Escuelas que no sirven
Un texto de Édgar Adrián Mora
De cemento son las cuadras, de ladrillos las bardas,
veteranos adultos con largas barbas,
[…] si ves oscuro, no te metas;
y si está alumbrado, mejor date la vuelta.
Si entras es mejor que te defiendas,
aquí la bandera blanca nos importa una mierda.Vieja guardia, “Primero mi familia”
LLEGÓ TATUADO DE la cara y cargando una mochila. A su lado un acompañante cargaba un paquete con ocho rollos de papel higiénico.
—Traigo algo pa’ la banda —nos dice.
Y de su mochila salen latas de atún, de sardina, bolsas de frijol y arroz, una lata de leche en polvo.
—Gracias —dicen los muchachos de la mesa de acopio y se ponen raudos a separar la donación del muchacho de acuerdo a la naturaleza de los productos.
Los profesores que estamos en el lugar nos acercamos con los marcadores Sharpie para inutilizar los códigos de barras y anotar la leyenda: “Donación Sismo 2017” sobre las latas y las bolsas de plástico. Y el muchacho tatuado, el de la mochila gastada que vale mucho menos que el contenido aportado, desde el anonimato de donde vino, desaparece.
Los plumones escriben sobre algo que ya viene marcado con antelación. Con tinta de pluma atómica vaciada sobre los contenedores de algo que se volverá esperanza y consuelo momentáneo. Al otro profe y a mí nos llaman la atención los signos dibujados y escritos sobre las latas. Estrellas y pentagramas. La palabra “Satán”, o algo muy parecido, escrita-garabateada entre salpicaduras de tinta que nos dejan de manera automática las manos manchadas. Tatuajes del lado oscuro. En mi mente suenan los riffs de una tonada de speed metal hasta que un reguetón hace interferencia.
Llega en una motocicleta ruidosa. De las que salen a plazos en la tienda de los abonos chiquitos. Lo reconocí porque, cuando doy clases los viernes, convoca desde el tramo de calle frente a la escuela a sus compinches de juerga, de fiesta, de perreo. El ruido del motor del bípedo es el timbre que anuncia el final de la jornada semanal. Los muchachos y las muchachas sentados en las mesas blancas de las aulas se retuercen inquietos. Ya tú sabe’, de aquí a la cahuama, el gallito, el baile, la mona, la música a todo volumen. Ya sea en la casa de alguno cuyos padres tienen una permisividad adecuada a sus reminiscencias juveniles o en el auto que alguno de ellos ha rescatado de la chatarrización y lo hace rodar como si del último modelo de Ferrari se tratara. Si no hay casa ni coche, la calle es fiel aliada. Como lo fue de sus padres y quizá de sus abuelos. De sus bisabuelos no, porque ellos, una gran mayoría, llegaron “del pueblo”, no eran de la ciudad, no eran del barrio. Pero lo construyeron con sus manos. Arrancándole pedazos habitables a las barrancas al lado de ríos que los viejos añoran límpidos. Santa Fe en ese entonces, dicen, era unos basureros enormes. Nada que ver con los rascacielos corporativos o las universidades privadas que llegaron a establecerse en las últimas décadas del siglo XX en la zona.
—¿A dónde lo van a llevar? —pregunta el muchacho que, algunos otros de mis estudiantes, no dudarían en llamar “chaka”, por chacal, por barrio, por pobre, por reguetonero, por tepiteño, por presunto delincuente. Pero esta vez no dicen nada. Estoy seguro de que en su mente hay una sacudida del prejuicio que los hará dudar la siguiente vez que estén tentados a expresar tal vocablo. En mi mente ocurre de manera simultánea esa sacudida. Desaparece de manera súbita el resentimiento por haber interrumpido mi clase sobre Shakespeare y el Renacimiento con sus rugidos motorizados y sus versos de Daddy Yankee.
—Todo se administrará desde el centro de acopio del gobierno de la ciudad —alguien le informa.
