Pequeño cuaderno de viajes oníricos o no a ciudades en las que nunca he estado o sí

Un cuaderno de viajes según la imaginación de su escritor. Una selección de cuentos de César S. Sánchez


 
diarioBurgos

Estoy de pie junto a la entrada principal de la catedral de Burgos, pero la ciudad no se ve por ninguna parte.

Me acerco a un cartel sujeto por dos postes metálicos y leo:

«Debido al proceso de remodelación emprendido en la ciudad, el ayuntamiento ha decidido cambiarla de sitio. Si desean visitarla, no tienen más que mirar dentro de la sacristía del altar mayor de la catedral, lugar que hemos elegido para su ubicación provisional.

Rogamos disculpen las molestias.»

 

Frisco

No importa cómo he llegado a  San Francisco. El caso es que ya estoy aquí. Para quienes sea un detalle crucial, digamos que caído del cielo.

Alquilo un coche. Lo elijo por su aspecto deportivo y potente, por sus parachoques oxidados, por la cara de malas pulgas que dibujan sus faros delanteros y la rejilla del radiador. No me fijo en el modelo, nunca he entendido de marcas. De todas formas, dispone de cambio automático, así que debe tratarse de un modelo local.

Busco una colina, mi primer cambio de rasante. Ahí está. Detengo el coche sin parar el motor. Sopeso la inclinación y la aceleración. El aire que entra por la ventanilla es húmedo y templado. Más que respirarse, se bebe. Piso el acelerador a fondo sin levantar el pie del freno. Los neumáticos pintan el asfalto. Podría decir que se quejan, sin embargo, a mí me suena a música celestial. Cuando la aguja de las revoluciones llega al final, levanto el pie del freno y el coche sale disparado.

En un segundo, alcanzo la cima de la colina y, un segundo después, las ruedas pierden contacto con el suelo. Paladeo la ingravidez, el nudo que me aprieta el pecho y la garganta, la mortaja de silencio que me envuelve de repente, el tiempo que parece detenerse, la sensación de invulnerabilidad y abandono.

El coche aterriza rodeado de chispas sobre el asfalto.

Busco otra colina, otro cambio de rasante.

Así seguiré hasta que me detenga la policía o me despierte, lo que antes ocurra. El caso es que así seguiré.

 

Brasilia

Recojo el cuestionario para mañana en la recepción del hotel. Es mi cuarto día en Brasilia; ya sé cómo funcionan las cosas.

En la habitación, antes de meterme en la cama, me pongo a rellenarlo.

Las primeras casillas se refieren a parques y jardines. Como ayer, contesto que sí, que no me importaría darme una vuelta temprano por un frondoso parque. No se me ocurren muchas formas mejores de empezar la jornada. Pero no por cualquier parque, que hoy me he encontrado con sorpresas desagradables por saltarme algunas casillas. En el apartado de observaciones, anoto que prefiero el toque otoñal al de principios de primavera, que la arboleda principal debe tener algún que otro chaparro, unos cuantos álamos y sobre todo alisos, y que bajo ningún concepto me puedo tropezar con eucaliptos. Odio a esos enterradores de los bosques que echan a arder con solo mirarlos. Por lo demás, pongo una cruz en los recuadros de costumbre: estanque con patitos, parterres, pequeñas cascadas, etc.

Paso al siguiente apartado: catedrales. ¿A quién no le agrada visitar una buena catedral antes de comer? Hoy he visto dos y ni sombra de empacho. Imagino que los empleados del ayuntamiento tuvieron mucho trabajo conmigo la pasada y todas las otras noches. Y eso, sin contar a los demás turistas. Venga, sí, otro par de catedrales para mañana: una bizantina con toques modernos y una gótica de toda la vida.

Museos. Palacios. Miradores. Murallas. Rascacielos. Santuarios…

Un buen rato después, termino mi tarea y deslizo el cuestionario por la ranura de la puerta de la habitación.

Me duermo acompañado por el ruido que hacen los trabajadores demoliendo las estructuras caducas, mientras levantan las que veremos mañana, las nuevas maravillas que mañana visitaré.

