Hijo del mar
«Si su padre era el mar, como le gustaba pensar que así fuese, era lógico que al mar le gustaran las estrellas.» Un cuento de Guillermo Vega Zaragoza.
A David Martín del Campo.
MIENTRAS SACUDÍA EL desvencijado sillón en la recepción del Hotel Aranjuez, Estrella escuchó la voz que le llamaba. Eran las nueve y algo de la noche. En tanto, detrás del mostrador, semejando un apacible Buda, Herminio parecía hacer equilibrios, sujetándose la panza con ambas manos, para no caer de la silla giratoria.
—Mamá —la vocecita sonó más fuerte.
Estrella volteó hacia el televisor, cuyo bajo volumen le servía de arrullo a Herminio.
—Soy yo, Mau.
Entonces apareció la cabeza del niño detrás del sillón. Estrella se asustó tanto que trastabilló y estuvo a punto de caer. Impresionada doblemente, por la sorpresa y por la posibilidad de que el hombre despertara, la mujer miró hacia el mostrador. Luego se dirigió al niño, con la voz más baja pero comprensible que pudo:
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿No te dije que me esperaras en la cocina? Ya sabes que a tu papá no le gusta verte paseándote por el hotel.
—Ese gordo no es mi papá — respondió Mauricio, saliendo por completo de detrás de su escondite.
—¡Cht! —dijo Estrella y le dio un trapazo en la cabeza. Herminio se repatingó en la silla, se frotó la panza y siguió en lo suyo. La mujer contuvo la respiración. Al corroborar que el hombre continuaba dormido, le hizo un ademán al niño y se encaminaron al fondo del pasillo.
Entraron a la cocina. En la estufa cochambrosa se calentaba un pocillo despostillado con leche. Tres conchas [de pan] se mosqueaban indolentes en la mesa. Mauricio tomó asiento y pellizcó una de las conchas, la de chocolate.
—Espérate, no manosees el pan. La grande es para Herminio —le dijo su madre—. ¿Cómo quieres que te haga el huevo: estrellado o revuelto?
—Estrellado —dijo Mauricio sin dejar de quitarle las costras a la concha.
Estrellado, Estrella, como su madre. En realidad no se llamaba así. Desde que era niña, en Acapulco, todos se referían a ella con ese nombre. Todo se debió a unos versos insignificantes que recitó en el kinder y que se referían precisamente a una estrellita. A su mismo hijo se le olvidaba a veces su verdadero nombre. ¿Cómo era? Ah, sí. Ignacia. Qué feo. Mauricio prefería el de Estrella. Si su padre era el mar, como le gustaba pensar que así fuese, era lógico que al mar le gustaran las estrellas.
La mujer se puso un delantal pringoso y prendió la estufa. Mientras buscaba el aceite en uno de los estantes, Mauricio le pidió por enésima vez:
—Cuéntame de mi papá.
—Ya te dije muchas veces, Mau —el aceite chisporroteó en el sartén—. Era un pescador, se ahogó en una tormenta.
—¿Y qué más?
—¿Qué más de qué?
—Cuando fuimos a Acapulco hace tres años, mi tía Lucha y mi tía Dulce me dijeron que me parecía a él. Dicen que tengo el cabello chino como él. Y que miro igualito a él cuando estoy triste.
Estrella se quedó absorta mirando la forma en que el huevo se freía en el infierno de la sartén. Triste. Era cierto. El niño tenía la misma mirada triste de su padre. Cuando lo conoció, ella apenas tenía 16 años. Acababa de entrar a trabajar en el restaurante de sus hermanas. «Ya estás en edad de ganarte tus centavos y no estar de bolsona todo el día en la playa», le habían dicho y ella aceptó sin muchos remilgos. Después de todo, podría empezar a ahorrar dinero para irse de ahí, de una vez por todas. Hacía de todo: trapeaba, lavaba platos, recogía mesas, aprendía a cocinar. Le gustaba especialmente cuando cortaba los pescados para filetearlos. Meros, guauchinangos, mojarras y carpas, se rendían ante su destreza con el cuchillo. El día que conoció al papá de Mauricio, no había mucha clientela. Se cerró el puerto por el mal tiempo. Los turistas se la pasaban en las albercas de los hoteles y eran contados los que se atrevían a salir. En la radio decían que se avecinaba una tormenta tropical. Sus hermanas, diez y doce años mayores que ella, se habían ido al mercado a comprar algunos condimentos que faltaban. «Si empieza a llover más fuerte, bajas las cortinas y te vas para la casa», le dijo Lucha. Y como fue. Un poco antes de que muriera de aburrimiento, el agua empezó a arreciar. Estaba cerrando la primera cortina, cuando escuchó una voz detrás de ella.