—Chido, nomás no se lo vayan a chingar los putos políticos.
Y saca del piso de su motoneta un paquete de botellas de agua de 400 ml. Lo entrega y después, como un vaquero que retorna al llano (su bisabuelo quizá lo fue), sube a su motoneta y la hace rugir mientras se aleja de esta moderna taberna urbana. Hay un silencio que se extiende por lo que llaman “la avenida”, la calle Jalalpa Norte. Estamos en la puerta de la preparatoria “Gral. Lázaro Cárdenas del Río” unos días después de que un sismo sacudiera a la ciudad y la pusiera a moverse y a pensar. Aquí seguimos.
La gente de la zona le llama “La prepa de Jalalpa”. Los burócratas del Instituto de Educación Media Superior del DF (hoy marketera CDMX), al cual pertenece, la denominan para efectos prácticos “la Álvaro Obregón I”, por denominar la delegación en la cual se asienta y por ser la primera en ser puesta en operación en esta demarcación. Su nombre oficial es el del Tata Cárdenas, aquel que representa para algunos al último mejor presidente de la república que este país ha tenido y, para otros, el inicio del sistema de partido único y corporativo. Muchos, divididos entre quienes la nombran así con afán despectivo y quienes han adoptado el apelativo como una forma cariñosa de referirse a su alma máter, la llaman “la Pejeprepa”.
El último nombre refiere al fundador del sistema de bachillerato del gobierno del, en aquel momento, Distrito Federal: Andrés Manuel López Obrador. El Peje de gobierno. Durante mucho tiempo, incluso después de tres administraciones posteriores, la memoria colectiva conserva la denominación de origen de la escuela. Creadas para otorgar oportunidades de equidad a la educación media superior, las preparatorias fueron ubicadas en zonas de alta marginación social en casi todas las delegaciones políticas. El primer plantel, “Iztapalapa I” (y al único que no se le ha impuesto el nombre de ningún prócer patrio), fue erigido en lo que eran las instalaciones de la antigua Cárcel de Mujeres de la ciudad. Lo que le otorga un valor simbólico e histórico del cual es difícil desprenderse. A lo largo de los años y con el auge de la violencia asociada al crecimiento del crimen organizado en el país y que, paulatinamente, está alcanzando a la flamante CDMX, estas escuelas se han convertido en un dique y refugio que ha impedido que una buena cantidad de jóvenes se dediquen al ocio improductivo o, sin más, se integren a las filas del crimen organizado, o el narcomenudeo, que en estas zonas suele ser el primer paso.
¿Quiénes llegan a sus aulas? Los que son favorecidos por un sorteo, mecanismo que se ha concebido como el más justo dado el hecho de que la demanda de educación de este nivel sobrepasa a la oferta que puede sostener el sistema público. Con los años cada vez son más los muchachos que ven a estas escuelas como la primera opción para seguir estudiando. En general, aterrizan en este sistema aquellos que han sido “rechazados” de las primeras opciones de preferencia del examen de colocación implementado por la Comisión Metropolitana de Instituciones Públicas de Educación Media Superior (el temido COMIPEMS) y que no consideran atractivas las opciones que la Comisión les ofrece. Quienes no pueden entrar a las prepas de la UNAM o los CCH’s, o quienes no son aceptados en las Vocacionales del IPN, eligen en muchas ocasiones ingresar a las prepas del gobierno de la ciudad.
Y entonces se constituye una población que en gran medida está formada por chicos que no dieron los mínimos para acceder a educación pública de calidad, eufemismo con el que se califica a las instituciones que garantizan continuidad hacia la educación superior y que cumplen, merced de los años y la inversión hecha en ellas, con altos estándares en su oferta educativa. Así llegan muchachos que no saben escribir más allá de la reproducción fonética de las palabras, con conocimientos menos que básicos en áreas matemáticas o de ciencias, y con deficiencias importantes en referencias culturales.