Al día siguiente, no me despiertan a tiempo. Por lo visto, olvidé incluir mis datos personales en el cuestionario. Un descuido de principiante.

 

Las Vegas

Apagón en las Vegas.

 

Milán

Salgo de Milán como si huyera de algo. ¡Y tanto que huyo! Huyo de Milán. Ya tenía ganas de pirarme. He liquidado la cuenta del hotel antes de lo previsto y cancelado las excursiones pendientes que ya había pagado. Nada me retiene.

La maleta está llena de ropa y perfumes que nunca me pondré, de regalos para amigos que no tengo. Modelos descarnadas en ropa interior recorren con un bamboleo penoso la pasarela que mi mente ha fabricado en el salpicadero. Parecen esqueletos fugados de un cementerio de anoréxicos. Hasta puedo oír el entrechocar de huesos. La calefacción del coche es un consuelo, pero no consigue sacarme el frío de dentro.

Muchos kilómetros más tarde, la ciudad no ha desaparecido del espejo retrovisor. Cuando llegué me pareció que se alejaba a medida que me acercaba a ella. Ahora, está sucediendo justo lo contrario. Ahí están las siluetas de la catedral, de la galería Víctor Manuel 2º, del teatro de la Escala contra el horizonte especular, cuando debería haber carriles y señales de espaldas y quitamiedos y restos de la vegetación que custodia los arcenes.

Aparco en el arcén y de un salto me bajo del coche. Mis peores temores se confirman: la ciudad sólo se ve cuando miras al espejo. Enciendo un cigarrillo y lo tiro al suelo sin haberle dado más de dos caladas. En ese intervalo, apenas me da tiempo a pensar. Tiempo para pensar es lo único que me sobra.

Enseguida, sigo mi camino. Sigo mi camino como si huyera de algo. ¡Y tanto que huyo! Huyo del reflejo de Milán, de lo que la ciudad ha enviado en mi busca y cada vez está más cerca.

Paro en una gasolinera y le cuento a un empleado lo que me sucede, mientras me llena el depósito: que por mucho que corra no logro despistar al reflejo de Milán. Me sorprende la falta de precaución con la que suelto a un extraño mis chifladuras, aunque me sorprende aún más la calma con que él las escucha. A pesar de que mi voz suena relajada, no dejo de mirar de reojo a la carretera.

—No se preocupe —responde muy tranquilo—, a veces pasa. A la ciudad le cuesta abandonar a quienes no se llevan un buen recuerdo de ella.

El hombre se queda callado y, durante un segundo, parece que definitivamente, o que la próxima vez que hable será para comentar algo relacionado con su trabajo. Será por su aspecto, un aspecto que hace pensar en conversaciones de puro trámite. Sin embargo, no es así.

—Escuche, hay una solución. Una solución que tiene que ver con un viejo refrán. ¿Quiere que se lo cuente?

Digo que sí en varios idiomas. Asiento hasta con el pelo.

—El refrán viene a decir más o menos lo siguiente: si quieres escapar de Milán, en Roma tus problemas desaparecerán. En realidad, es más complicado. Ya sabe, los dialectos encuentran formas muy retorcidas de decir las cosas, pero en esencia ése es el sentido. Pruébelo, parece que da resultado.

No sé si dará resultado, pero, visto lo visto, me da la impresión de que no tengo alternativa. Pago la cuenta y me despido del empleado que tan amablemente me ha atendido con un leve movimiento de cejas, ¡Hay que ver lo que chupan estos coches alquilados!

Antes de llegar a Roma, cuando ya se adivina su presencia en el horizonte, Milán comienza a desaparecer en el retrovisor. Al principio, muy despacio, como si una ligera brisa dentro del cristal la barriera suavemente hacia los márgenes. Luego, más deprisa, lo que me hace pensar en un niño borrando un tachón con una goma mordisqueada que huele a nata y sabe a rayos. En la goma se puede leer la palabra Milán en letras azules. El niño soy yo. Fin del pensamiento.

