Los viajes con mi papá

Un texto de Pablo Mata Olay. Ilustración de Sonia García


 

EL RECUERDO MÁS  antiguo de mi vida es un dolor. Voy de la mano de mi padre, sobre la calle Emiliano Zapata en el célebre pueblo de Comala. El sol rabioso de las tres de la tarde le da la razón a Juan Rulfo (“Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija”).

Viví en Comala con mi familia, entre 1986 y 1991. A mis cuatro años no conocía la historia de Pedro Páramo y si viví entre fantasmas no lo recuerdo. Lo que sí está grabado en mi memoria es  el calor de casi cuarenta grados en mayo, las tormentas aterradoras de agosto y las noches de total oscuridad cada luna llena.

En mi primer recuerdo voy de la mano de mi papá. Miro su pantalón enorme y siento su mano áspera. Hay un sentido de urgencia e intento ir a su paso, que él no disminuye.

No creo que alguien haya elegido su primer recuerdo. Sé de personas que describen momentos de cuando eran  bebés e incluso de cuando estaban  en el vientre materno. No voy a desacreditarlos, mi cerebro decidió que lo primero que recordara yo del mundo fuera una quemadura de cigarro.

En algún momento entre que toma mi mano y fuma su Marlboro rojo, mi papá se confunde y me ofrece su mano con el cigarro encendido. Yo, inocente e ingenuo todavía, tomo la brasa viva y aprieto durante una fracción de segundo. De inmediato la suelto, y grito adolorido y un poco traicionado.

―¡Fíjate! ―me regaña, como si yo debiera estar pendiente de los pormenores de sus vicios y de las propiedades físicas del fuego.

Si bien no elegimos nuestro primer recuerdo, sí decidimos qué recordar a partir de esa memoria iniciática. Durante mi adolescencia omití cualquier otro momento en el que mi papá y yo nos tomáramos de la mano. Es obvio que sí tuvimos contacto en mi infancia, pero mi memoria prefirió alejarse de él más o menos hasta un par de años antes de su muerte.

Ahora, desde una distancia suficiente para contarlo y antes de olvidarlo por completo, intentaré hablar sobre algunos momentos en los que mi papá y yo estuvimos en circunstancias similares a las del primer recuerdo: sólo nosotros dos, en un viaje, y sobre todo, en la eterna incomprensión entre un papá que nunca supo serlo y un hijo que le reclamaba ser quien era.

 

Bicicleta

Mi papá no me enseñó a rasurarme. Aprendí a hacerlo según como Homero le enseña a Bart cuando piensa que va a morirse por comer fugu. Tampoco me enseñó a hablarle a las mujeres: él les chiflaba en la calle y se peleaba con mi mamá cada quince días. El único rito de paso que cruzamos juntos fue cuando aprendí gracias a él a andar en bici.

Lo que inicia esto último es una mala racha en la familia. Tengo diez años, hemos vendido el coche y no abunda el dinero. Mi mamá se las arregla en taxi o con el transporte del INAH y mi papá usa la bicicleta de mi hermana. En la mínima ciudad de Colima, moverse así no es poco común ni tan difícil; yo a veces lo acompaño subido en los diablitos y agarrándome de sus hombros.

Un día debemos recoger un vestido en la tintorería. No parece una tarea difícil, pero nuestro medio de transporte lo complica. El vestido largo, limpio y sin una sola arruga no puede doblarse. El plástico típico de tintorería es resbaladizo y, en la humedad de Colima, provoca que las manos suden casi de inmediato. Mi papá lleva el manubrio así que me encomienda resguardar el vestido las veinte cuadras de camino. Me advierte que tenga mucho cuidado y que, sobre todo, no se me ocurra por ningún motivo atorar el vestido en la cadena de la bici.

