El sueño del perro

Una crónica de Simón Clarinet


 

SE PRESENTÓ HACE algunos días, tras larga expectación, la sensacional novela El Sueño del Perro, del escritor perropodrileño Eugenio Hernández, quien ha ganado fama en el mundillo literario por prenderle fuego no-metafórico a todo aquel autor que le disgusta. Recordemos, por ejemplo, a su primera víctima, el poeta Mario Caballero, autor de Luna Furente (poemario sentimental, hoy inencontrable), a quien Hernández persiguió durante meses por talleres y congresos de literatura, encendedor en mano, hasta que lo acorraló. La historia es archiconocida: entre mentadas de madre y versos en francés malpronunciado, Mario Caballero se fue achicharrando (comentan que agarró candela rápido, sin necesidad de gasolina) y no quedó al final de él más que un montón de tripas chamuscadas. Curiosamente, contra el incendiario novelista, no se levantaron cargos. Nadie lo acusó de nada. Un poeta menos, en esta tierra superpoblada de poetas, no debió suscitar la menor inquietud. Desde entonces, Hernández (envalentonado, sin nadie que le haga frente) ha quemado a dieciséis poetas más, dos filósofos y tres reseñistas. Los poetas, queda claro, son sus víctimas directas.

La presentación del Sueño del Perro, su obra maestra, según Hernández mismo ha declarado, se llevó a cabo en La Locomotora, la cantina perropodrileña por antonomasia. Acudieron al evento me atrevo a decir que todos los artistas de Perro Podrido (allí estaba la poeta Regina Chacón, a.k.a. La Pelos; el escultor Caterino Manuel, que no esculpe sino falos desde hace dos décadas; el fotógrafo Tristán Jijo, obsesionado con fotografiar alcantarillas -una vez hasta cayó por una de ellas-; el incontenible actor y director Jesús Pachuco,… etcétera)  con la excepción de aquellos que se saben malqueridos por Hernández. En las paredes del local había dispuestos, de todos modos, a breves intervalos, extintores de incendios, por si acaso.

Cabe acotar que en la elección del sitio para la presentación fue determinante la crisis de foros culturales que vive nuestra ciudad. Cerrados están los cafés cantantes, las galerías, las ágoras. Tapiados, diría Melendo Meléndez, están los espíritus. De ahora en adelante, por consecuencia, los libros habrá que presentarlos en las cantinas, los cuadros habrá que exponerlos en las cantinas, los conciertos habrá que darlos en las cantinas.

Concepto que, por lo demás, ha sido recibido por nuestros artistas con entusiasta resignación.

Acompañaron a Eugenio Hernández, como parte de la mesa (que de honor tenía muy poco) el gran Fredegundo Malamuerte, Luperto Gamuza, cocinero-ensayista, y el monero hipocondríaco (él mismo se define así) Pipo Chan.

Malamuerte abrió su discurso criticando a las instituciones, a las que tachó de ciegas y retrógradas. Hubo aplausos. Hizo a continuación un rápido repaso por la historia del arte perropodrileño y en seguida, para despertar al público que bostezaba, contó tres o cuatro anécdotas de borrachos (cuyos protagonistas, por cierto, se hallaban presentes) y tres o cuatro anécdotas de su amistad con el autor Hernández, quien, faltaba más, en alguna ocasión intentó chamuscarlo.

Entre risas y aplausos el micrófono pasó a las manos de Gamuza.

Éste abrió su discurso criticando a las instituciones, a las que tildó de serias y de insípidas. Hubo aplausos. Luego pasó a contar cómo Hernández también había querido alguna vez pegarle candela; Gamuza le dijo: «no se moleste, mi estimado, que yo YA estoy en llamas». Para terminar, nos dictó, con voz fuerte y clara, y dando con ello muestra de su infinita generosidad, nada menos que la receta del guachinango a la soldadesca, una de sus creaciones originales, que fue apuntada celosamente por todos los allí presentes. Añadiré que días después me hice preparar el susodicho guachinango y fue una maravilla.

Concluida la intervención del cocinero-ensayista, el micrófono pasó a las raquíticas y titubeantes manos del monero Pipo Chan. Bastó con que él tomara la palabra para que las risas, de repente, se extinguieran. Su participación, en general (hay que decirlo todo), fue anticlimática. Para empezar, el micrófono se descompuso; él, empujado por quién sabe qué temor paranoico, lo arrojó al suelo, como si de una rata muerta se tratara. Acto seguido, cuando intentó arrancar su discurso, se le fue el gallo. Y cuando, tras incontables carraspeos, pudo hablar, no lo hizo acerca de El Sueño del Perro ni de Hernández ni de la cultura perropodrileña, ni de las instituciones, temas que por lo visto lo traen sin cuidado… No. Habló de su abuela paterna, doña Mariscala Cotorrazo, que fue una señora muy mandona y enfermiza. De hecho, explicó Pipo Chan, ella le había contagiado por vía telepática todas las enfermedades del mundo, desde la artritis hasta las cataratas, pasando por la migraña, la osteoporosis y el dolor de muelas crónico. Recordó cómo de niño nunca jugaba del puro miedo que tenía de romperse un hueso y cómo una vez en efecto se partió no uno sino tres de la mano por andar…, aquí notó el monero que su biografía no despertaba en el auditorio el menor interés, pues cambió inmediatamente de tema. Habló un poco de Hitler (nadie sabe por qué), otro tanto de la Isla de Padua y al final, para salvar en algo su participación, criticó a las instituciones (Pinches instituciones, dijo), obteniendo por ello algunos aplausos y silbidos aprobatorios.

