El brazo izquierdo

Un cuento de Josemaria Camacho. Ilustración de Rubén Prieto

 

Lalo (Puebla, 1978 – 2014).

YO PENSARÍA QUE ya estaba grandecito, pero él aseguraba estar viviendo una segunda adolescencia. O una tercera, si a esas vamos, porque tuvo arranques similares a los 15 y antes de cumplir los 28. Todo depende de qué queramos medir y qué signifique exactamente la palabra adolescente. De cualquier forma Eduardo —o Lalo, como él mismo se presentaba— tenía ya 36 años cumplidos. Juzgue usted a partir de lo que voy a relatarle.

36 es edad breve si se compara con la media nacional, es decir, con la esperanza de vida en ciudades grandes. Iba como a la mitad del camino, si consideramos Puebla una ciudad grande. Yo creo que sí lo es. En todo caso Eduardo tenía atención médica de calidad como para llegar por lo menos al promedio, siempre le impresionaron mucho la muerte y las deudas —en ese orden—, así que desde que tuvo empleo pagó un seguro de gastos médicos. El más completo. A cambio de esa precaución nunca se compró un coche o una motocicleta. Andaba siempre corto de plata pero sin deudas y con la salud cubierta —si la salud es algo que se pueda cubrir—. Ahora mida desde el otro lado: 36 es el doble de edad que la mayoría de los chamacos que entran a ese local. ¿Cuál local? El antrillo donde arrancó el desastre.

Ahora les dicen tatoo parlors, pero todavía el año pasado existían con un nombre genérico: locales de tatuajes, nada más. Este en particular se llamaba Stink.

Un poco de marco biográfico. Cuando Lalo tenía 13 se puso a fumar. A los 14 empezó a tomar cerveza ya sin asco. Para los 16 tenía años de experiencia en ebriedades y resacas. Y en sexo. Paréntesis: (todo esto lo sé porque Lalo lo presumía a la menor provocación, no porque haya estudiado su vida o hubiéramos sido grandes amigos). También a menudo presumía haberse hecho su primera perforación en la oreja antes que sus hermanas y haberse hecho su primer tatuaje sin cumplir la mayoría de edad. Unos días antes de empezar la carrera y, desde otro punto de vista, unos meses antes de abandonarla.

Ese primer tatuaje tenía que ver con Scorpions, la legendaria y espantosa banda de rock. En su juventud le gustaba mucho pero después ya no. Le daba vergüenza llevar esa anticuada «S» de tipografía pretendidamente futurista en un color gris opaco que alguna vez simuló ser plata. Yo, por mi parte, nunca he entendido la vergüenza del tatuaje viejo: los tatuajes marcan un momento de la vida y deberían quedarse como fueron concebidos en su momento. Taparlos y, en fin, hacerse un tatuaje a la moda y bonito es pura vanidad. Los tatuajes feos –creo– son orgullo puro. Lalo no estaba de acuerdo conmigo. Por eso, después de casi 20 años de tener ese tatuaje y más de diez de odiarlo, decidió cubrírselo con otro diseño más grande.

Fue a Stink, ese local oscuro al borde de la Recta Cholula-Puebla, muy cerca de la Universidad que abandonó. En breve conferencia con el tatuador decidió que cubriría la «S» con un diseño lleno de color, texturas y referencias contemporáneas.

Era un calamar maligno que le envolvía parte del brazo izquierdo, desde el hombro y casi hasta la mitad de la primera porción del brazo (es decir, lo que realmente se llama brazo). El último flagelo del calamar terminaba apenas arriba del codo. Lalo nunca dijo la palabra «maligno» al referirse a su nuevo tatuaje, pero estoy seguro de que lo era no sólo por el color rojizo, tampoco por la expresión de los ojos –muy humanos o más bien bestiales, es decir, inyectados de odio–. No. Estoy seguro de que lo era por lo que sucedió después.

Pausa. Debo decir que sonará muy improbable lo que voy a contar a partir de este punto, de manera que si prefiere no escucharlo o no me cree cuando digo que no tengo razones para mentir, puede abandonar la lectura ahora.

Me enteré de que el calamar de Lalo no sanó de la manera correcta. Es decir que sí, que hizo la breve costra que hacen los tatuajes, una especie de membrana blanquecina, pero que luego de aparentar salud, comenzó a darle problemas.

Una mancha sobre la piel del brazo, oscura como el color del vino, comenzó a asomar por los bordes del tatuaje. Una reacción sin duda extraña, puesto que parecía surgir en una hipotética capa de materia entre la tinta del tatuaje y la piel. Es decir, parecía que la mancha estaba debajo del calamar, por cuanto no lo contaminaba ni modificaba su dibujo, pero encima de la piel.

Lalo pensó en un principio que se trataba de un simple hematoma. Se le hacía extraño que hubiera surgido tanto tiempo después –digamos, unos cinco o seis meses– de haberse hecho el tatuaje. Llamó al tatuador por teléfono varias veces sin éxito. Una grabación le informó que el número que intentaba contactar había sido suspendido. Fue a visitar el local un sábado por la mañana sólo para darse cuenta de que ya no existía, de que estaba en remodelación con una lona que decía «Empanadas Lanús, próxima apertura». Buscó en Instagram y en Facebook pero tampoco ahí lo encontró. Era como si se hubiera esfumado.