La marginación no es sólo económica, es un proceso cíclico que incluye el capital cultural: el acceso a libros, a películas, a obras de teatro, a conciertos de música (culta y popular), a escuelas de artes, a visitas a museos. Estas zonas son un páramo en donde reina la televisión privada de señal abierta y, en contados casos, la de cable de menor costo. En la encuesta que algunos profesores aplican para conocer los hábitos culturales y de entretenimiento de los estudiantes de nuevo ingreso privan los “No” como respuesta a preguntas tales como “¿Hay libros en tu casa?”, “¿Has ido alguna vez al teatro?”, “¿Acudes al cine al menos una vez al mes?”. Sin embargo, las respuestas a preguntas que refieren al acceso a contenidos televisivos son en muchos casos sorpresivos; por ejemplo, la respuesta de un cuestionario en el último proceso de ingreso, el 2017-2018A: “¿Cuántos aparatos de televisión hay en tu casa?” Respuesta: “Siete”.
G era un dealer. Un día su padre, un hombre bragado en el barrio, de cara tostada por el sol y manos gruesas y callosas que acusan el trabajo manual llegó hasta mi lugar de trabajo. Yo era el tutor académico de G. Es decir, quien se entiende de inscripciones, avisos, seguimiento académico y mediaciones entre los distintos elementos que conforman la escuela.
—Sólo le vengo a avisar que mi hijo no vendrá durante dos semanas.
—¿Qué le pasó?
—Lo de siempre. Lo madrearon en la calle y no puede ni pararse. Me pidió que le avisara para que les diga a sus maestros que no ha abandonado, que piensa regresar.
Después supe que a G le habían cobrado una cuenta antigua de cuando administraba la esquina que daba a una de las calles de tránsito más pesado. Le llegaron entre varios, él se quiso defender pero era imposible por la superioridad numérica. Le dejaron varias fracturas y la cara destrozada. Las fracturas debido a las patadas que le dieron cuando cayó al suelo y la cara porque uno de los agresores usó una gruesa hebilla de cinturón para que no se le olvidara pronto el reclamo. Años después de eso, las cicatrices todavía son visibles en algunas partes de su rostro.
—Sí vendí, profe. Resto. Pero ya no hago eso. Desde hace mucho.
Le importa que le crea. Y le creo. Entonces me cuenta lo que era la odisea de ir hasta Tepito por “la merca” y transportarla hasta el barrio. Al principio lo llevaron, después se aprendió el camino y solito llegaba. Pero luego lo quiso dejar y le reclamaron deudas, según él, inexistentes.
—Los mandé a la verga. Pero, ya ve, me los volví a topar.
Le tomó el gusto a la lectura. Se volvió aficionado a los libros de Eduardo Galeano y leyó la mayoría de su obra. Citaba partes de Las venas abiertas de América Latina cuando discutía acerca de la manera en cómo la pobreza era algo cuyas causas iban más allá de “lo que quería Diosito”. Con otros compañeros de su generación dieron vida a un fanzine que se distribuía de manera gratuita a los estudiantes del plantel. Se sentía orgulloso de haber inventado el nombre: El café. Acompáñalo con letras.
Hizo su trabajo recepcional sobre las ideas de Julio Cortázar con respecto del cuento (aquello del nocaut y los puntos). Cuando egresó conservamos el contacto; es imposible no hacerse amigo de algunos exestudiantes. Ingresó a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, otro proyecto que vio la luz durante la administración obradorista. Se dio el lujo de cursar dos licenciaturas de manera casi simultánea: Comunicación y Cultura y Creación Literaria.