Junto al coliseo, respirando un aire templado levemente salino, me doy cuenta de que las modelos han dejado de desfilar en el salpicadero, de que los perfumes ya no apestan, de que toda la fría consistencia de la capital del norte se ha convertido en una ópera muda que, con sordina, golpea la puerta cerrada con llave de la habitación del silencio tratando de escapar, aunque eso sí, piano piano esta vez.

 

Praga

Hasta ahora, no ha podido salir mejor. Este es el viaje de mis sueños. Me han metido en un ataúd desde Madrid. Tal y como solicité, he volado con el equipaje en la bodega del avión.

Ahora estoy enterrado en el cementerio judío de Praga. Bajo ese caótico bosque de lápidas junto al Moldava. Hace un buen rato que el sonido de las paladas se interrumpió, parece que definitivamente. Me voy a pasar los próximos días respirando el aire de las pequeñas bolsas de oxígeno que llevo pegadas al cuerpo. En la tapa del féretro, entre la madera y el forro de terciopelo blanco, guardo las pilas de la linterna y comida y bebida más que suficientes. Solo tengo que bajar la cremallera.

Antes de salir de casa, me unté el pelo, la piel de la cara y las manos y la ropa con un fungicida extra fuerte. Su olor no es agradable, pero el riesgo de acabar convertido en pocas horas en un sembrado de champiñones es demasiado alto para andarse con zarandajas.

De momento, todo según lo previsto.

Espero que, como cuentan las leyendas, las voces de los rabinos muertos no tarden mucho en empezar a susurrarme sus historias. ¡Viejo Loew, aquí tienes tu Gólem!

Dentro de una semana, volverán para desenterrarme. Estoy seguro de que cuando lo hagan seré mucho más sabio, mucho más justo, más íntegro, más vengativo, más humano, más… vulnerable. En fin, que me habré librado para siempre de la apatía. Justo el viaje que había soñado.

 

El Cairo

Un día me da por pensar en mis uñas. Me las muerdo, ¿sabéis? Y por muchas veces que he intentado dejar de mordérmelas, casi nunca he conseguido estar más de un día sin hacerlo. Sí, antes me planteaba de vez en cuando dejar de mordérmelas. Incluso en una ocasión estuve a esto de conseguirlo. Y esto fue lo que tardé en devolverlas a su raquítico estado, tras varias horas de abstinencia perdidas. Aunque eso pasó hace mucho tiempo, antes de emprender el viaje, antes de vivir en El Cairo.

Pero volvamos al principio. A ese día en que me da por pensar en mis uñas. Pienso: escupo los trocitos al suelo. Pienso: llevo escupiendo trocitos al suelo desde que empecé a morderme las uñas, desde niño. Pienso: los trocitos de uña en el suelo constituyen un rastro, como los garbanzos en el cuento. Pienso: si me pongo a seguir el rastro hacia atrás, llegaré al lugar donde me mordí las uñas por primera vez. Pienso: si me pongo a seguir el rastro hacia atrás, iré recordando mi vida hasta la infancia. Pienso: quizás, al llegar a ese lugar donde me mordí las uñas por primera vez, recupere mi infancia. Pienso: de tener nombre ese lugar, debería llamarse Infancia. Pienso: tal vez, todos los que deciden recorrer hacia atrás su camino de uñas vayan rejuveneciendo conforme retroceden, hasta convertirse en niños otra vez. Pienso: no creo que llegue nunca a dicho lugar, pero merece la pena intentarlo. Pienso: no se me ocurre otro sitio donde pueda encontrar la clave para dejar de morderme las uñas. Pienso: puede que al llegar allí, recuerde lo que estaba pensando cuando empecé a mordérmelas. Pienso: si desactivo esos pensamientos, tal vez ya no necesite mordérmelas nunca más. Pienso: estaría bien volver a ser niño otra vez.

Aunque soy plenamente consciente de que esto os va a parecer una locura, a partir de ese día dedico todos mis esfuerzos a buscar ese lugar.

