Realismo y juventud
«Reflejos de una falta de esperanza en los mecanismos propios de la literatura». Un texto de Vicente Monroy ilustración ‘Príncipe Eric, LaSirenita’, de Jirka Vinse Jonatan Väätäinen
Y AQUELLA SITUACIÓN duró lo que tuvo que durar
para datar finalmente a unos espectros.FRANCISCO GARAMONA, Mi primera banda punk
TODOS AQUELLOS QUE no tienen imaginación se refugian en la realidad –imprime Jean-Luc Godard en la pantalla en un momento de su última película. Esta idea de la realidad como refugio puede parecer paradójica. Tendemos a pensar que ocurre al contrario: que es la imaginación la que nos ayuda a aliviar el peso de lo real. Así lo dice Mario Vargas Llosa, subrayando el tópico: Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Es por lo menos irónico que sea él –uno de los refugiados de la realidad más nostálgicos– quien lo diga. En cambio, Godard muestra lo que se esconde detrás de esta frase alterando el magnetismo del lenguaje común, ese lenguaje formado por palabras que ya han dejado de significar y sólo suenan. De repente, lo que dicen las cosas es muy distinto de lo que son las cosas. Este giro que opone la realidad y el lenguaje y hace que se contradigan, es el giro violento que ha dado el mundo en el último siglo. Como siempre, Godard acierta: es en el realismo donde nos refugiamos del terror de imaginar, y no al revés.
La realidad ha sido el gran refugio intelectual de los últimos siglos. Quizás porque el XX fue el siglo de los campos de concentración, el pensamiento de su segunda mitad tuvo irremediablemente que condenar la imaginación. Tratábamos de escapar de un lugar demasiado oscuro (¿era irrepresentable toda aquella crueldad del nazismo?¿qué podía hacer el lenguaje frente a esa brutalidad?). Al fin y al cabo, de donde surgían las imágenes de Auschwitz era de lo inimaginable, es decir, de aquello hacia lo que avanza la imaginación. Los monstruos de la imaginación parecían provenir del mismo lugar que surge su fuerza revolucionaria: la de descorrer el velo histórico del límite de lo real.
Todo lo que ha sido descubierto a lo largo de la Historia, ha sido de algún modo previamente imaginado. También el Holocausto. Esta evidencia tuvo que resultar insoportable. Si esos eran los frutos de la imaginación, entonces había que condenarla. Theodor Adorno lanzó su famosa frase después de Auschwitz la poesía es un acto de barbarie. Luego se retractó. En cualquier caso, lo que debería haber dicho es: después de Auschwitz, imaginar es un acto de barbarie. Únicamente había cometido un error común que apunta Paul Valéry, y por el cual desde el Romanticismo se ha venido confundiendo la poesía con la ensoñación.
Un hermoso realismo se ensañó con la cultura, eclipsando una fantasía al menos igual de hermosa. Aquel nuevo orden puso a la vanguardia en el punto de mira, evidenciándola como un juego de niños. Un lujo que no podíamos permitirnos en tiempos de sequía (sequía de símbolos, de conciencia, de pureza). Había algo de capricho intelectual en adentrarse en los mecanismos propios del lenguaje, dando la espalda aunque fuera por un instante al fatalismo de la época. Según la frase de Vargas Llosa, la ficción era una forma de cobardía. La imaginación era una vía de escape de la historia.
Para estar a la altura de esa historia (a la que ya habíamos hecho fracasar), debíamos tratar al mundo con un solemne rigor. Todo se teñía de una ilusión de política y, sobre todo, de una ilusión de memoria. Aquí también fuimos bastante ingenuos, y nos creímos la mentira más grande del siglo pasado: que memorizando la historia evitaríamos repetir sus errores.
Frente a la comodidad de los hechos, temíamos las posibilidades de la fantasía. ¿No se estructuraba el nazismo en una lectura delirante, tergiversada de Platón y de la Antigüedad Clásica? Ese era el ejemplo a evitar, que nos llevó a intentar asimilar la historia con otra forma de realidad. No nos dimos cuenta (o mejor dicho, no quisimos darnos cuenta) de que era precisamente confundir la realidad con sus metáforas, la que había permitido el surgimiento del horror. Es lo que ocurre en la publicidad, donde el mundo de la apariencia y nuestro mundo fuerzan su coincidencia. Como explica el crítico Serge Daney, el realismo tenía dos caras. Si a través del realismo los modernos mostraban un mundo sobreviviente, fue a través de un realismo totalmente distinto (más bien una «realística»), que las propagandas filmadas de los años cuarenta habían colaborado con la mentira y prefigurado la muerte. Fue este segundo tipo de realismo, el de la publicidad, el que terminó por imponerse.
