Manos llenas de sexo

Un cuento de Chris Aguilar / por Adolfo Reyna

 

¿Y QUÉ SI  leí a Borges a los 30? ¿Qué diablos les pasa a todos? Mis manos olían a sexo, y eso, tiene mucho más verdad de lo que ustedes dicen haber aprendido de Borges. Es más, desearía decir que lo odié, pero no es así. Pero que derecho tiene ustedes para despreciar a Ruvalcaba, a Cortázar o a Bukowski. Me mecía por las calles saboreando los sonidos de la noche. me tocaba los labios con los dedos y pensaba que eso era vivir la vida. Eso y no esto que me tiene en vela hoy.

Para terminar con el asunto de Borges y los otros, debo decir que llevo la siguiente semana a mis manos llenas de sexo, pensando en un poema ensayo del ciego obsesionado con el tiempo; sin entenderlo. No lo comprendo, pero pienso en Maricruz Patiño que nos preguntaba con su voz de ganso, ¿Qué entendiste del poema? Y cuando alguien decía, nada, ella gritaba, aleluya. Así me quedé toda la semana, sintiéndome bendecido con mi estupidez.

Mientras caminaba con las manos embarradas en el rostro pensaba en dos imbéciles. Y yo mismo me recriminaba, pensaba, que idiota pensar en un par de imbéciles con las manos llenas de sexo, pero era simplemente inevitable. El chisme fue que yo con todos mis asaltos eróticos, detesto a quien habla de sexo de una forma vulgar. Me explico: puedo escuchar que alguien cuente sin oprobio que se masturba mientras ve el canal del congreso, o mientras mira por la rendija del cuarto mientras su hermana se cambia o alguna de esas perversiones inexplicables que solo dios sabe por que puso en nuestra cabeza, pero no tolero a los idiotas que a la menor insinuación del pecado, como lo dice la santa iglesia, arman risitas y cuchicheos. Lo peor es que esos dos imbéciles calvos son mayores que yo. Me decía, maldita sea, estamos en un simposio de redacción erótica, lo menos que esperas es que se vuelvan unos eunucos de 15 años. particularmente cuando insinúan chistes misóginos sin atreverse a decirlos en voz alta. Caray, si algún privilegio guardamos aún, es poder ser machos y corrientes en privado. En fin. Las nalgas y mis manos a sexo se habían escapado a otra galaxia y yo estaba ahí detestando a ese par de idiotas.

El asunto de los idiotas creció en aquel simposio por que harto y sin ánimos de oír más sus risotadas les dije que corrieran ya al baño a masturbarse o buscaran una mujer en Tinder, a lo que el calvo menor dijo, Tinder no es para encontrar mujeres. Pensé que era un idiota, pero no me burlé. O sí, lo hice, pero de una forma discreta. Le dije, no pondrán un aviso en toda la pantalla del móvil, pero para eso se usa en el primer mundo, simio blanco. Y me dijo que estaba enfermo. Y yo no sé qué es peor, si estar enfermo con las manos llenas de sexo, o no estar enfermo y estar lleno de estupidez, tanto que se escurra por tus orejas como jalea de fresa. Idiotas, idiotas, pendejos.

El chisme fue que la noche siguiente conocí a una mujer en Tinder. En cuanto nos ligamos dije hola. Ella dijo hola también y me preguntó que estaba haciendo, y aunque estaba caminando por la plaza, le dije que estaba viendo porno. “Que intenso y directo”, me dijo, pero continuó la charla. Lo único que quería era saber si no se espantaba para seguir por ese camino. Entonces hablamos de sexo y terminé mandándole fotografías de mi pene cuando llegué a casa. Busqué porno entonces sí, y ella me mando fotos de sus enormes pechos; llevaba un tatuaje debajo de los senos, y eso me excito más. Comencé a masturbarme. Quisiera que me lo metieras ahora, pero creo que no me va a caber, escribió. Le pedí su dirección para ir y cogerla en ese momento, pero me dijo que estaba en medio de un tratamiento para el cabello con mayonesa y otros menjurjes. De todos modos, me dijo, mañana, por ahora quiero ver cuando terminas, y yo le mandé un video de mi pene chorreando en medio de la sala.