Pasaron dos semanas más. Lalo vigilaba la mancha día y noche sin notar ninguna variación. Ni crecía ni decrecía ni cambiaba de color. Tampoco le dolía aún. Incluso se pintaba el contorno de la mancha con una pluma fina para cerciorarse de que se mantuviera igual. Seguía inclinándose a la hipótesis del hematoma.

Pero entonces la cosa cambió drásticamente. Una mañana se despertó con una buena parte del brazo cubierto por la mancha. Ahora ya no parecía estar por debajo del calamar, sino también por encima, y le había cubierto por completo: cabeza y flagelos. Lalo se asustó y corrió a urgencias de una clínica que le quedaba a dos cuadras. Lo revisó primeramente un internista que no se animó a concluir nada. Luego estuvo más de dos horas sentado en una silla de consultorio respondiendo preguntas a distintos doctores que, legítimamente interesados, entraban, miraban, preguntaban, anotaban y se iban. Ninguno supo decirle a Lalo lo que tenía en el brazo, ni siquiera el especialista en dermatología.

[pullquote]Lalo tuvo la oportunidad de mirar cómo se movía sobre la piel, dibujando unos patrones semejantes a los del humo del cigarro.[/pullquote]

Al término de esas dos horas sucedió lo peor. Mientras Lalo se desesperaba sentado, la mancha se expandió más allá del codo. Lalo tuvo la oportunidad de mirar cómo se movía sobre la piel, dibujando unos patrones semejantes a los del humo del cigarro. Se miró directamente y luego a través de un espejo que estaba empotrado en la pared, como tratando de añadir intermediarios a su percepción de un evento siniestro.

Corrió por los pasillos del hospital hacia la sala de médicos. Gritaba ayuda, ayuda sosteniéndose el brazo izquierdo con el derecho. El prodigio era enteramente visual, Lalo no reportó dolor en ningún momento, pero no por eso dejaba de ser impresionante. Llegó al fin a la puerta que buscaba, la empujó y descubrió a un grupo de médicos y enfermeras que tomaban café y reían alrededor de una mesa. En cuanto entró, todos se pusieron de pie y se acercaron a él.

—¡Se está moviendo, la mancha! ¡Se está moviendo como agua! —gritó desaforado.

—¿Qué demonios…? —alcanzó a preguntar uno de los doctores.

Lalo perdió la conciencia y cayó al suelo.

Al despertar estaba internado, acostado en una cama y con un suero intravenoso enganchado al brazo derecho. Quiso mirarse el izquierdo pero lo tenía vendado. Dos médicos aguardaban a que despertara.

—¿Qué me está sucediendo, doctor? —preguntó Lalo.

—No estamos seguros, señor Rodríguez —dijo uno de los médicos, Juárez, se llamaba—, creemos que se trata de una especie de gangrena. Hemos estado revisándola cada veinte minutos durante las dos horas que ha estado en esta cama y cada vez está peor.

—¿Qué sugieren hacer?

—No estamos seguros —repitió—, si esperamos a que vuelvan las pruebas del laboratorio, quizás la mancha se haya extendido hacia el cuerpo y hacia la mano.

—¿Puedo ver?

—Por supuesto.

El doctor Juárez comenzó a remover la venda con lentitud. Entonces Lalo —según relataron los dos doctores en sendos reportes videograbados que acompañaron a los registros del parte médico— recibió de golpe todo el dolor que no había sentido antes. Gritó y se convulsionó como si su brazo estuviera en llamas. Uno de los médicos lo sujetó contra la cama mientras el otro apuraba la labor de desenrollar la venda. Casi llegaba a la piel cuando se percató de que se había desintegrado por completo. Pegada a la última vuelta de venda había apenas una membrana fina de piel muerta, completamente negra, como tostada. Una sustancia viscosa se estiraba formando puentes de mucosa transparente entre la venda y lo que quedaba debajo. Lalo gritaba frenéticamente mientras miraba el despojo de lo que solía ser su brazo: unas ruinas orgánicas, un espectáculo macabro de tendones rotos, músculo roído y sangre. Dos camilleros entraron corriendo al cuarto para ayudar al médico a sujetar a Lalo. En el fondo del puré de carne, el hueso asomaba opaco, hueco y en apariencia muerto. Sin abandonar una mueca que oscilaba entre el asco y la curiosidad científica, el doctor Juárez dijo:

—Eduardo, tenemos que entrar a quirófano y amputar ya. Si esperamos a saber qué es será demasiado tarde.

Lalo perdió el conocimiento de nuevo antes de asentir, pero el doctor Juárez tomó la decisión de realizar la maniobra. «Nunca había visto que una gangrena avanzara con tal velocidad, por lo que no creo que se tratara de esa condición. Esto tiene que ser provocado por una sustancia o un organismo externo, venenoso y sumamente corrosivo», declaró en el video unos días después.

Cuando Lalo volvió a la consciencia ya no tenía brazo.

—La pesadilla terminó —dijo el doctor Juárez cuando lo vio despertar. Pero la pesadilla apenas comenzaba.

Una semana más tarde, mientras tomaba uno de esos baños con un solo brazo a los que no tuvo tiempo de acostumbrarse, Lalo descubrió que tenía una mancha en el pecho similar a la que había provocado el calamar.~