Un seis y un siete

Un texto de José Antonio Lizana Arce

 

NO TENÍA GANAS de ir, pero igualmente me levanté temprano y quise estar con una hora y media de anticipación en el lugar. Mi mamá se ofreció para ir a dejarme, pero le dije que no, que ya estaba grande para esas cosas.

Para hacer el tiempo, masticaba un chicle y hacía globitos en la esquina de Avenida España con Toesca. También pensaba en lo que me gustaría hacer después que saliera del Liceo. Imbuido en mis cavilaciones, retrocedí unos pasos y sin querer pisé a un muchacho. Al instante le pedí disculpas y le pregunté su nombre y de qué curso era, algo como para ir sociabilizando un poco. Me dijo que se llamaba Rodrigo Diez y que también era del “C”. La respuesta me dio un poco de risa y casi al unísono dijimos: ¡Entonces somos compañeros!

El Rodrigo me contó que era vecino del sector de Departamental con Vicuña Mackenna, cerca del Estadio Monumental de Colo-Colo, que jugaba en las divisiones inferiores del club popular y que tomaba la micro Bernardo O’Higgins N°1, que pasaba por el paradero que estaba a cuadras de mi casa. Acordamos en coincidir en el recorrido de la una para la ida y de irnos leseando a las chiquillas hasta el paradero de Alameda para la vuelta.

A las dos en punto se abrieron las puertas del Darío Salas y nos fuimos conversando hasta el último pabellón, donde estaba la sala del 1°C. Al frente había una torre, que más parecía un escondite o un lugar fantasma más que un edificio de cuatro pisos. Tuvimos que hacer fila para entrar a la sala y presentarnos ante el profesor Juan Peña. La sala era grande, iluminada y tenía cortinas muy elegantes. Me senté en la última fila de la sala junto al Rodrigo Diez; a mi izquierda estaban el Andrés Pinares, el Mauricio Benavente y el Iván Domínguez, a quien bautizamos inmediatamente como Napoleón, porque nunca se sacaba la mano del bolsillo interior de la chaqueta. Adelante se sentaron el Pablo Macías y el Juan Luis Guarda, porque querían estar cerca de la Soledad, la Lisette y la Miriam, las chiquillas más agraciadas del curso.​

El equipo del momento era el Colo-Colo ’91, y estábamos locos por los partidos que había ganado a los ecuatorianos en la primera fase de la Copa Libertadores de América. Apenas sonaba el timbre del recreo, salíamos a los basureros a buscar un bote de yogurt y así comenzar la pichanga. Como los equipos vestíamos de la misma forma, nos diferenciábamos entre los que usábamos la camisa adentro y afuera. Los goleadores imitaban los gestos técnicos del “Flaco” Dabrowski y el “Pato” Yáñez; los defensas, los del “Coca” Mendoza y del “Chano” Garrido, y los arqueros los del “Loro” Morón y del “Rambo” Ramírez. Jugábamos hasta quedar con la lengua afuera y a la clase entrábamos todos transpirados y con los zapatos plomos de tierra. En las tardes seguíamos jugando en el bandejón central de la Alameda, y recién cuando oscurecía nos íbamos para la casa a hacer las tareas.

Un día decidimos no entrar a la clase y nos fuimos directo a la sede de Colo-Colo, en calle Cienfuegos 41, ahí sacamos todos los ahorros para inscribimos como socios juveniles de la institución. Luego tomamos la micro y nos dirigimos al Estadio Monumental; le pedimos permiso al chofer para subir, pero se quedó reclamando porque no le pagamos. En los asientos de atrás íbamos echando la talla con los cabros, hasta que llegamos a Macul. El acceso era de tierra y caminamos hasta las puertas del estadio, las que estaban cerradas y las que tuvimos que saltar para poder ingresar. No fue fácil, porque al Rodrigo se le quedó el zapato ensartado en la punta más alta de la reja. Entre todos lo ayudamos a bajar.

Adentro del recinto había muchos escolares, seguramente como nosotros, ellos también habían hecho la cimarra. Me sentía emocionado y mucho más cuando Miguel Ramírez me firmó el cuaderno y plasmó el número 6, y cuando Marcelo Barticciotto lo hizo con su rúbrica y el número 7. Me fui feliz a casa como si estuviera en las nubes, pero esto me duró hasta que mi papá me preguntó cómo me había ido en el colegio y me pidió que le mostrara los cuadernos. Algo nervioso le pasé el que traía en mis manos y cuando lo abrió de par en par, exclamó: “Me alegro que hayas traído tan altas calificaciones… te invito a cenar”.~