible también hacerle un lugar en mi espacio. Es un «otro» tan diametralmente no-igual, tan no-mismo, que no puedo reconocerlo como «otro» en tanto similitudes y diferencias con respecto a mí mismo.

Para poner esto en términos comprensibles, las palabras que usaría una persona cualquiera, ni buena ni mala, normal, mexicana, serían: «Ése no es de aquí: no habla español; no le entiendo ni me entiende; usa ropa extraña; no tiene trabajo» y el temor es, por supuesto, que se le dé a ese «extranjero» un trabajo que debería ser para «nosotros»: el único «otro» aceptable es el que es parte del nos-otros. Ése, que no es un Nosotros, que ni siquiera es parte de un Ustedes porque no puedo interpelarlo ya que no me entiende, ése que se vaya a su país o a ver a dónde. Pero en Europa o en EUA o entre los poderosos de China, ciertos trabajos no los haría nadie con dignidad; así que se vuelven trabajos indignos para gente sin dignidad, es decir, sin una Ley que los avale. El error consiste en suponer que la Ley y la Justicia van de la mano; que no hay Ley sin Justicia, cuando en realidad la Ley es, al final del día, la del Capricho de quien la aplica, nunca a título personal, sino en representación de la propia Ley, así de tautológico, contradictorio y absurdo como suena.

Y el inmigrante tolera este trato, por muchas razones: porque no está dispuesto a regresar, porque quizá las condiciones en el nuevo país no son tan malas como en el suyo (el documental La pesadilla de Darwin puede dar mucha luz respecto a las condiciones de las que muchos inmigrante van huyendo) o porque sus nuevos amos han seguido al pie de la letra los consejos del esclavista Lynch: «mantengan a los esclavos físicamente fuertes, pero psicológicamente débiles y dependientes del dueño»; y aunque los trabajadores inmigrantes no son, como ya quedó demostrado, esclavos, sí se usan con ellos las mismas prácticas, con la ventaja de que, como no son esclavos, el amo no se esclaviza a ellos, pues no hay propiedad legal de por medio, sino que son simples trabajadores y él como patrón se puede deshacer de ellos cuando quiera, mediante el simple (y legal) procedimiento de despedirlos.

Además, habría que considerar que un inmigrante es alguien que ha «quemado sus naves»; Hannah Arendt  lo dice mejor y con mucha mayor claridad en su ensayo Nosotros, los emigrantes: «Al perder nuestro hogar perdimos nuestra familiaridad con la vida cotidiana. Al perder nuestra profesión perdimos nuestra confianza en ser de alguna manera útiles en este mundo. Al perder nuestra lengua perdimos la naturalidad de nuestras reacciones, la sencillez de nuestros gestos y la expresión espontánea de nuestros sentimientos», mientras que personas francesas declaraban respecto de los africanos inmigrantes: «que acepten nuestras costumbres o se vayan a su tierra»; pero ¿y si no hay tierra a la cual volver?; cuando has perdido tu profesión, tu lengua, tu valor personal como individuo útil y te has vuelto invisible, ¿es esto, algo de todo esto, recuperable?

A fin de cuentas, la exclusión se encuentra siempre en una relación pendular con la inclusión: para estar «aquí» es indispensable NO estar allá. Suena obvio, pero para los seres humanos ilegales (término políticamente incorrectísimo porque hace quedar mal a Derechos Humanos hasta el punto de dejar a la vista su absoluta inutilidad), cuya existencia transita entre fronteras siempre móviles, los bordes que delimitan el espacio –tanto simbólico como físico- donde pueden estar y aquel donde no deben estar, han de observarse con mucho cuidado, pues, igual que en prisión, una nueva Ley se instaura entre los marginados e invisibles, donde todos saben quién es qué cosa, todos saben que nadie los va a defender de ningún otro, y todos y cada uno sabe que su supervivencia depende de saber siempre dónde deben estar y dónde, por ende, no deben detenerse ni hacerse visibles.

Entonces, ante el problema del tráfico humano, posible únicamente a causa de la pérdida ontológica de valor intrínseco, o para decirlo en otras palabras, donde la vida no tiene ningún valor por sí misma, sino que su valor deviene de un reconocimiento político-legal, lo cual a su vez imposibilita al ciudadano promedio un actuar éticamente ante un inmigrante y hacerle un lugar como un «otro», pues no es capaz de reconocerlo como un igual, ni siquiera en potencia, se hace forzoso plantear toda una serie de cuestionamientos que mantengan abierta la reflexión, que no obturen ni zanjen la cuestión con ideas absurdas tales como programas asistenciales o firmas inútiles a favor de una causa de antemano perdida.

Así, pues, desde una postura ética que pretende abrir un espacio a ese otro que debe ser visible sólo por ser humano, tenga o no papeles, tenga o no nacionalidad, tenga o no una Ley que lo ampare, y aunque sea sólo en un nivel simbólico a través del lenguaje, pensemos:

Cuando alguien ha dejado de ser un «alguien» para convertirse en «algo», porque cruzó una frontera y encontró comida y trabajo, pero también encontró un mundo de máquinas y papeles en los que si el individuo no está, no importa, porque todos somos reemplazables (y con frecuencia, desechables) y la Máquina con su Ley seguirá funcionando independientemente de quien encienda el interruptor, un mundo donde la existencia humana no vale nada por sí misma, ¿es recuperable el sentido ontológico de ser, es recuperable una brújula ética que incluya la noción de libertad, de valor intrínseco en tanto ser humano?, ¿es recuperable la confianza en otros cuando has caído en manos de un Uxbal, que no es mala persona pero sí uno que se ha aprovechado de tu condición ilegal, que también es un marginado, pero no un invisible?; ¿es recuperable la confianza en otros cuando te ha explotado y casi esclavizado alguien que viene de tu propio país, pero que sí tiene «papeles»?

Y más importante que todo lo anterior: el que fue invisible, ¿puede volver a ser visible? ¿A costa de qué?~

Bibliografía
1. Arendt, Hannah, Sobre la revolución, trad. Pedro Bravo, Madrid, Alianza, 2004 (El libro de bolsillo/ Ciencias Sociales/ Ciencias Políticas, 3426) 399p.
2. Arendt, Hannah, “Nosotros, los emigrantes” en Tiempos presentes, trad. R.S. Carbó, Barcelona, Gedisa, 2002. 9-22pp.
3. Levinas, Emmanuel, Totalidad e infinito, trad. Daniel E. Guillot, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2002. 315p.
4. Zizek, Slavoj, Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, trad. Antonio José Antón Fernández, Buenos Aires, Paidós, 2009 (Contextos, 52141) 288p.

Fuentes electrónicas
1. Soler, Jordi, “Babel en Barcelona” en El País: http://elpais.com/diario/2009/03/15/eps/ 1237102014_850215.html
2. “Contra la esclavitud del siglo XXI”: http://economia-hoy.blogspot.mx/2010/10/contra-la-esclavitud-del-siglo-xxi.html

Videografía
1. Biutiful. Dir. Alejandro González Iñárritu, México/España, Menage Atroz/Mod Producciones, 2011.