Nadie en ningún lugar

Un cuento de Humberto Bedolla

ELLA DECIDIÓ IRSE a las tres semanas de confinamiento.

—No puedes irte. Solo los que van a trabajar o para comprar comida pueden salir de casa.

Me miró como siempre hacia, de forma dura. No sé porqué me parecía encantador. Pensaba que era una mirada franca, sincera. Lo cierto es que era difícil de soportar, siempre terminaba girando la cara cuando no bajaba la mirada. Confirmó que se iba. Se amarró el pelo con una coleta, se acercó a la nevera y se quedó mirando los imanes.

—Hoy es sábado, no trabajas. No puedes irte.

Ella tocó un imán de Nueva York.

—¿Sabes que tuve una oferta de trabajo para Nueva York? —dijo—. La rechacé para quedarme con un imbécil que hacía lo mismo que tú, aburrirme.

—No te vayas —dije sin emoción.

No sé porqué salió así. Sentía una presión en el pecho. Comencé a respirar más rápido.

—Deja me visto —dije mientras me movía del baño, de dónde salía de la ducha, al cuarto. Me bañaba con más ahínco durante el confinamiento que cuando iba a la oficina, por el virus. Tenía una pequeña toalla amarrada la cintura y el pijama en la mano. La solté en la cabecera de la cama, estiré el edredón y puse la almohada encima. Escuché cómo ella abría una lata de cerveza. Era lo único que teníamos en la nevera.

—¿Vas a beber ahora? Son las 10 de la mañana.

Escuché un ah de satisfacción. Me puse unos jeans y una camiseta sucia, la primera que encontré, estaba en el suelo, de la noche anterior. Busqué un par de calcetines limpios, pero no hallaba la pareja. Los saque todos y no había forma de tener dos iguales. Me puse los que tenía en la mano, uno azul el otro verde. Escuché un portazo.

—No puedes salir —grité corriendo a través del diminuto estudio con los zapatos en la mano.

En la mesa estaba la lata de cerveza. La tomé, estaba a la mitad. Me la acerqué a la boca pero comencé a toser. Luego a hiperventilar. Me dolía el pecho. Hijadeputa, pensé, te vas cuando no puedes salir.

No llevábamos más de tres meses. A la semana de conocerla en la explanada de la Puerta de los Morros se vino a mi casa. “Vivo en un apartamento en Lavapies, y lo voy a mantener como estudio.” Nunca me dejó ir. “No quiero que vayas, no me gusta que la gente vea mi trabajo sin terminar.” Tampoco nunca vi una ilustración de las que vendía.

Cuando la vi me enamoré. Estaba llegando a la parada del bus 60, en Carrera de San Francisco, cuando la vi caminado con una amiga. Bajé corriendo y la seguí. No pensé mucho en qué decir cuando simulé que la conocía. Me paré frente a ella y casi gritando dije “Hola”. Me miró cómo siempre, muy duro.

—No nos conocemos —dijo cruzándose de brazos.

Llevaba una falda de piel y una camisa negra sin mangas que le dejaba ver un tatuaje en los brazos. Logré no moverme y no recuerdo qué dije que comenzó a reír. Acabamos en mi cama, borrachos de cerveza y sin pensar en el futuro. Hasta ayer, que me dijo que se aburría.

—Es tarde. No hay nada hay abierto. Esto de la cuarentena es de locos —dije mientras la invitaba a mi piso. Se fue a la cama. No dijo buenas noches. Hoy tampoco dijo buenos días cuando me levanté al baño.

Me duele el pecho, hiperventilo y no tengo fuerza. Salgo sin saber a dónde. El policía que me detuvo, en la misma esquina de la Plaza de los Moros dónde nos conocimos, me dijo que hice bien en no querer contagiar a un taxista, pero que no podía ir andando al hospital. Me indicó que subiera a la patrulla y me acercó a urgencias.

—No está para la UCI —dijo una mujer a la que solo le podía ver la mitad de los ojos. Un cubre boca de plastico más grande de lo normal y de fabricación casera impedía la comunicación.

—Déjenlo en el pasillo. Es otra cosa. Ya lo veremos.

—Doctora, me voy…

Asintió y corrió a mirar a un anciano que entraba en una silla de ruedas, no podía respirar y le dolía el cuerpo. A mí también me dolía el cuerpo, pero hiperventilaba. Me di cuenta que lo que quería era que me dijera que no podía irme.

—…no tengo cervezas en casa. La última ya está amarga. A comprar al súper si se puede salir —dije al aire. Ya nadie atendía.

En la calle, Madrid desierto, no hay nadie en ningún lugar.∼