Vivir en el sistema
TOM WOLF ESTRÓ al Daily News convencido de que el periodismo le permitiría conocer “el mundo real”. En 2000, el cronista puntilloso e irónico que utilizó cuatro décadas para compilar apodos y bromas, celebra la llegada del Segundo Siglo Americano, -así, en mayúsculas-, con El periodismo canalla.
En Enrollados, el nuevo estadounidense promedio -encarnado en un electricista, un técnico en aparatos de aire acondicionado o un reparador de alarmas antirrobos- “hace realidad el sueño de un socialista utópico al disponer de la libertad política y personal, el tiempo libre y los medios necesarios para expresarse como deseara y desarrollar su pleno potencial; donde Estados Unidos era la primer potencia mundial, tan omnipotente como la Macedonia de Alejandro Magno, la Roma de Julio César, la Mongolia de Gengis Kan, la Turquía de Mohammed II o la Inglaterra de la reina Victoria”; donde los intelectuales, como siempre, lo echan todo a perder antes que Wolfe saque su gran bonete para ridiculizarlos.
Avalado por su fama de investigador -su novela, La hoguera de las vanidades, le llevó nueve años; Todo un hombre, 11; Lo que hay que tener, 7- Wolfe introduce personajes y teorías que apuntan hacia un lugar común dibujando curvas.
El periodismo canalla une temas diferentes para deslizar su mensaje: “Infoverborrea” y, especialmente, “lo lamento pero su alma ha muerto”, desarrollan y explican la teoría de Edward Wilson por la que estamos encadenados a nuestra sopa de genes: “Wilson resumió su teoría en una sola frase, pronunciada en una entrevista. Al nacer, dijo, el cerebro humano no es una pizarra en blanco a la espera de ser llenada por la experiencia, sino ‘un negativo expuesto a la espera de que lo sumerjan en un revelado’. (…) Según Wilson, la genética no se limita a determinar el temperamento, las preferencias, las reacciones emocionales y los niveles de agresividad; también condiciona muchas de nuestras veneradas elecciones morales.
“Si el destino está en los genes, la riqueza de los ricos es inocente de cinco siglos de crímenes y saqueo; y la pobreza de los pobres no es un resultado de la historia sino una maldición de la biología. Si los ganadores no tienen de que arrepentirse, los perdedores no tienen de qué quejarse”, escribió Eduardo Galeano alguna vez.
Wolfe acomoda sus datos y cita, siempre cita mucho, pero habilita las críticas al mencionar los inconvenientes surgidos desde la tesis de Wilson y sus propias dudas: “Hasta el momento, la teoría neurocientífica se basa principalmente en indicios indirectos (…) El propio Darwin II, Edward O. Wilson, tiene escasos conocimientos directos del cerebro humano. Es un zoólogo, no un neurólogo, y sus teorías son extrapolaciones del riguroso trabajo que ha llevado a cabo en su especialidad, el estudio de los insectos”.
Leonardo Moledo y Joaquín Mirkin simplificaron las cosas en “Hay un genoma en mi cuerpo” (suplemento “Radar”, Página 12, 2001): “En una época de genética en alza, es lógico que cada investigador quiera tener un gen propio (como a principios de siglo cada uno soñaba con la radiación propia que le daría fama e inmortalidad). Así se han ‘localizado’ genes ‘de la creatividad’, ‘de la innovación’, y hay quienes creen que existen genes de la violencia, la criminalidad, la inteligencia, la homosexualidad, el alcoholismo. Es pura miopía genética. No hay ninguna evidencia seria de tales cosas. Las pocas que existen se encuentran apoyadas en experimentos bastante gruesos y primitivos, que indican tan poco como las ‘evidencias’ que en el siglo pasado exhibía Lombroso para relacionar la criminalidad con la forma del cráneo, o Brocca la inteligencia con el peso del cerebro. Pero es verdad que las corrientes más derechistas de la biología sostienen un reduccionismo genético que exhibe una perfecta continuidad con el pensamiento del darwinismo social y las teorías eugenésicas de mejoramiento de la raza de Galton a fines del siglo pasado y que produjeron lo que produjeron en el siglo XX”.
En el país de los marxistas rococós -tercera pieza importante del libro-, el derecho al éxito y el destino manifiesto (recordemos: mientras unos ganan, los otros, la gran mayoría, pierden) resaltan el inicio del Segundo Siglo Americano, “y de que a éste podían seguirle cinco, seis, ocho más, con lo cual la Pax Americana duraría mil años”.
Aun leyendo por encima el artículo “El marxismo rococó” es inevitable advertir que para Wolfe la globalización es la consumación final del Destino Manifiesto, la cabalgata final de Estados Unidos hacia su definitiva hegemonía sobre el resto del mundo. (…) El “juego de la globalización” que dirigirán, según Wolfe, los países con inteligencia tecnológica -puesto que no harían falta los recursos naturales- disimula, tras la vitrina del consumo triunfalista, el dato básico de que la tecnología no llega a todos los países por igual. En su último informe sobre las comunicaciones, hace ya cuatro años, la Unesco estableció que en los países industrializados había 424 teléfonos por cada mil habitantes, diez veces más que en los países en desarrollo -45 por mil- (Tomás Eloy Martínez y Susana Rotker, suplemento “Cultura”, La Nación, 23/VIII/2000).
