Lucifer gōman

Lucifer gōman es un fragmento de Rabia | Ikari, de Rafael Tiburcio García

 

Lucifer gōman

UN AÑO DESPUÉS de huir de Agnosia me encontré a Baxter en el Chilango. Platicamos de Plug y de Mutsumi-chan. Plug, desaparecida desde noviembre, había sido vista en compañía de algunos políticos de la nueva administración, convertida, por lo visto, primero en una escort de lujo y, después, en una flamante novia de vestido blanco. No quise detenerme mucho en el tema. Aquella tarde también me confesó algo que yo ya sabía; a él siempre le gustó Mutsumi-chan, desde que ella era novia de la Marrana; y, por una asociación extraña en su cabeza, la odiaba también.

Platicamos durante poco tiempo, una hora quizá, en un parque cerca de Ciudad Universitaria. Tras despedirnos fue claro que no volveríamos a vernos.

Durante unos momentos, la charla nos llevó a los viejos temas: drogas y rock; hablamos también de animación japonesa, Baxter nunca pudo entender su encanto.

Luego de la despedida me di cuenta de que todos los animes que alguna vez me sedujeron tenían algo en común.

En la primera Full Metal Alchemist los homúnculos eran el producto de una transmutación prohibida: el resultado eran esas criaturas, humanas a medias. Sólo podían morir cerca de los restos del cuerpo que les dio origen. En Cowboy Bebop ninguno es inmortal pero los personajes se llenan de plomo y como si nada. En Steins;Gate, Okabe traslada su conciencia hacia el pasado hasta evitar todas las muertes. En Dragon Ball los personajes mueren una y otra vez y siempre encuentran la forma de revivir. A los enemigos, en cambio, los cortan, amputan, decapitan y reducen a partículas, ellos se reintegran y continúan peleando. Nunca queda claro, ni con Cell ni con Majin Bu, cuándo se ha cruzado el punto sin retorno de su destrucción definitiva.

Eso me llevó a pensar en toda la violencia gratuita y «sin consecuencias» que vivimos con el Proyecto Ikari durante un año. No era posible que entre tanta estupidez fuéramos inmortales. No lo éramos y lo sabíamos. De todos modos nos portábamos como personajes de anime, y lo hacíamos justo porque estábamos conscientes de nuestra finitud, de esa filosofía roquera de «arder y desaparecer» en lugar de «consumirse lentamente». Era una forma de esquivar al destino hasta donde nos alcanzaran las fuerzas. Los adultos nunca han comprendido eso. Lo comprenden mientras son inmortales. Luego crecen y lo olvidan. Por eso creen que la vida de un inmortal está rodeada de un aura de irrealidad e hipérbole, de inverosimilitud. Para mí eran de lo más normal esas exageraciones y mentiras sobre el sexo y la violencia, del mismo modo en que son verdaderas las historias contadas por los ancianos. Todos exageramos nuestras hazañas. La diferencia está los grados de elegancia empleados. Baxter y yo, y todos los demás, éramos personajes de anime, al menos durante la adolescencia. Nuestro cuerpo era parte íntegra de nuestra identidad. También nuestras hipérboles ¿Hay inmortalidad más pura que aquélla?

Después de nuestra diáspora fue distinto.

Antes de venir al Sur, antes de ver a la bruja que me curó la rabia, Mutsumi-chan y yo vivimos una temporada en el Chilango. Después de vender la Caribe y de inventarnos nuevas vidas en Santo Domingo, alquilamos un cuarto cerca de Copilco.

Mutsumi-chan terminaba la preparatoria abierta en una escuela cualquiera para entrar a la carrera de Biología y yo había trabajado un año como asistente en una clínica de psiquiatría.

Me encargaba de operar la computadora con la cual se aplicaban terapias de neurofeedback a ratas con tda e hiperkinéticos. El trabajo era sencillo y, en la mayoría de los casos, inútil: les insertaba un par de cátodos en el cerebro y trabajaba con sus frecuencias cerebrales para calmar sus ímpetus; si hubiera trabajado en lo mismo un siglo antes hubiera bastado cortar una sección del lóbulo frontal para convertir a esas criaturas en santos. Ah, los tiempos nuevos. Esas terapias eran el último recurso para los padres cuyos hijos, aun cuando los atascaban de metilfenidato, no mostraban progreso alguno.

Trabajé en ese lugar para subsistir y, un poco, por amor al arte, por curiosidad. No por las ratas. Era una curiosidad por mí; retardada, eso sí. Años después la Neurociencia demostraría que el tdah era una falacia y, visto en retrospectiva, el año que dediqué a su estudio fue una pérdida de tiempo. Pero en ese momento me parecía casi un retiro zen. Hay drogas y pastillas que definen a cada época y la de mi generación fue el Ritalín, igual que para mis padres fue el Prozac y para mis abuelos la penicilina. Yo quería entender todo aquello antes de retomar mis estudios.

