Antídoto ante el desasosiego

Un texto de Myrtha Olivares

 

CUANDO NOS ALEJAMOS un poco de la cotidianidad, corremos el riesgo de desagregarnos de la sensibilidad gregaria y llegar a destiempo hasta al más frío de los calores humanos, pero nos añade a su vez, algo que no había asimilado hasta leerme en Pessoa, lo que él diría: el sentimiento del pensamiento o un pensar con la imaginación.

En nuestros sueños, que se tornan vívidos, extrapolamos los miedos subconscientes de nuestra efímera existencia. ¿Será que los monstruos que vienen de afuera vienen como en un espejo de adentro?

Hace poco una joven española, que se encontraba en un centro de indigentes en el Caribe, cosa que supuse por los acentos, en uno de mis sueños le reclamaba a una persona cercana suya por teléfono el que no sabía por qué aún la tenían en este lugar al que sentía que no pertenecía. Pero a su vez le decía: “Yo tengo esta noción que si uno está más de una vez en un mismo sitio, ya es de uno”.

Esta frase se me quedó grabada. Supuse que sucede algo similar con los libros, de cuanto leemos se nos impregna un aurea, que asalta a veces indirectamente un payaso fingido, pero que buscamos reproducir auténticamente en las playas de nuestro entendimiento emocional y corpóreo. Comienzan estos a formar parte de uno.

No pretendería hacer una lectura de su libro y de su prosa más allá de la que alberga en la palma de sensaciones de mis subjetividades, mas aquí cuanto anfibiamente se me ha sumergido leyendo a Pessoa y su Libro del desasosiego.

Cuando uno encuentra o puede apalabrar las sombras que fantasmean el espíritu, o tiene algún indicio de lo que podría ser, aunque no sepamos a ciencia cierta qué es, al menos uno puede darle un color a esa sensación hueca; podemos caminar por el parque solitario –y silencioso- de un lago de transeúntes, por las boyas de mar y flotadoras de agua de nuestra mente. Desde ahí encender un pequeño árbol de pocas ramas, lo suficiente para saber por dónde se pisa. O por dónde sentarnos a ver la puesta de sol.

Que es un gran error pensar que las demás personas intuyen, perciben o deducen lo que uno piensa o siente cuando en realidad no tendrían forma de saberlo o adivinarlo.

Que necesito de mis silencios y de mi cueva, esos espacios que voy creando alrededor, visibles y no visibles.

Que voy anotando hasta los vacíos por aquello de desconfiar de la memoria.

Que tal vez me he estado dando a los demás y amando de acuerdo a mis necesidades y no de acuerdo a las necesidades de los demás. Aún no sé si para mal o para bien.

Que si sería una tristeza no haber sido amado, mayor sería el no permitirse amar a alguien en la orilla sin cegueras, pero con la locura necesaria de las olas y el cariño desteñido al sol.

Quizás mi falta de organización del tiempo venga de mi concepción de él como uno anacrónico, y del espacio como uno informe. He tenido muchos intentos fallidos, de agendas dispersas, persiguiendo un tiempo cronológico que no es suficiente. Me creo que el tiempo tiene más de sí, que no es como lo concebimos, sino más ancho, más alto, más robusto. Veinticuatro horas no dan para la vida de un día; no son justos, sin querer entrar en debates de significaciones de la palabra justicia. Para que sean balanceadas, se tiene que sacrificar algo, yo no sé si estaría dispuesta a arriesgar todavía el precio de mi descanso. Por tanto, tal vez de ahí la carencia y disrupción de la urgencia, pues el sentido de un final del día que llega se diluye.

Analizo también que, según estimo, voy empezando a escribir más desde mí y desde cómo ese exterior me influye. Entre la balanza de mis vivencias y el departamento de distribución de elementos, se han inclinado más hacia este lado, uno, no sé si más introspectivo, pero sí, interno.

Reflexiono que he aprendido a decir que no y ese es uno de mis mayores logros hasta el momento. Que contrario a Bernardo Soares, su narrador protagonista, el pensamiento o el pensar es la mecha, y el sentir o el sentimiento, la fogata. Que hay raciocinio en lo afectivo como  afectividad en la razón, ambos juegos del mismo dado.

Sin embargo, como una vez una amiga y maestra me regaló con su sugerencia una regla: evitar los absolutos. Desde entonces y con el pasar de los años, los he disminuido cada vez y lo he tratado de aplicar en cuanto escribo y en la vida.

Tal vez uno de los antídotos que necesitamos – en este fragmento o intervalo que es nuestra existencia- sea tan solo un leve silencio de lagos en el que podamos compartir un cielo azul claro de luna.~