Las primeras cuadras intento equilibrarme: con una mano me agarro de mi papá y con la otra hago todo lo posible por mantener a salvo el vestido. Pero se me resbala como seda y siento que mis manos están cubiertas de vaselina. En cada vuelta que damos apenas y logro sostenerme en la bicicleta, mientras él me grita “¡Con cuidado!”. Sudo por los nervios de cumplir las órdenes de mi papá, por ir en el tráfico y por el maldito calor.

A la mitad del recorrido decido que es mejor  coger el gancho del vestido y mantenerlo muy arriba, a modo de bandera. Funciona por un par de cuadras, pero en cuanto mi papá disminuye la carrera, ocurre lo que temíamos: el plástico se atora en la cadena. A cada vuelta se atora más y más hasta que los dientes metálicos muerden la tela.

―Creo que ya se atoró ―murmullo.

―¡Qué!

―Que ya se atoró.

―¡Pablo! ¡Te dije!

Caminamos el resto del camino derrotados y con el vestido arruinado.

No pasa mucho tiempo para que mi papá se decida por fin a enseñarme a usar la bicicleta de mi hermana. Me lleva a una de las avenidas principales y de regreso me dice:

―Manéjala. Yo te agarro.

Yo supero rápidamente la indignación de haber llegado ahí con engaños. Estoy a cargo del manubrio y mi papá me empuja. Aquí y allá oigo claxonazos y risas. Pedaleo como puedo y busco el equilibrio en el horizonte, los 9.8 metros sobre segundo cuadrado de la gravedad y la rotación de la Tierra.  Cada dos metros giro la cabeza para comprobar que mi papá sigue detrás de mí, sosteniendo la bici.

―Dale ―me ordena, y yo sigo.

Atravesamos la calle del centro comercial San Fernando, el más importante de aquellos años. Imagino que todos mis compañeros del salón caminan por ahí y miran el espectáculo.  Pienso en las burlas y los bullies que me han molestado desde el kínder. En ese momento quiero desaparecer, que el día termine. Sobre todo, odio a mi papá.

Pero de pronto aparece en mí una armonía vertical que me hace sostener la bici yo solo, una llanta detrás de la otra, seguro y veloz. Sólo me ha tomado media tarde y la voluntad de mi papá.

―¡Eso!

Seguimos el camino y llegamos a nuestra colonia. Detengo la bici y miro a mi papá con agradecimiento. Por fin he aprendido algo de él y podré aplicar ese conocimiento durante toda mi vida.

―No hemos terminado ―me dice―. Vamos a tu escuela. Ahí hay canchas y puedes practicar.

No lo puedo creer. Ha sido un día agradable pero él fuerza la relación hacia el lugar que más he aborrecido en mi vida.

―¡Vamos! ―insiste.  Él siempre ha minimizado mis quejas y cree que mis bullies no son sino mis amigos.

―No…

―Que sí.

El resto de la tarde paseo la bici en las canchas de la escuela. Cerca de ahí, un equipo de básquetbol entrena  y varios grupos de amigos hacen cosas de amigos. Mientras caen los últimos rayos de sol, doy vueltas cada vez más atrevidas en la bicicleta de mi hermana, y la tarde me sabe agridulce.

 

Oaxaca

Mi papá se fue de casa cuando yo tenía once años. Él y mi mamá nunca firmaron el divorcio, pero él pasó muchos años fuera de casa, de una ciudad a otra.

En 2001 mamá quiere estrechar lazos con su hija y piensa que mi papá y yo podríamos hacer lo mismo. Así que pasaré la Navidad en la ciudad de Oaxaca y ellas en Costa Rica.

Él me recoge en un Jetta 1992 rojo en Copilco. En el Periférico me dice:

―Los copilotos ayudan al piloto. A ti te toca pedir al coche de atrás que nos dé chance, cambiar la música o mantenerme despierto en la carretera.

Me duermo durante casi todo el camino. Llegamos a Oaxaca directamente a cenar. No tengo ninguna expectativa del viaje. Tengo diecinueve años y no sé convivir. Durante mi estancia en casa de mi papá sólo miro la tele, como y me aburro.