A mí, aquella ciudad me asqueaba. Aún me asquea. Y mientras decidíamos qué hacer de nuestras vidas nos inscribimos en la unam. Yo abandoné por un tiempo mis ideas de estudiar Neurociencias y fui a pedir informes para el examen de Filosofía y Letras. Me llevé una gran sorpresa porque el día de la inscripción vi de lejos a Baxter, subiendo al camión de cu. Al principio sentí algo de coraje porque su relación secreta con Plug me hacía sentir traicionado aún. Luego me calmé y se sobrepuso mi alegría de ver una cara conocida entre aquellas personas llenas de poses.

Aquella noche estaba alegre. Me conecté a internet y encontré a Baxter en el chat con uno de sus viejos nicknames, Stockman, como el doctor mosca de las Tortugas Ninja.

Nos saludamos como siempre y esta vez no hicimos las típicas bromas acerca de mi virginidad y de su madre. Confirmó que había ido a la facultad también. Mencioné que nos viéramos al día siguiente.

La última vez que lo vi fue en Agnosia, unas semanas antes de irnos. Mutsumi-chan y yo caminábamos por Guerrero y lo vimos con el cabello corto y el rostro bien rasurado. No vestía ropa de terciopelo negro ni le coqueteaba a cada vampiro que se cruzaba con él. Llevaba un atuendo ortodoxo: pantalón de gabardina y camisa a cuadros. Al saludarnos me abrazó emocionado y dijo:

—Me aceptaron en el Ejército. Me tocó bola blanca y por fin pasé las pruebas psicológicas, mi estimado. Ahora necesito fuerza. El Big Brother está cabrón. Ándale, felicítame, dame un beso.

Reímos. Él volteó hacia el piso y, al ver las líneas de la banqueta, miró a Mutsumi-chan y añadió:

—Mira, ahorita tu novio está allí y yo acá, él en lo que se debe hacer y yo en lo que no se debe. Un día —y se pasó de mi lado de la línea— yo también veré las cosas desde acá, mientras le agarro una nalga… y el Gato que ha sido como un padrastro estará orgulloso de mí.

—Y compraremos chomua y lo prepararemos con Kool Aid sabor místico.

—La próxima vez que me veas me dirás «Corporal Baxter».

Por eso me pareció muy extraño encontrarlo en la unam tratando de entrar a Filosofía. Aquél no era su sueño.

Al día siguiente me enteré del motivo. Como llegué tarde y no logré inscribirme, me quedé un rato viendo los discos y libros de los puestos del pasillo. Subí al edificio de la facultad y me quedé mirando desde las escaleras hacia una de las plazas. Lo vi venir a lo lejos, con el cabello largo y envuelto en su gabardina negra. Todos se hacían a un lado cuando pasaba. Hicimos contacto visual y lo esperé en el mismo sitio.

Unos minutos después llegó conmigo y aquí todo se confunde en mi memoria, porque iba desnudo. Sólo vestía la gabardina de terciopelo, raída, cubierta de un polvo rancio, y sus viejas botas militares.

Contuve mi impresión; él se dio cuenta. Tenía la verga flácida y de fuera, su glande dentro del prepucio colgaba como una bola, al rojo vivo. Antes de que pudiera preguntarle por qué iba así, un viento ligero le echó la gabardina para atrás y él empezó a rascarse las llagas de la cadera. Luego me miró y dijo:

—Disfruta la clase. A mí no me dejaron inscribirme. Te iba a decir desde anoche, pero insististe, cabrón.

Él, aún impasible y ya sin esa expresión inocente que tenía cuando nos conocimos en la prepa, me miró como si creyera que lo juzgaba.

—Yo no tengo la culpa —dijo, sin dejar de rascarse.

—¿Tus papás ya saben?

—Para ellos sigo en la base de Santa Lucía.

No respondí. Contuve con todas mis fuerzas el asco, el miedo, y lo abracé. Titubeé. Él lo notó y no le dio importancia. Lo abracé por poco tiempo, unos segundos apenas, y al soltarlo me sentía como alcanzado por su peste. Aunque sabía que aquella enfermedad no se transmite así, deseaba salir corriendo, arrojarme desde el barandal.

Me puse en cuclillas. Le até la gabardina con los jirones que otrora eran un cinturón. Él esbozó una sonrisa cuando vio, por primera vez después de tantos años, mis manos muy cerca de su verga, y nos fuimos del campus.~

Lucifer gōman es un fragmento de Rabia | Ikari, de Rafael Tiburcio García. La Portada Dragón sellando a la ira (2015, 21 x 30 cm. Tinta china sobre papel córsica) también es de Rafael Tiburcio García.