Sigue en el barrio. Vende libros a veces. Actividad que combina con un trabajo formal en la burocracia del gobierno de la ciudad. En la delegación Tlalpan. Es uno de los primeros que me manda un mensaje tremendo en las horas siguientes al temblor del 19 de septiembre: “En Tlalpan muy mal. Se cayó una escuela de cuatro pisos. Está terrible”. Se refiere al Colegio Rébsamen. Una de las edificaciones que colapsaron y de las cuales, entre sus restos, se buscaban personas. Niños en este caso. Ahí estuvo G. Atestiguando la tragedia. Dos días después escribe en su perfil de Facebook: “Sólo alcanzó a mirar su sombra desde una imperfecta esquina,/una hora, una imperfecta semana,/sólo alcanzó a ver la mirada extraviada de un perro callejero,/sólo alcanzó a ver la sombra de una rata enseñando los dientes amarillos./Sólo alcanzó a ver una sombra que, a lo lejos,/me mira señalando mi destino, mi camino, mis pasos desgastados./Sólo alcanzó a ver una sombra de una desdicha que ya no está,/ porque sólo era una sombra que se disipó en una soledad ajena a la suya”.
Hay cicatrices que no se llevan en el rostro.
Las administraciones recientes han abandonado el proyecto del bachillerato del gobierno de la Ciudad de México. Han intentado abrir nuevos espacios que sustituyan o compitan con el del IEMS. Sus fracasos no son tan estrepitosos porque el número de planteles es ínfimo. Uno en el mero barrio bravo de Tepito que acusa subcontratación de personal y profesores con sueldos y condiciones laborales siempre en la precariedad. Dos bachilleratos universitarios, lanzados en la actual administración, han tenido una suerte similar: presentación con bombo y platillo y, después, abandono paulatino debido a la complejidad que implica administrar escuelas en las condiciones que el gobierno central plantea.
Año con año se regatean los recursos para mantener las veinte prepas a flote, a pesar de que la retórica oficial apunte: “la educación es una de nuestras prioridades”. Año con año hemos visto aparecer en las paredes de las prepas avisos como: “no hay hojas para imprimir, si tienes que hacerlo trae tus propias hojas”. O vemos cómo los equipos de cómputo se vuelven obsoletos: máquinas beiges con monitores gordos que todavía conservan ranuras para disquetes de 3.5 pulgadas, proyectores que lanzan manchas sobre la pantalla y no se pueden enfocar. Bibliotecas con acervos que no han sido actualizados en los últimos años y donde prevalecen libros que tienen muy poco que ver con la promoción de la lectura.
El ataque es comprensible desde la oposición partidista al gobierno de la ciudad. Lo ven como un botín político. Como escuelas de formación y cooptación de votantes, a pesar de que en las aulas nunca se ha permitido la propaganda política proveniente de ningún partido. Lo que no se comprende es el abandono por parte del gobierno central cuya agenda cacarea como cercana a los que menos tienen. La voluntad aparente de querer ahogar a un sistema que sigue representando la única vía de seguir en la escuela para un importante número de jóvenes capitalinos.
Las voces de los políticos de oposición se escuchan fuerte cada vez que una demanda salarial o de mejores condiciones de operación obliga al cierre de las escuelas. “Sus niveles de deserción y reprobación son altísimos” y se lanzan a dar cifras espectaculares sin advertir que esa crisis es característica no sólo de estas escuelas sino del sistema de educación media superior en general. Y no sólo en la Ciudad de México, sino en el país entero.
“Esas escuelas no sirven”, lo dicen desde su curul, su tribuna, su red social. Esa en la cual presumen ser egresados de escuelas particulares en las cuales no se pide a los maestros llevar sus propias hojas para imprimir.
“Esas escuelas no sirven”, repiten y cabecean sus notas los diarios que al día siguiente saldrán a prevenir del despilfarro de recursos.
B, una de las mujeres más valientes que he conocido en mi vida, llegó un día hasta las puertas de mi cubículo. Me dijo que abandonaría las clases porque al padre de su pequeña hija no le gustaba que siguiera estudiando y porque alguien tendría que atender al retoño de ambos. Me lo dijo como una confidencia vergonzosa. Como si en ese comunicado hubiera un llamado de auxilio que requería atención inmediata. Tenía sólo cuatro semanas en ese lugar, una preparatoria gubernamental que atendía a una población que había sido (que es) marginada no sólo social sino también culturalmente, y ya comenzaba a cuestionarme si había sentido en el hecho de haber tomado la encomienda de enseñar literatura a un grupo de jóvenes que en su vida habían tomado un libro entre sus manos. Eso ya era demasiado como para, aparte, tener que sentirme obligado a dar explicaciones o consejos. Miré por la ventana y vi pasar dragones verdes con enanos irreverentes que los cabalgaban. Microbuses que tenían por vocación el ruido. Talento y harta voluntad para cumplir su cometido. B seguía esperando una respuesta. Yo seguía viendo microbuses.