Dominique Wolton, director de la revista Hermès y del proyecto Comunicación y política del Centre National de la Recherche Sociale (CNRS) francés lo explica sencillo: “Hay seis mil millones de habitantes en el planeta. Hay tres mil millones que tienen radio; dos mil 500 tienen televisión. Sólo 400 o 500 millones disponen de Internet. Y, por otra parte, el 80% de los que tienen Internet pertenecen al sector socioeconómico medio y alto. Entonces, primero paremos con el fanatismo”.
Fíjate de qué lado de la mecha te encuentras…
“Por lo general los informes sobre la red mundial de logos y de productos se presentan envueltos en la retórica triunfal del marketing de la aldea global, un sitio increíble donde los salvajes de las selvas más remotas manejan ordenadores, donde las abuelitas sicilianas hacen negocios por medio de la electrónica y los ‘adolescentes globales’ comparten ‘una cultura global’, para repetir la frase de la página de Internet de Levi Strauss…” (No logo).
Durante cuatro años, de 1995 a 1999, Naomi Klein, autora de No logo, respondió las preguntas que todavía no había hecho Wolfe siguiendo sus reglas: investigando exhaustivamente alrededor del mundo “las marcas como un estilo de vida, los abusos laborales y la resistencia contra las transnacionales”. En diciembre de 1999, cuando su libro aún estaba en imprenta, las cámaras de CNN mostraron las batallas de Seattle durante la reunión de la Organización Mundial de Comercio y el mundo descubrió lo que ella llevaba documentando desde 1995: “La propiedad intelectual y la vida, todo es objeto de privatización: los logos, por la fuerza de su ubicuidad, se han convertido en lo más parecido que tenemos a un idioma internacional, y se los reconoce y comprende en muchos idiomas más que en inglés”.
La aldea global, ese paraíso-promesa donde -nos dicen- todos podemos acceder a todo es la manzana dorada donde IBM publicita y vende sus “soluciones para un mundo pequeño”: “En la aldea donde algunas multinacionales, lejos de nivelar el juego global con empleos y tecnología para todo el mundo, están carcomiendo los países más pobres y atrasados del mundo para acumular beneficios inimaginables. Es la aldea donde vive Bill Gates y amasa una fortuna de 55 mil millones de dólares mientras la tercera parte de sus empleados están clasificados como temporales, y donde la competencia queda incorporada al monolito de Microsoft o se hunde en la obsolescencia por obra de la última hazaña de creación de software”.
En su informe de 1999, el Human Development Report repitió lo mismo: el 20% más rico de la población consumió 82.7% de los bienes que produce el planeta entero. Bienvenidos a la aldea global.
Con tanto humo el bello fiero fuego no se ve
Las empresas que se mantuvieron como líderes en los 90 (Nike, Coca-Cola, Pepsico, IBM) se concentraron en perfeccionar sus estrategias de mercadotecnia mundiales -cómo presentar y vender un producto- más que en fabricarlo: “La marca X no era un producto, sino un estilo de vida, una actitud, un conjunto de valores, un look, una idea. Polaroid no es una cámara de fotos, sino un lubricante social. IBM no vende computadoras, sino soluciones para negocios. Swatch no son relojes, sino una idea del tiempo”.
Japón ya no fabrica aluminio, lo compra en Brasil; Colombia cultiva tulipanes para Holanda y rosas para Alemania; Uruguay siembra árboles para Finlandia; Nike es el prototipo de la marca sin producto, ejemplo de la nueva distribución internacional del trabajo: la empresa no posee fábricas sino que subcontrata la producción en fábricas de Indonesia, China, México, Vietnam y Filipinas.
McDonald’s emplea en Estados Unidos más gente que toda su industria metalmecánica. Sus ventas de 1997 superaron las exportaciones de Argentina y Hungría pero cuando algunos empleados intentaron sindicalizarse la empresa los echó. En Honduras, la administración obliga a sus obreras a abortar; en México, deben mostrar sus toallas higiénicas una vez por mes para que se les renueve el contrato.
El periodismo canalla -que puede leerse como la celebración y justificación de un fin de siglo americano, eso de cerrar un libro antes de pasar al segundo, brillante, capítulo- desdice sus teorías genéticas cuando asegura “[no es] un secreto a voces que las corporaciones extranjeras gustan emplear mujeres en sus líneas de ensamblaje en México porque a las mujeres mexicanas se les enseña a someterse a la autoridad masculina”.
“Si el único valor que Wolfe toma en cuenta es la mano de obra barata -escribió Eloy Martínez-, entonces tal vez tenga razón. En los últimos treinta años se han establecido, sólo en México, más de tres mil quinientas compañías con maquiladoras, entre ellas Sony, Ford, General Electric, General Motors y Zenith. El dato es fácil de encontrar: North American Production Sharing Inc. tiene un sitio en Internet para reclutar inversores interesados en establecer más maquiladoras en México. Allí se informa que ‘las compañías pueden mantenerse competitivas reduciendo los costos laborales directos’ (sic) y que, además, pueden ‘evitar el costo y el peso de los programas obligatorios de los gobiernos que incluyen las compensaciones a los trabajadores (sic)’. ¿Será eso producto sólo del machismo mexicano?”.