No vimos. Fue mañosa. Me engaño con sus fotos. No era del todo la que se veía en las imágenes, tenia un ligero sobrepeso que hacía que sus piernas se agrietaran por las estrías, y llevaba una faja que aunque no necesitaba, acomodaba un poco lo que le sobraba.

Luego de unas cervezas, buscamos una cajetilla de cigarros y un cuarto de 300 pesos por dos horas en el centro de Metepec. El cuarto era viejo, un hotel ya pasado por años: con su puerta de madera, su cama deteriorada, sus sabanas con agujeros, y por la ventana un paraíso frio y desolador que dejaba ver el valle de Toluca que solo a los de ahí y a mí nos gusta precisamente por estar fuera de toda belleza convencional. Abajo, una fiesta de mole y tequila tenia lugar. los niños y las muchachas pasaban de un lado a otro, apenas unos metros de donde luego le metería la verga a Mitzi.

Me desnudé. Me quité la camisa y le di un beso para iniciarlo todo. Me tocó por encima del pantalón, como si quiera saber si llevaba lo necesario o para comprobar que no le había mentido con ella con mis fotos. Entró al baño. Abrió la llave y se sacó la faja que llevaba. Definitivamente no la necesitaba. No la ocupaba por que mis ojos no podían alejarse de sus tremendas tetas que colgaban y bailaban de lado al lado mientras se acercaba a mí.

La noche anterior, luego de cerrar la cita, tomé una cinta métrica y me paré junto a la puerta del refrigerador. Marqué con un plumón sobre la pared la parte más alta de mi cabeza. Luego, con la cinta, fui descontando desde ese punto hasta llegar al 1.47 que me dijo, media. No estaba mal. Recordé a otra utilizando mi cuerpo para comparar y pensé, no es nada grave, seguro nos acomodamos en la cama al calor de los tragos, pero en cuanto se tendió sobre la cama e hizo de mi pene un barquillo, todo eso pasó a segundo plano. Con mis piernas cruzadas sobre su espalda, hice lo que los viejos luchadores cuando buscaban la rendición, hasta que con las yemas de los dedos me tocaba un par de veces las piernas para que le sacara el pene de la garganta instantes previos a la asfixia. Luego le di vuelta y la masturbé con un par de dedos. Lo hice hasta que me pidió que se la metiera. “Quiero sentirte dentro”, me dijo, y yo obedecí.

Lo hicimos de muchas formas. Misionero como marca el manual y fuimos cambiando las posiciones hasta que noté que los golpes la excitaban. Lo descubrí tarde porque luego de unas diez manotadas sobre la parte posterior de sus muslo, me vine como un caballo.

Estuvimos ahí, tendidos algunos minutos, dejando que el tiempo del cuarto se consumiera. No sé si fue broma o en realidad había sido su juguete esa noche, pero me preguntó, ¿Cómo te llamas?, lo que me hizo reír muchísimo. Nadie creería algo así.

Luego ella quiso seguir la faena, pero yo no estaba listo. Me puse el condón, pero mi pene dentro parecía con un pequeño pie dentro de un calcetín viejo. Se echó de lado y cerró los ojos. Yo tiraba la mirada sobre las copas de los arboles desiertas de hojas, con el frio seco salpicando mi estomago desnudo.

Más tarde encendió un cigarro. Vio el letrero sobre la puerta que decía, prohibido fumar y se fue al baño, lo que me hizo comprender que era una mujer madura. Volvió a la cama y jaló

