Entre diarios y cartas: un viaje íntimo

«Buscamos atesorar experiencias de viajes para relatarlas a nuestro ser amado, y con ello pretendemos preservar el recuerdo de lo que somos y de lo que seremos al volver con las maletas llenas de historias.»

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Castillo de Bran, Rumania

El agente inmobiliario Jonathan Harker emprende un viaje de negocios en 1897; según sus notas de viaje se sabe que de Múnich se dirige a Transilvania el primero de mayo a las 8:35 p.m. Luego de algunos días de viaje, por la tarde del cinco de mayo logra llegar al castillo del conde. Con su arribo a los Cárpatos, en Europa oriental, comienza el detallado inventario que luego compartirá con su amada Mina al regresar a Londres. Si es que logra regresar con vida.

Mina Murray lleva también un diario, pero no de viaje, sino uno en el que registra su vida en ausencia de Harker, su prometido. En esas anotaciones nos hace saber que Jonathan le envía cartas desde el lejano castillo. Además, Mina se cartea con su amiga Lucy que será la primera víctima del conde. Cuando el doctor Abraham Van Helsing entra en escena lo hace por medio de cartas dirigidas en su mayoría a Mina y algunas para el doctor Seward, quien a su vez lleva un diario grabado en fonógrafo.

Con esta serie de relatos fragmentarios Bram Stoker construyó uno de los relatos más memorables de la literatura de horror: Drácula. A partir del entretejido de diarios, cartas y recortes de periódico, todos ellos fechados de forma precisa, Stoker construye, en palabras de Vicente Quirarte, la sintaxis del vampiro. Yo no me detendré en el tema del personaje principal de la obra de Stoker, más bien me interesa subrayar la distinción y relación entre los diarios y las cartas de viaje, ambos, ejercicios de la escritura desde la lejanía, desde un lugar extranjero que evoca una ausencia.

Para comenzar es preciso decir que tanto los diarios –cuadernos o bitácoras– como las cartas comparten una característica fundamental: la intimidad; esto es, no se escriben más que para que ciertas personas los lean. Los diarios son incluso más íntimos, pues no se dirigen a nadie en especial, son más bien para el disfrute y el registro personal de casi todo lo que le ocurre al autor. Por el contrario, las cartas van dirigidas a alguien en particular y pretenden compartir con ese destinatario la experiencia de un viaje o de algún suceso desde la distancia espacio-temporal que una epístola busca compensar. Así, ni unos ni otras se realizan buscando una lectura masiva, sino todo lo contrario.

Sin embargo, desde hace no mucho tiempo es costumbre encontrar libros conformados por los diarios o la correspondencia de ciertos personajes, los cuales se editan de forma póstuma, lo que quiere decir que un tercero se encarga de hacer pública la vida privada de otro. Lo curioso de estas ediciones es que nos permiten conocer facetas de ciertas personas (escritores, políticos, científicos, actores, fotógrafos, artistas, músicos, poetas, locos,…) que de otra forma desconoceríamos, incluso a fuerza de meternos en donde no nos llaman y violar su privacidad. Es como si nos dieran un voto de confianza para entrar en los pensamientos y relatos más íntimos de las personas. Quizá esa fue la razón por la que Bram Stoker decide escribir de esa forma su obra más preciada; quizá con ello es más fácil crear empatía con los personajes y con su empresa vampírica. Pero quizá sólo era la moda de la época.

Stoker no descubrió el hilo negro al momento de estructurar su novela –en cambio, en cuanto al contenido y manera de abordar la figura del vampiro su obra es inigualable–, pues era muy común, antes y durante el siglo XIX, encontrar narraciones construidas a partir de diarios o cartas –como es el caso del relato del doctor Frankenstein de Mary Schelley–. Pensemos que se trata de una época donde sólo de esa forma era posible enterarse de lo que ocurría en el mundo. Por ello también es muy común encontrar diarios de viaje de diversos autores y diversa índole, pues de este modo registraban la expedición que llevaban a cabo, algunas veces por placer y otras con fines académicos e incluso políticos.

Y es que podemos remontarnos a la Biblia o a los griegos al momento de querer encontrar el origen de esta transmisión del saber; incluso podemos pensar en todas la expediciones que se han hecho a lo largo y ancho del planeta y como es que gracias a las bitácoras de viaje podemos saber de ellas –es el caso de Marco Polo, o de Cristóbal Colón y las cartas que le enviaba a la corona española para mantener enterados a los reyes de los descubrimientos del nuevo mundo–. De tal suerte que Jonathan Harker sólo estaba respondiendo a una época en donde todavía era preciso anotarlo todo para luego compartirlo con alguien.

Hasta antes de la aparición de la fotografía, a mediados del siglo XIX, y luego de su expansión masiva al obtener una imagen con sólo presionar un botón y guardar una postal del recuerdo, el hecho de escribir sobre las expediciones por el mundo era un asunto serio e indispensable, luego ya innecesario. Mientras que ahora todo se volvió imagen fotográfica, antes era inevitable crear imágenes literarias para que otros pudieran tener una idea de los lugares y ciudades que existían en el mundo, una tarea de expedicionarios que registraban todo lo que se encontraban a su paso.

En nuestros días nos hemos vuelto exploradores que buscan experimentar lo que ya se ha visto y leído antes en una revista o por internet. Lo cual no demerita el viaje que se emprende, antes bien, si algo ha venido a revolucionar la aventura de viajar, además de la facilidad de tomar un avión, es la rapidez con la que podemos compartir una historia de viaje, tanto tiempo como nos lleve mandar un correo electrónico o tomar una foto. Pero en algo no somos muy distintos de Jonathan Harker: buscamos atesorar experiencias de viajes para relatarlas a nuestro ser amado, y con ello pretendemos preservar el recuerdo de lo que somos y de lo que seremos al volver con las maletas llenas de historias. Y es que creo que lo importante es aquello que podemos comunicarle a los otros de lo que vieron nuestros ojos, como cuando Jonathan se apresura a describir su primera cena en el castillo y la manera extraña en que se conducía su anfitrión.

 

 

Referencias:
Quirarte, Vicente, Sintaxis del vampiro, Verdehalago, México, 2003.
Stoker, Bram, Drácula, Conaculta, México, 2002.