—No me diga que ya va a cerrar. Me estoy muriendo de hambre.
Ahí estaba él: alto, altísimo. A lo mejor no era tan alto, pero así lo recordaba ella, que era más bien bajita. Moreno, curtido por el sol y la sal, el cabello crespo y los ojos verdes, los mismitos que heredaría Mauricio.
—Pues ya casi.
—Ándele, no sea mala. Vengo llegando y me comería un tiburón completo, pero me conformo con un taco, de lo que tenga.
Y sí, tenía la mirada tan triste y tan bella que no le pudo negar nada. Ni siquiera cuando, una hora después, ella regresó a la cocina y sintió los fuertes brazos que le rodeaban el talle.
—No digas nada —sintió el cálido aliento detrás de la oreja.
¿Pero qué iba a decir ella? Empezó a besarla con la misma avidez que había engullido la comida. Y ella se dejó guiar obedientemente. La hizo suya, con golosa delectación, sobre la mesa de la cocina, sin prisa ni preocupación. Afuera, la lluvia torrencial había alejado cualquier posibilidad de intromisión.
—Mamá —escuchó de nuevo la voz, confundiéndose con el tamborileo de la lluvia en su recuerdo—. Mamá.
—¿Eh? ¿Qué?
—Se está quemando el huevo.
Regresó de golpe a la realidad. Apagó rápidamente la estufa y le echó agua al sartén. La cocina se llenó de humo y la chamusquina inundó todo el lugar. Se sentó a la mesa, con el sartén caliente en la mano.
—Ya eché a perder tu comida —le dijo a Mauricio, quien la miraba desde la tristeza de sus ojos verdes, igualitos a los de su padre.
Estrella vio el absurdo huevo quemado chapoteando en el agua y el aceite del sartén. Se echó a reír y Mauricio la secundó, hasta que les empezó a doler la panza. Con los ojos llorosos e hipando todavía a causa de la risa, Mauricio le dio la noticia:
—Me voy a ir a vivir a Acapulco.
Estrella batalló para ponerse seria y asumir la actitud que ameritaba una revelación de ese calibre. Pero en lugar de controlarse, se llevó las manos al rostro.
—¿Ahora por qué lloras?
—¿Qué vas a ir a hacer allá?
—Me voy con mis tías, a ver si a ellas sí les importo un poco.
Ahí venía de nuevo, la esgrima de reproches. Mauricio nunca le iba a perdonar que se hubiera venido a vivir al hotel y que a él lo haya dejado en el cuarto de la vecindad. Herminio no quería que viviera con ellos. «Yo quiero contigo, no con el chamaco», le había dicho el hombre a la semana de que la contrató como recamarera en ese hotel de media estrella de la colonia Portales. «Ahora el Aranjuez será un hotel de estrella y media», bromeó el gerente cuando ella aceptó, por fin, quedarse a vivir con él en la habitación 109. En realidad era el cuarto de servicio acondicionado con un par de catres donde «habitaban» cada noche; es decir, cada vez que tenía que «cumplir». Así decía él: no era «coger» o «hacer el amor», sino «habitar» o «cumplir».
—No empieces otra vez, Mau. Tú sabes bien por qué son las cosas.
En efecto, el niño sabía muy bien por qué las cosas eran así, pero no las comprendía y mucho menos las aceptaba.
—Además, quiero ser pescador, como mi papá.
—¡De veras que contigo no se puede! —estalló por fin la mujer—. Te corrieron de la escuela hace una semana y no escarmientas. Ya hablé con la maestra Rita para que te vuelvan a aceptar, pero con la condición de que firme una carta responsabilizándome de que te vas a portar bien. Me dijo que a la primera que hagas de nuevo, otra vez a la calle.
—En la escuela no enseñan nada para ser pescador. No voy a volver.
—Mira, niño —lo sujetó de un brazo, amenazante—: tú no te mandas solo. Apenas tienes 12 años y no sabes nada de la vida.
—¿Y tú sí? —le espetó. Sólo sintió el manotazo en la mejilla. La furia invadió su mirada verde.
Entonces escucharon la voz del hombre retumbar como una ametralladora detrás de ellos:
—¿Qué chingados pasa aquí? ¿Por qué tanto pinche escándalo? ¿Qué se está quemando? ¿Qué hace este cabroncito en mi hotel? ¿No te dije que no lo quería volver a ver por aquí?