la sabana para cubrirnos a los dos. Hablamos de algunas cosas, cosas sin sentido que no viene al caso mencionar ahora. Pasaron unos 15 o 20 minutos y comenzó a frotar sus piernas contra mis muslos, buscando que mi pene respondiera. Así pasó algunos minutos más, y el serpenteo de sus nalgas sobre mi escroto trajo a mí un hormigueo sensacional. Ella lo detectó. Pasó sus manos por mis piernas y bajó hasta encontrar mi pene, pero no se detuvo ahí. Besó mis piernas y continuó hasta llegar hasta mis huevos. Los chupó hasta que la saliva de su boca se hizo espesa. Le jalé del cabello con fuerza y gimió con ardor y soltura. Fue más abajo, comenzó hacer círculos en mi ano, y mi pene comenzó a reaccionar. Comencé a masturbarme mientras la enganchaba de nuevo con las piernas. Tomé el teléfono y saqué un par de fotos con su cabeza metida entre mis nalgas. Fue curioso que en ese momento recordara y meditara que ni siquiera en ese momento, cuando gozaba de su lengua y mi pene estaba erecto, nada igualaba a mi dureza de la primera vez que le mandé fotografías de mi pene. En eso estaba cuando estuve a punto de venirme. Le dije, casi me vengo, ¿quieres que te la meta?, y ella dijo que sí. Se tendió sobre la cama. Me tomó del cabello y me obligó aponerme boca arriba. Fue de arriba abajo, aprisionando mi pene con sus muslos gordos. Tuvo el primer orgasmo. Sentí como su jugo escurría por mis muslos como un panal. Ahora mi mente y mi pito estaba ahí con ella, libre de sacrificios y responsabilidades, entonces la obligué yo a ponerse en cuatro patas. Volví a tomar el teléfono y grabé el segundo episodio. Mientras buscaba la mejor toma, acariciaba sus nalgas con la mano que tengo llena de anillos. La emoción me hizo golpearla con frenetismo una y otra vez, como un matancero que busca destazar a la res. Ella gemía con rigor y furia, y eso me orillaba a seguirla castigando. Di la vuelta otra vez y la llevé de bruces a mis nalgas otra vez. Cuando estuve a punto de terminar, metí mi palo en su boca y ella chupo de él como el néctar de un pistilo. Terminamos otra vez, mi pantorrilla bajo su sexo recibió de nuevo su placer líquido.

El chisme fue que después de ese chisme, me miré al espejo mientras ella, roja de la cara, se sobaba las piernas. Tomé un libro de Sabines y leí unas líneas que a ella le valieron madre. Salimos de ahí y la dejé en el mismo bar. Caminé mientras olfateaba sus sexo sobre mis manos, como un chef que degusta los olores de una pasta humeante. Estaba hipnotizado. Trepé al camión para ir a casa y en la radio encontré al maestro Sergio Zurita hablando de poesía y sexo con una mujer que salve dios

no recuerdo su nombre, y ella, al calor de la charla, decía que las palabras para hablar de pasión se habían extinguido; todo eran lugares comunes. En ese momento el teléfono sonó, era ella. me decía, siento que un orco me la metió, y yo reí tanto que el chofer detuvo el vehículo y dio una vuelta por el pasillo para saber si no eran algunos muchachos que bebían clandestinamente. Luego de que el camión recobró su marcha, volvió a escribir: “todo muy bien”, pero ahora voy a borrar tuteléfono y quiero que tu hagas lo mismo.

Tardé un par de semanas en darme un baño. Lo hice así porque no quería quitar de mis manos el olor de su cuerpo. Cuando lo hice, recordé a la poeta y su último mensaje de ella. Fuera de pensamientos promiscuos pensé en Borges, Ruvalcaba, Cortázar y Bukowski, sintiéndome como un estúpido con mis memorias estériles.

Por eso retardé este relato hasta esta noche de abandono y ensoñación. Busqué el amor, o eso que todos quieren. Le mandé poemas a la bonita de la pizzería y traté de engatusar a una chiquita de 19 buscando también ser inmaculado, aunque eso a los ojos de todos fuera obstinado, o, mucho peor, enfermizo. Pero no puedo, a todos lados donde voy, la gente se mese entre beligerancias para esconder el deseo, vulgaridades también donde el fin ultimo es otro, como el mío, un cuarto de hotel de dos horas por trescientos pesos. Pienso en encontrar a Borges en todos lados, pero los relatos del viejo indecente me saben tan llenos de vida, que no me queda otra que acurrucarme con descaro a mis limitaciones carnales; muertas o vivas.∼