Pero igual estaba bueno. Siempre había golpes,
la gente se daba con todo. Un capítulo aparte
eran las guerras entre punks y heavys.
Eran ruinas, y encima de las ruinas,
otras ruinas más nuevas las que quedaban
después de las batallas.
FRANCISCO GARAMONA, Mi primera banda punk
Como a cualquier adolescente de principios del siglo 21, me influyó bastante la lectura de una serie de libros que podríamos enmarcar en una misma secuencia. Una secuencia que quizás empiece con algunos de los libros de Mishima y otros de la llamada generación Beat, precisamente en el momento en que Auschwitz, Okinawa o Dresde dejaban de ser simples puntos en el mapa, y se convertían en ejemplos de lo que nos espera más allá de los límites de la imaginación. Pero sobre todo los que vendrían después: Azul casi transparente (Ryu Murakami), Menos que cero (Bret Easton Ellis), o el más reciente Richard Yates (Tao Lin). Todos libros fascinados por una realidad cruda, excesiva, que cada vez tenía menos de cierta. Parecían aferrarse desesperadamente a lo real, aunque al mismo tiempo lo censuraban explícitamente. Esta es la paradoja del que se refugia en el mismo lugar en el que sufre, que es el modelo psicoanalítico del trauma.
Pero todos estos casos se enmarcan en el más general de una tendencia contemporánea que consiste en buscar de las obras únicamente lo que de ellas pueda remitir a la realidad. Este efecto no es propiedad de los realistas. Incluso de los raros –de Borges, de Bradbury, de Copi- extraemos únicamente lo que remite a lo real. Así lo contaba Martín Kohan en su discurso de apertura del FILBA 2015:
Se ve realismo por doquier (…) Si en algún texto aparece una marca o referencia política, se da por hecho que entonces es realista (…) Se ve realismo donde uno, acaso, no lo esperaría: en César Aira o en Saer. Terminaremos, si es que no terminamos ya, por llamarle realismo a toda la literatura, con lo cual la definición, despojada de su valor diferencial, perdería su razón de ser (o la conservaría tan solo en su variante más elemental: como oposición de género a la literatura fantástica). Si de todo texto literario cabe decir, o se dice de hecho, que adscribe al realismo literario, hablar de realismo pasaría a ser redundante, ya que no habría literatura que no lo fuera.
Del mismo modo que Valéry apuntaba que en algún momento confundimos la poesía con la ensoñación, confundimos también el realismo con la verdad. No es banal en este sentido que todos los grandes escritores contemporáneos tengan una columna de opinión política en algún periódico. Escribir hacia la realidad (que es la verdadera función de la literatura) se ha confundido con escribir sobre ella, hasta el punto en que ha llegado a parecer sospechoso que un escritor no tenga ningún tipo de ideología ni relación con el fast food de la actualidad informativa.
Ese viejo dolor del siglo XX sigue recorriendo la cultura de nuestro tiempo, en relación con un deseo constante de regeneración política que apunta de forma recurrente a la juventud. No es casual que todos los ejemplos que he citado arriba (Mishima, los Beat, Ryu Murakami, Easton Ellis, Tao Lin) sean además los de escritores que se hicieron famosos siendo jóvenes o jovencísimos. Es natural en una sociedad que odia profundamente la realidad pero adora sus imágenes, hasta el punto en que se ha visto obligada a desechar la cultura de su tiempo y buscar otra siempre surgente, siempre nueva. Sólo de esta forma puede explicarse esa fascinación contemporánea por la figura de los jóvenes escritores, como si la literatura no fuera una cuestión de hechos, libros y palabras, sino la eterna promesa de algo por llegar. Estas dos ideas (la de la obsesión realista y la de la obsesión por los escritores que todavía no lo son), son reflejos de una falta de esperanza en los mecanismos propios de la literatura.
Jóvenes –niños monstruos de nuestro tiempo-
¿dónde están ahora? Dispersos, destrozados,
con gestos fantasmales surfeando las olas
que pronto pulverizarían sus huesos
contra el fondo del mar…
FRANCISCO GARAMONA, Mi primera banda punk.~
Leave a Comment