Vendo  lo poco que tengo: el piso con hipoteca y el coche, después de sendas inspecciones minuciosas, mis colecciones de discos, tebeos y libros, mi depauperado fondo de inversión. Me compro una lupa, una linterna de mano, una linterna para la cabeza, una tienda de campaña y toda una serie de pequeños utensilios para hurgar, rascar, despegar  y desenterrar. Visito las casas de mis amigos del pasado, de mis padres, de los otros miembros de mi familia. Visito las casas donde viven y las casas en las que vivieron, aunque éstas últimas han sufrido tantos cambios que me cuesta dios y ayuda encontrar pistas fiables. Me cuelo en ellas con cualquier pretexto. Cuando me niegan la entrada, estudio los horarios de los nuevos inquilinos y aprovecho sus ausencias para meterme sin permiso. En un par de ocasiones, estoy a punto de que me pillen.

Algunas personas se interesan por lo que hago cuando me ven agachado en la acera buscando algo que ni se imaginan, lupa en mano. A veces les cuento la verdad, a veces improviso una excusa. En cualquiera de los dos casos consigo que enseguida me dejen en paz. Duermo en pensiones de mala muerte y en mi tienda de campaña. Hago vida de ermitaño, aunque, a menudo, esté rodeado de gente.

Como me sigo mordiendo las uñas, tengo que tener mucho cuidado para no perder el rastro, para no confundir los trocitos antiguos con los nuevos, mis trocitos con los de otros. Invento varios métodos para datar trocitos de uña y pellejo y otros tantos para distinguir los propios de los ajenos. Clasifico según la oxidación de la cutícula, según el brillo del esmalte, según la mayor o menor presencia de bacterias anaerobias, según los niveles de metales pesados en las capas más superficiales de la piel… Todo un intrincado sistema de clasificación que no viene al caso detallar mucho más. No obstante, a veces me pierdo y tengo que desandar lo andado hasta encontrar la senda principal.

Dos años más tarde, después de haber estado en muchos lugares de los que ni me acordaba: un bosque al que fui de excursión con el colegio, una pequeña iglesia en Zaragoza, una granja a la que me llevaron mis padres, mis pesquisas comienzan a arrojar datos extraños, a llevarme a sitios donde creo no haber estado en mi vida. Pienso: el viento, no he contado con el viento. Pienso: ha sido el viento, el viento ha movido los trocitos. Pienso: si ha sido el viento, la búsqueda no tiene sentido desde el principio. Pienso: siguiendo el rastro he llegado a muchos lugares que recuerdo. Pienso: si el viento hubiera tenido algo que ver, me hubiera perdido definitivamente antes de llegar a alguno de esos lugares. Pienso: no ha sido el viento, el viento dispersa, y estos trocitos forman parte de un itinerario único. Pienso: no ha sido el viento, el viento sopla en todas partes.

Después de recorrer medio mundo (hace mucho que ha dejado de sorprenderme lo lejos que han llegado cachitos de mi cuerpo), muchos lugares en los que recuerdo haber estado y otros que no recuerdo, el rastro se interrumpe en  El Cairo.

Hoy se cumplen diez años desde aquel día que me dio por pensar en mis uñas. Vivo en El Cairo y no he dejado de mordérmelas. No he rejuvenecido. Como era de esperar, los lóbulos de mis orejas y mi nariz no han parado de crecer en su loca carrera a favor de la gravedad. Tampoco creo que donde vivo sea el lugar que buscaba, ese lugar al que ingenuamente llamé Infancia. Pero eso sí, aquí terminó mi búsqueda, aquí acaba el camino. Pienso: después de todo, puede que fuera el viento. Pienso: puede que esta manera de envejecer en una ciudad que nunca será la mía sea la forma de regresar a la infancia, de recuperar la inocencia. Pienso: no me marcharé de El Cairo. Pienso: quien quiera verme, me encontrará aquí, sentado en mi montaña de trocitos de uña junto al bazar Khan el Khalili. Pienso: después de tanto tiempo, no creo que haya nadie que desee hacerlo. Pienso: tal vez es eso lo que andaba buscando desde el primer momento, un lugar donde nadie pudiera encontrarme. Pienso: pienso demasiado.

Pienso: tal vez todos los caminos de uñas conduzcan a El Cairo.~