El micrófono, que había vuelto a funcionar de repente, fue tomado al fin por Eugenio Hernández, a quien ya se le cocían las habas por hablar. Platicó nuestro autor, con gran enjundia, los orígenes de su novela (misma que recomendamos ampliamente, aunque no acabamos de leerla todavía); resulta que estaba él una noche humillando a cierto chamaquito que vendía chicles en un parque cuando tuvo la revelación. «Le daba yo de zapes al infeliz con una mano mientras con la otra lo sujetaba de su camiseta, que por cierto no era más que un trapo inmundo, y fue entre un zape y otro que se me ocurrió verle la cara; yo estaba por supuesto borrachísimo. Había en ella, en sus ojos y en su pequeña boca retorcida, algo entre odio y tristeza y esperanza. Un brillo. Obviamente, pensé…, en qué podía pensar, ¡en los bárbaros!, ¡en las tribus germánicas que hace miles de años asolaban periódicamente las fronteras del imperio! El monito aquel, de haber podido, me hubiera matado, igual que un bárbaro de esos. De haber podido hubiera saqueado mi casa, ultrajado a mi novia. Un perro desnutrido y condenado es lo que era. Y sin embargo soñaba».

Hubo aquí una salva de aplausos. Hernández, de corrido, sin esperar que la ovación menguara, abrió (¡con cuánta obscenidad!) su novela y se puso a leerla, deleitándonos así con los capítulos primero y segundo, íntegros. Entre uno y otro hubo la correspondiente aplaudidera y chifladera. Luego vinieron el tercer capítulo y el cuarto; después de cada párrafo leído, el novelista daba un trago a su caguama. En llegando al décimo (donde se describe una «matanza dorada» de tribus dispersas a mano de Terencio, un general romano enloquecido) ni él estaba en condiciones de seguir leyendo, ni el público de continuar con paciencia escuchándolo. Fredegundo Malamuerte le arrebató entonces el micrófono, aunque el novelista opuso férrea resistencia, pues no quería soltar la palabra, como buen escritor que era. Hubo algunos manotazos. Pipo Chan, el monero hipocondríaco, dicho sea entre paréntesis, y de seguro fui el único que lo notó, se había comenzado a derretir en medio del argüende, mismamente que una vela. No es que sudara, agobiado de calor primaveral, no: se derretía tal muñeco de cera. Un patético jirón de brazo le colgaba ya del hombro, la nariz la había perdido por completo. Nadie, insisto, reparaba en ello, sólo yo, cronista minucioso de la vida perropodrileña.

Ni Malamuerte ni Hernández lograron al cabo hacerse con el preciado micrófono y la batalla fatalmente se extendió por toda La Locomotora. Los pintores, con pintoresca alegría, comenzaron de repente a lanzar de patadas contra los fotógrafos, que de retache los fotografiaban; los poetas escupían a la cara de los ensayistas, las actrices rasguñaban a los pensadores. Lo típico, pues. No se crea, sin embargo, que tan vehemente  batalla estaba motivada por el odio, por la envidia o por cualquier otro género de mezquindad. Nada de eso. El festival de agresiones desarrollábase en medio de abrazos, besos y coros.

Y botellas.

Dio media noche. Algunos de los concurrentes yacían debajo de las mesas, inmóviles o retorciéndose entre espasmos. Otros parecían extraviados de sí. Alguno se volvió chango. Pipo Chan era tan sólo y nada más que un par de piernas titubeantes que caminaban de un lado para otro, chocando contra las paredes. Quien esto escribe, claro está, se abstuvo de ingerir alcohol. Cronista responsable como soy, prefiero «atestiguar» que «ser parte».

A las tres de la mañana, trepados en dos camionetas, toda la comunidad artística local partió de la Locomotora y se trasladó al Arrastradero, la famosa playa. Es un dato conocido que en el camino varios vomitaron mientras otros iban desvistiéndose entre sí; gritos, ropas y chorros de cerveza fueron lanzados al aire. En palabras de Manuela Peace, hija del gran Lucrecio: era aquello el carro alegórico de la desesperanza perropodrileña. En palabras de Jesús Pachuco (El Omni, para sus cuates): fue un pinchísimo desmadre culo verga coño juar juar. Parece ser que, una vez en la playa, todos entraron al mar desnudos y algunos hubo que tuvieron el descaro de no volver a salir. Entre ellos el mismísimo Hernández, que se perdió entre las olas declamando los capítulos diez, once y doce de su novela. Sabemos también, por los informes que celosamente hemos ido recabando, que el pene del pintor Villalonga fue muy aplaudido, en especial por su longitud, así como la pucha de la Chacón, que fue ovacionada hasta el amanecer y que de tan peluda y babosa, incluso fue confundida (durante breves y aterradores momentos) con un monstruo marino.

Todo esto lo cuento de oídas porque cuando quise treparme en el Carro ya no había lugar y me quedé sin ir a la playa.

Ferdegundo Malamuerte y Luperto Gamuza, los culpables de este evento literario, fueron tragados aquella noche por el mar y escupidos a los pocos segundos, lo que nos alegra. Esperemos que entre hoy y mañana suceda lo mismo con el escritor Hernández, a quien extrañamos.

Por lo pronto, habrá que prepararse para la presentación del poemario Catarro Cardíaco del poeta Raimundo Mariposa, que está programada para fines de este mes también en la Locomotora, valiente foro cultural que, pese a todos los esfuerzos de nuestros artistas, continúa en pie.~