Etiqueta negra
Descienden los sueldos y desaparecen los derechos individuales mientras ascienden, infinitamente, los presupuestos de marketing: las marcas se disfrazan para ganar espacio y reducir empleos: la vida cotidiana como una larga batalla para sumar y robar clientes, librada en una inmensa aldea sitiada por bárbaros; lo que antes eran pequeñas escaramuzas trasladada a un escenario mundial sin zonas neutrales a la vista.
Los ejemplos sobran: Levi’s pega calcomanías en los baños de las escuelas; McDonald’s se instala en Berlín apenas cae el Muro; Pepsico y Coca-Cola pelean por la exclusividad de los expendedores de bebidas en las secundarias a diez dólares el alumno; el Día de los Muertos austriaco (2 de noviembre) se convierte en Halloween, festividad comercial que se celebra el 31 de octubre.
En las escuelas los alumnos aprenden que “la galletita envasada más vendida del mundo es la galletita Oreo”, que “el diámetro de una galletita Oreo es 1.75 pulgada”; que “Will ahorra su mensualidad para comprarse un par de zapatillas Nike que cuestan 68.25 dólares. Si Will gana 3.25 por semana, ¿cuántas semanas deberá ahorrar?”.
Bombardeados por centenares de mensajes los clientes se han vuelto difíciles de satisfacer; “Los consumidores son como cucarachas -escribieron Jonathan Bond y Richard Kirschenbaum en The Economist-: los rociamos con marketing y durante un tiempo funciona. Luego, inevitablemente, desarrollan una inmunidad, una resistencia”. Las estadísticas lo demuestran: 66% de consumidores que en 1975 afirmaban ser leales a una marca se redujo en 2000 a 59%.
La revista de tecnología Wired inventó la palabra vaporware, para definir la nueva técnica de venta: el vaporware promociona un producto inexistente pensado únicamente para generar un rumor y sondear el mercado. Bill Gates convirtió a Microsoft en el emporio del vaporware al promocionar programas “inminentes”; mientras la gente esperaba el producto, las empresas que no podían sobrevivir sin vender sucumbían y Gates ganaba de nuevo.
Nike, Adidas y Tommy Hilfiger perfeccionaron el ghetto cool. “Venderle a la juventud blanca su fetichismo del estilo negro, y a la juventud negra su fetichismo de la riqueza blanca”, según Klein.
¡Ya nadie va a escuchar tu playera!
La debilidad de las marcas es su visibilidad. Los manifestantes que ayer quemaban banderas estadounidenses e insultaban al Presidente, hoy atacan los símbolos del poder globalizado; corporaciones que suelen compartir responsabilidades con las autoridades: Bill Gates no tuvo problemas en patentar la palabra windows. “Sé cómo manejar al gobierno”, era una de las frases favoritas del gran Bill antes de saberse que una pieza del hardware de Microsoft llamada NsSAKey podía ser un arreglo con la National Security Agency para entrar a las PC del mundo.
Los militantes de derechos humanos empezaron a visitar el Tercer Mundo mientras los canales se rehusaban publicitar un nuevo feriado: el día de No Compre Nada.
Kalle Lasn creó el día y The Media Foundation que produce publicidad alternativa para estudiantes y publica una revista llamada Adbusters (www.adbusters.org).
“Ahora la gente quiere que le regresen su identidad”, explicó Klein en una entrevista reciente. “No creo que las compañías puedan copar este movimiento, pero lo están intentando”.
Nike le ofreció a Ralph Nader, influyente activista en el movimiento por los derechos de los consumidores, 25 mil dólares a cambio de un comercial: Nader debía sostener un par Air 120 diciendo: “Éste es otro de los desvergonzados intentos de Nike por vender zapatos”.
En 1969, la Rolling Stone ensalzaba a los MC5 en su nota de portada número 25. Padrinos del punk, los MC5 formaron un partido político llamado White Panters y propusieron “un asalto total a la cultura por cualquier medio necesario, incluidos el rock & roll, las drogas y el sexo en las calles”. “Condenar todo lo que hay de falso en nuestra sociedad”, en palabras del gurú del grupo, John Sinclair.
Ni los MC5 ni -para ser sinceros- la Rolling Stone soportaron el peso de sus promesas originales: los sobrevivientes de MC5 arreglaron con Levi’s para sacar una edición limitada de playeras con el logo de la banda.
El diario inglés The Guardian publicó un reportaje burlándose: “Querían voltear al capitalismo con guitarras ruidosas. Ahora hacen publicidad de jeans. ¿Dónde empezó el error de los MC5? […] Vivimos en la era de Avril Lavigne: el público de hoy espera que sus rebeliones enojadas sean prefabricadas y auspiciadas por corporaciones enormes”.
Wayne Kramer, guitarrista de la banda, reconoció: “No hay forma de vivir fuera del sistema”.~
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