Entonces ella lanzó un suspiro y emprendió el camino hacia la puerta, la miré avanzar con pasos lentos y que presagiaban que la derrota se había dejado caer en sus hombros con saña infinita. B era una estudiante inteligente, con una disposición que había truncado un embarazo no planeado cuando apenas entraba a la mayoría de edad, y un futuro trunco que ese día se le confirmaba. ¿Y tú qué quieres?, me atreví a preguntar. Sentí un hueco en el estómago. Un amago de agrura que se hizo realidad obligándome a tragar saliva con rapidez. Ella se detuvo y volvió la cabeza lentamente. Sus ojos habían enrojecido. Su voz se había ido al fondo de su estómago. Se mordió los labios (escondió los labios dentro de su boca) y estuvo así durante un buen rato. Yo la miraba y no sabía más qué decir. Ella levantó la cabeza y amenazó con hablar, pero no lo hizo. Después de un rato dijo que quería estudiar. ¿Y por qué quieres estudiar? Le dije siguiendo una inercia ancestral a la que no nos podemos resistir. Porque sí. Respondió. Después quedamos en silencio durante un largo rato. Nuevamente tomó el camino de la puerta, pero esta vez sabía con claridad qué era lo que quería. La seguridad se le afirmó en los dos años siguientes en que seguí viéndola casi a diario. Es uno de los consejos más eficaces que nunca he dado.
B se certificó con un ensayo sobre La reina del Sur, el libro de Arturo Pérez-Reverte. Los libros lo encuentran a uno. Ni duda cabe. En esas páginas, B encontró un reflejo de lo que ella había encontrado por caminos distintos: su propio destino. Escribió: “El camino lo debía de recorrer sola, por primera vez y el miedo no es alentador, lo malo no es siquiera esperar al destino, sino todo aquello que era capaz de imaginar mientras esperaba. Tratando de elegir de algún modo. Muchas veces confronté a la B de antes con la de hoy, era como verme en muchos espejos, y cada uno de ellos estaba dispuesto a gritar mis errores, a marcar mis virtudes. Siempre con la única esperanza de que al amanecer aquella B indiferente, cobarde y miedosa quedara enterrada o prisionera de cualquier otro lugar. Busqué nuevas perspectivas de vida, de mi vida. Y las encontré”. Y más adelante: “Así he podido comprobar que la mujer, y yo misma, en todo tiempo y lugar, es capaz de ponerse metas y cumplirlas, sin descuidar su feminidad ni los roles que la sociedad impone. Esto al combinar su inteligencia con sus habilidades. Teresa Mendoza lo hizo, a pesar de ser un personaje de ficción. Teresa es prueba de lucha y de un guerrear incansable para encontrar un lugar donde la dominación masculina tiene todo el poder; ahora bien, en el mundo real las cosas no varían mucho, se trata de saber a ciencia cierta qué es lo que se desea y anhela. Simone de Beauvoir, Rosario Castellanos y Virginia Woolf tenían razón al decir innumerables veces que el cambio de actitud y de forma de pensar no está en la sociedad masculina, sino en la femenina. Una mujer debe dar rienda suelta a las virtudes que tiene y aceptar el reto de recorrer el camino del héroe para resurgir como ave fénix: elevándose de las cenizas de esta vida para convertirse en quien ella misma quiera ser”.