Una noche vamos al centro. Como siempre, está lleno de gente y yo estoy fastidiado. Por alguna razón mi papá quiere platicarme sobre algo que le sucedió cuando tenía mi edad.

―Yo tenía una novia, nos queríamos mucho ―comienza―. Fue la mujer que más amé antes de conocer a tu mamá.

―Ajá.

―Pero se enfermó. Los doctores no sabían qué tenía y pasó muchos meses en el hospital. Yo iba a visitarla todos los días.

―Sí.

―Un día iba en camino a verla cuando vi que tenía las agujetas desenredadas. Me incliné para amarrarlas y en ese momento la sentí.

―¿Cómo?

―Sentí su presencia, una vibra. Me di cuenta de que se estaba despidiendo de mí. Cuando llegué me dijeron que se había muerto.

No digo nada. Mi indiferencia e incredulidad me hacen sonreír sin querer. En ese momento aún no he conocido de cerca la muerte y no creo nada de lo que dice mi papá. Él cambia de tema y muy pronto regresamos a casa.

Durante esas vacaciones casi no volvemos a platicar. Estamos acostumbrados a que mi mamá sea quien platica y organiza. Solos, sin conocernos, y yo con tantos reclamos atorados en la garganta, no convivimos.

Llega el día de regresar a México. Cuando nos despedimos él me ofrece su mano, como si fuera un señor.

―Adiós, hijo. Hazle caso a tu mamá.

 

Hospital

Es 2011. Mi papá ha sido diagnosticado con cáncer en el estómago en etapa cuatro. La primera operación fue hace algunos meses, pero el tumor ha regresado. Esta es la segunda operación.  Viajo a Colima a verlo y a ayudar a mi mamá.

Llego al hospital en la mañana. Mi mamá está ojerosa, mi hermana no ha llegado. Mi papá está furioso.

―Ha estado de un humor muy difícil ―me dice mi mamá―. Creo que en la operación alcanzó a oír a los doctores que no se va a salvar.

―Me quiero bañar ―dice él.

―Te tengo que ayudar ―contesta ella.

―No, tú no. Tú me lastimas.

―Pablo, ayúdale a tu padre ―me dice mi mamá―. Tiene una sonda en la panza que no se debe mojar.

Vamos al baño. Él se desnuda con prisa y abre la llave. Veo con miedo que ha bajado muchos kilos. También miro la cicatriz de la primera operación, y la sonda que sale de una cinta adhesiva pegada a su costado derecho.

―Tienes que quitarme la venda y después la sonda, pero con cuidado.

Desprendo la cinta adhesiva. Un hilo de plástico sale del interior de su cuerpo y gotea un líquido rosa. Apenas la toco y él grita:

―¡Con cuidado, carajo! Pinche Pablo.

Yo no puedo con la tarea. Apenas media hora antes había bajado del autobús y ahora estoy a centímetros del estómago herido de mi papá.

―¿No te da gusto que haya venido? ―le pregunto.

―¿Qué?

―Que si no te da gusto que yo esté aquí.

Él sacude la cabeza y me mira, extrañado.

―Sí me da gusto pero no tiene nada que ver. Me acaban de operar y me estás lastimando. Mejor pásame la toalla y vete con tu mamá.

Obedezco y salgo del baño. Esa es la última vez que mi papá y yo estaremos solos, antes de despedirnos en julio de ese mismo año.

Creo que mi primer recuerdo tiene algo de simbólico. Mi papá quería tomarme de la mano, en un gesto protector y paternal. Yo quería confiar en él, amarlo y admirarlo. Pero siempre había algo que no cuadraba, que lastimaba y que nos hacía enfrentarnos. Al final solo quedaban culpas y rencores.

Hoy lo que más temo es que ese no encuentro continúe. Que si algún día él quiere despedirse de mí como su primer amor lo hizo, un nuevo cigarro aparezca para lastimarnos una vez más. Este texto es mi mano de cuatro años extendida, amorosa y segura. Prometo que voy a fijarme.~