Herminio era un poco más alto que Estrella. De hecho, a sus doce años, Mauricio estaba a punto de alcanzarlo. Era, en una palabra, un chaparro.
—Nada, nada —atajó la mujer—. No pasa nada. Se me quemó un huevo y el niño vino a que le diera dinero para unas cosas que necesita en la escuela.
—¡Escuela, escuela! —se apoltronó en una silla—. Este pinche escuincle es un bueno para nada, un vago, de seguro ya ha de andar de ratero o encementándose con los marihuanos de la colonia.
—O se encementan o fuman marihuana —dijo Mauricio, arriesgando el pellejo.
—¿Te crees muy listillo, verdad? —dijo Herminio, amagando con propinarle un golpe en la cabeza, el niño respondió cubriéndose instintivamente—. Así me gusta, que se humille. Conmigo te chingas, cabroncito —pero finalmente la mano cumplió su cometido.
—¡No le pegues, Mino! ¡No le pegues! —bramó la mujer mientras se interponía entre ambos. Pero en cuanto logró abrazarlo para cubrirlo, sintió que las piernas no le respondían y cayó al suelo.
—¡Ya ves, chamaco pendejo! ¡Tú tienes la culpa! Nada más le traes problemas a tu madre —dijo Herminio mientras ayudaba a Estrella a ponerse en pie—. ¿Qué tienes? ¿Estás bien? —y a Mauricio: —¿Qué haces ahí paradote? ¡Tráele un vaso de agua a tu madre, tarado!
Mauricio se quedó paralizado, sin atinar a hacer nada más que mirar a su madre, pálida como una bandera, a quien poco a poco le volvió el color al rostro.
—Ya, ya pasó —articuló finalmente Estrella—. Desde ayer me empecé a sentir mal, como si se me moviera el piso.
—Eso no está bien. Voy a ir al dispensario a decirle al doctor para que te recete algo. No te me vayas a enfermar, porque entonces que hago yo solo con el hotel, no me voy a dar abasto —Herminio le acarició el cabello y le dio un beso ensalivado en la boca a la mujer, al que ella correspondió, pero al darse cuenta de que Mauricio los observaba, rechazó débilmente.
—Ya, ya, Mino. El niño nos está viendo.
—¿Y qué? ¡Que se busque su vieja! Yo ya tengo la mía —rió escandalosamente, y la volvió a besar.
Mauricio seguía de pie, impasible, hasta que atinó a decir:
—Yo nada más vine a decirte que me voy a Acapulco.
—Pero hijo, entiende. ¿Qué vas a hacer allá?
—Ya te dije.
—Déjalo que se largue. Ya está grandecito, que se vaya haciendo hombrecito, en lugar de estar pegado a las enaguas de su mamita —dijo Herminio, quien luego se dirigió al niño: — ¿Y qué quieres? ¿Dinero? Eso sí va a estar difícil, porque tu madre no tiene y yo no te voy a dar nada, ni que fuera tu papá.
—Gracias a Dios.
Herminio de nuevo amagó con golpearlo. Mauricio no se inmutó esta vez.
—Me saludas a Nuncavuelvas —rió estentóreamente y le dijo a la mujer: Me voy al 109. No te tardes porque hoy toca «cumplir» —y salió de la cocina.
Estrella acompañó a su hijo hasta la recepción.
—Pues si ya estás decidido, no puedo hacer nada más que esto —y sacó unos billetes de la bolsa del delantal. Apenas cincuenta pesos—. De algo te han de servir —lo abrazó y le dio un beso en la frente—. Si puedes, cuando llegues con tus tías me hablas para saber cómo estás.
—Está bien. Adiós.
Cuando ya había avanzado unos pasos hacia la calle, regresó a donde estaba su madre:
—¿Me puedo llevar una concha?
—Sí, hijo. Ve por ella.
Regresó corriendo a la cocina. Tomó la concha de chocolate que había descostrado y guardó la otra en la bolsa de papel. Se vio tentado a llevarse también la grande, pero se le ocurrió algo mejor: con una cuchara raspó en la atarjea del fregadero y untó la suciedad acumulada en la parte inferior del pan, al que coronó con un escupitajo y lo volvió a colocar en el plato.
Salió del hotel. La noche era clara y fresca, pero la calle ya estaba llena de sombras. El camino hasta Acapulco sería largo. Sacó una concha de la bolsa y le propinó un mordisco. El dulce sabor del pan se le confundió en la boca con la sal de sus lágrimas.~
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