Un día, animado por la manera en cómo B había logrado establecer la conexión entre su vida y una obra literaria, subí un fragmento de su ensayo a mi blog. La casualidad cuántica y digital hizo que la gente que maneja la página oficial del escritor encontrara las palabras de B y las publicara en la portada de las notas que referían a ese libro del ahora integrante de la Real Academia de la Lengua. Me entusiasmé y se lo comuniqué de inmediato. Me mandó un mensaje que decía: “Es un regalo magnífico. Sé que no me puede ver pero estoy llorando en este momento. No me arrepiento de nada. Gracias”. Yo le agradecí a ella. En este camino las graduaciones ocurren de los dos lados.
Frente a los chicos brillantes, que encuentran su vocación, su camino, hay una mayoría que no lo consigue. Que acude a clases por inercia. Los padres los mandan porque no quieren verlos de ociosos en su casa, o con la banda en la calle, o porque requieren un sitio confiable que funcione como guardería. Muchos abandonan porque su resiliencia es mínima. Su tolerancia al fracaso inexistente. A veces regresan después de un par de años porque la vida real les ha mostrado que necesitan el certificado para aspirar más que a un trapeador y un cubo de agua sucia. Lo intentan otra vez, a veces lo consiguen; otras, sólo confirman su falta de pertenencia a un mundo que los expulsó desde hace décadas.
A Y nunca le dijeron que la b tiene un sonido distinto a la d, por eso la pancita va del otro lado. Tampoco le dijeron que había letras mayúsculas y que al menos se debían utilizar para escribir su nombre. Le ocultaron que las líneas de los cuadernos sirven para tener una referencia y escribir derechito. Y intenta sonreír cada vez que la anotación es enunciada. La r de Y es orgullosa y voltea el cuello hacia el otro lado (el izquierdo) aunque busque escribir (representar) el mismo sonido. Y está lleno de suspiros. Es algo que se contagia. No se puede contener el aliento cuando mira la hoja de cuaderno escrita a la mitad y llena de las heridas inclementes del lápiz de corrección. La composición de Y tiene el nivel de una redacción de nivel básico. Segundo o tercero de primaria, según los programas de la Secretaría de Educación Pública. Pero Y no lo sabe. Porque nadie se tomó el trabajo de decírselo. Terminó la secundaria y llegó a la preparatoria. Y el maestro tampoco halla las palabras para decirle todo lo que los demás le han ocultado. Y mira la hoja borroneada y la cara descompuesta del profesor de Lengua y Literatura. Nadie dice nada. Los dos saben lo necesario. Las pupilas de Y comienzan a temblar. Sabe que en algún lugar y en algún momento alguien se olvidó de mencionarle dos o tres cosas. El maestro también está angustiado. ¿Cómo recuperar siete-ocho años de retraso escolar? Parece una misión imposible. Y lo es. El futuro de Y resulta finalmente el control de hojas por colores, tamaños y formas. En un Verificentro en donde a diario mira pasar los autos a los que con seguridad nunca tendrá acceso de propiedad. El profesor lo mira mientras las llantas chirrían en el aparato medidor de emisiones contaminantes. Intenta convencerse de él que no le ha fallado a Y. De que fue el sistema el que le falló. El sistema educativo. El sistema político. El sistema de medios de comunicación. El Sistema. Y en cierto sentido tiene razón. Piensa que al menos ha podido encontrar trabajo. Y se da cuenta de lo mezquino de su pensamiento cuando lo ve escribir “deτificasion”.
Lo sentimos todos. Era imposible no hacerlo. La estructura del edificio se cimbró y el techo de acrílico comenzó a golpear contra la estructura metálica del cubo de las escaleras. Poco más de una hora antes se había llevado a cabo el simulacro que conmemoraba el sismo que había ocurrido 32 años antes. Pero esta vez no fue un ejercicio. Lo mostraban las caras asustadas de adultos, jóvenes y algunos niños que se encontraban en el patio de la escuela designado como zona de seguridad. Desconcierto total. La comisión de Protección civil del plantel, junto con los agentes de policía, se dieron a la tarea de revisar si existía algún daño considerable. Determinaron que no era así, pero la coordinadora anunció que las clases se suspendían por ese día en virtud de que comenzaron a llegar informes preocupantes de otras zonas de la ciudad. Nadie se imaginaba, en ese patio, que la situación se tornaba desesperada en ese mismo momento para otras personas que estaban a escasos kilómetros de nuestra posición. Alguno se permitió, incluso, el chistorete: “Ay, güey, ahora sí le invirtieron a los efectos especiales del simulacro”. Poco después la estampida hacia la casa. A enterarse del desastre. A corroborar la suerte o la tragedia.
