Veo negro
Una sesión con el psicoanalista, «al sujeto del experimento no le sucede nada. A excepción de ese estúpido afán de no volver a dormir, de desgajarse lentamente, de no atender a nadie».
You taught me a lesson
people are stupid in the dark
you pulled my disgrace in the moonlight
people are just what they have
loved and half blind, loved and half blind
in the moonlight.—Jamie Stewart, de XiuXiu
SILENCIO APENAS. EL susurro del casimir en un cruce de piernas. La madera de la silla. Un perro grita a lo lejos. Pero sobre todo silencio. Luego un chasquido leve de saliva. Alguien a punto de abrir la boca.
—¿Qué está viendo ahora?
Se quiebra el silencio. Luego vuelve. Las palabras se deslavan de a poco.
—Negro.
—No puede ver negro. De eso se trata el negro, de no verlo.
—Lo veo porque también veo algunos puntos de luz. Como nebulosas. Pero la mayor parte de lo que veo no es luz. La mayor parte de lo que veo no es nada. Veo muy poco.
—¿Piensa en el principio de los tiempos? La explosión de hidrógeno. Usted sabe de esas cosas. Le gustan.
—No. Pienso en la carretera.
El día que descubrí la materia real que corre por dentro del cuerpo, eso que está contenido por la piel, amarrado con los músculos, atravesado por los huesos, no había consumido nada. Lo juro. Quizá justamente estar sobrio fue la condición de posibilidad. Quizá no, puede ser sólo una coincidencia.
¿De qué estamos hechos?, me pregunta. No lo puedo nombrar. No existe un término para definir lo que no se ve, no se toca y no se sabe. Pero ha de ser materia, si nos atenemos a su definición más básica, la que la contrapone con la nada y con el vacío. No la definición aún más primitiva que la antepone con la forma o alguna clase de energía. Siempre consideré que la forma es ya una especie de materia.
Me gustaría decir que estamos hechos de sueños, si es que los sueños son el contrario de otras realidades más concretas. Eso explicaría por qué tenemos que cerrar los ojos para soñar.
—¿De qué está hablando usted?
—Le puedo decir de qué no estoy hablando.
—Inténtelo, pues.
—No hablo del cine. Tampoco del ardor de estómago.
—¿Qué dice, hombre? —preguntó con pocas ganas de esconder el fastidio.
—Olvídelo, no podemos comunicarnos así. No llegaremos a ningún lado.
—¿Qué sugiere? ¿Quiere abandonar esta prueba? —amenazó.
—Quiero que la haga usted. Quiero que la experiencia hable por mí. Yo ya no quiero responder a sus preguntas. Déjeme aquí, así. Vuelva luego.
—Está bien. Me voy. Pero no volveré —amenazó de nuevo.
—Haga lo que desee. No le pagaré un centavo si no vuelve —dije resuelto.
—Quédese con su antónimo de materia, de cine, de ardor de estómago. No necesito su dinero. Mucho menos hacer estas pruebas —dos pasos y un portazo.
En efecto, el Dr. F se fue. Y es cierto, no volvió. Déjeme acotar que tampoco le pagué y, para redondear la cadena de verdades, tampoco necesitaba mi dinero. Donde me entró la duda fue en la parte esa que dijo antes de salir de que «no necesitaba hacer esas pruebas». Estoy convencido de que las necesitaba, de que todos los que han reflexionado alguna vez más allá de las mariposas y de la estela suave de espuma que dejan las olas al romper las necesitan.
Hágala. Cierre los ojos y aíslese durante una semana. Luego trate de establecer una conversación con un psicoanalista. Intente encontrar uno serio, que esté dispuesto a llegar a las últimas consecuencias.
Ya lo ve, aquí me tiene: al sujeto del experimento no le sucede nada. A excepción de ese estúpido afán de no volver a dormir, de desgajarse lentamente, de no atender a nadie. Y el odio a la vigilia, eso también. Una vez que mire adentro, no querrá volver a mirar afuera. El estómago permanecerá invencible, de hierro, y el cine le provocará sólo bostezos. Porque adentro está concentrada la historia de lo acontecido, de lo posible, de lo que nunca habrá de suceder.
Inténtelo y no vuelva a contactarme nunca.~
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