Huesos y olas de mar

Un cuento de Melissa Tarabay

ELLA LO SABÍA. Conocía a la perfección la delgada línea entre estar acurrucada de Daniel y aferrarse a las partes escondidas de su piel. Una leve sonrisa contestaba las dudas que nadie tenía acerca de cómo se sentía ahora que abrazaba a alguien que no fuera Jorge. Había pasado tanto tiempo o muy poco desde su ruptura, y Mariana no lograba decidirse si seguir de luto por los planes abortados o terminar por enterrarlos y superarlos –como lo hizo con el pájaro de nombre Marcel, que se estrelló en la ventana del cuarto de su infancia–. Algunas noches se acordaba de aquella planeación de vida ilusoria que le había impuesto la entonces presencia de Jorge, otros días nublados lloraba junto con la lluvia el dolor que se mantenía en su garganta y entrañas.

En ese momento surgió algo nuevo, una forma distinta de vivir su tarde. Cuando Daniel entró al cuarto, Mariana estaba sola, acababa de despertar. Largas horas se pasaron, mientras ellos veían sus rostros de manera minuciosa, con cierta gula entre las pupilas y mucho antojo de engullirse sus bocas. Ya lo habían intentado antes, darse caricias sexuales no era cosa nueva para sus cuerpos, se quedaron quietos buen rato, enramados dentro de una cama individual. Las paredes blancas daban la sensación de achicarles el espacio dentro del cual aquellas dos personas se apretaban cada vez más, al mismo tiempo que sus huesos se agrietaban con los abrazos. Y sucedió, la luz que emitían los ojos de Mariana se fue opacando lentamente. Una ceguera momentánea intensificó el dolor que sus huesos gritaban, a pesar del malestar óseo que golpeaban sus tímpanos, se resistió a mostrarle alguna señal de tormento interno, pues ella había pedido estar ahí, quería dejar el rastro de sus huellas digitales en cada tatuaje y lunares que tenía su compañero momentáneo. El ruido de crujidos y zarpazos llegó a continuación. Daniel respiraba el ombligo de Mariana con su lengua, al mismo tiempo que conquistaba los grandes muslos de ella, le curaba los dolores sobándole duramente su estructura corpósea. Él no lo sabía, pero la curaba con el corazón, pues su lengua misma estaba hecha con la pulpa de este.

El tiempo seguía ahogándose entre los parpadeos, y ninguno decidía avanzar. En parte se debía a la incertidumbre de encontrar sentimientos concretos, pero ¿cómo saber, si se puede querer concretamente a alguien? Continuaron los segundos de placer intermitente, hasta que un soplido fugaz parecido al vaivén de la sal marina mezclada con la arena se tejió entre los huecos y danzó entre los huesos, mismos que entorpecían el ritual amoroso al que estaban acostumbrados  desde hace mucho tiempo a participar. Pero aquella promesa corpórea se tuvo que limitar a unas caricias dolorosas que a Mariana le tocaba aceptar y a Daniel, la sutil presencia de no prometer nada, pues su cuerpo le pertenecía al viento, y a las olas del mar.  

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