Por la tarde la ciudad se había movilizado. En búsqueda del rescate de sobrevivientes en los edificios que habían colapsado. Otros traían noticias de la familia que en Puebla, Morelos o Oaxaca había sufrido también los embates de la Tierra. A mi buzón llegó un mensaje urgente de estudiantes: “Necesitamos ayuda para llevar a Santa Rosa Xochiac en Cuajimalpa. Muchas casas se cayeron y se requieren brazos y despensas”. Sin intermediación de autoridad alguna, los muchachos se organizaron, fueron, ayudaron y retornaron transformados y en búsqueda de formas para seguir colaborando. Veo a las chicas de otro grupo que me dicen: “Profe, le mandamos la información y publíquela en su muro de Facebook y en la página de la prepa: mañana nos vamos a Santa Cruz, Xochimilco a entregar donaciones y a ayudar a la gente. Les fue muy mal. Por ahí dígales que si alguien desea cooperar estamos recibiendo ayuda en la colonia Golondrinas, Segunda Sección, en la calle San José Capula en Álvaro Obregón”. Prestan su casa, sus brazos, el auto de sus padres. Su vida.
Al día siguiente, exalumnos que estudian en la Ibero (becados por el programa “Si quieres, ¡puedes!”), en la UNAM, en la UACM, en la UPN me cuentan sus experiencias. Múltiples, distintas. Pero todas con el común denominador de que en todas ellas han sido protagonistas de las brigadas de ayuda, de la remoción de escombros, de la organización de los camiones que con víveres salen hacia Morelos, hacia Puebla, hacia las zonas más alejadas de la Ciudad de México en donde las cámaras de la televisión no han podido, o no han querido, entrar. Una egresada de la Normal Superior me pide que entre mis contactos le consiga hojas, revistas viejas, pegamento. Me dice que ha organizado a sus compañeras y quieren ir a los albergues a hacer talleres con los niños. A intentar que olviden por un momento el terror que han vivido.
No afirmo que esa solidaridad desbordada se deba a que fueron a la escuela, a esta escuela. Pero creo que la promesa de “educación crítica, científica y humanística” ha calado hondo y se ha realizado en varios de ellos. No soy de los ingenuos, o de los optimistas, que creen que la educación va a cambiar al mundo. No mientras las condiciones de acceso a las oportunidades de crecimiento sean tan inequitativas. Pero sí estoy seguro, lo he visto, que la educación puede cambiar el mundo de a uno en uno. El mundo interno, la concepción del lugar que se ocupa en éste.
Mi seguridad se refuerza cuando miro la fotografía de los muchachos entregando víveres y conduciendo carretillas llenas de escombros. Serios, conscientes de la importancia de lo que hacen. Mañana volverán al barrio y serán otros. Los mismos pero distintos. Eso parece anunciar la fotografía del recuerdo en donde, frente a ese auto que atesora historias de juventud, reguetón y desmadre, posan con una sonrisa satisfecha. La sonrisa del que se sabe digno y útil. Uno de ellos, sentado en el suelo frente a la parrilla del desvencijado Tsuru, sonríe mientras sus manos hacen un ademán que es seña de identidad de pandillas, de bandas, de clicas, de crews inmemoriales. Miro esa foto y esos rostros por un largo rato. Sonrío mientras contengo la emoción y sólo pienso: Chingón, lo hicieron.~
Estremecedor…
¡Gracias por tanto!