Ilustración vs Síndrome del Impostor

Un texto de Gustavo Rodríguez

 

JEN HA ESTADO acostada todo el verano. Los días se fueron volando, se da cuenta, con los muslos pegados al sofá de cuero, sudor de agosto acumulándose bajo sus axilas. Su dolor de espalda nunca se esfumó, a pesar de seguir las órdenes del doctor. Dos semanas de inactividad se volvieron cuatro, luego seis, luego dejó de contar. Ha estado dormitando, y cada vez que despierta sus ojos brincan hacia el cajón de la cocina. Una veinteañera tetona e hiperactiva enlista las virtudes del Sartén Maravilla® en la televisión, pero Jen dejó de prestar atención hace tiempo. El control remoto sigue en su mano por alguna razón.

Tal vez sea injusto afirmar que ha estado horizontal todo el verano. La verdad es que tuvo algunos logros. Finalmente envió los papeles del divorcio a su abogado hasta San Bernardino para agilizar el proceso, pero el abogado nunca respondió. También logró limpiar todo el departamento una mañana de mayo (incluyendo la húmeda y ahora vacía cochera que solía contener las pertenencias de Bruce), sólo para hallarse sumergida en suciedad dos días después. Es increíble el desorden que una sola persona puede hacer viviendo en algún lugar. Esa mañana triunfante en la que juntó los vestigios de Bruce en cajas de cartón marcadas como basura fue lo más parecido a felicidad que había sentido en meses, quizás años, pero sólo lo notó tras escuchar el ruido que hacían los colectores al llenar el camión. Los camiones de basura de Potrero tenían el hábito de apestar toda la calle cada vez que pasaban, con sus escapes masivos y sus compactadores goteando mugre color verde oscura, aceitosa como el negativo de un arcoíris contra la luz del Sol. Curiosamente, Jen sintió una ola de alivio al verlos, respirando ligeramente, como si la hubieran enjuagado por dentro.

También había hallado un par de grupos de ayuda, cada uno más extraño que el anterior, pero todos logrando distraerla lo suficiente como para alejarse del cajón de la cocina. Sólo pensar en esa gaveta la hace temblar y contraerse, algo que su espalda no está tomando muy bien. El numerito de los grupos de ayuda comenzó en el sótano de una iglesia Metodista. La Parroquia de Saint Emile acogía reuniones semanales en su vasta y a menudo polvorienta sala de ensayo. La orquesta estudiantil del pueblo ya no se reunía a practicar ya que era verano, así que la iglesia le había ofrecido su espacio a las Hermanas Supervivientes con las siguientes condiciones: a) que limpiaran después de cada reunión, y b) que no saquearan la alacena de la Iglesia.

Era extraño visitar una iglesia después de quince años de abstención. Jen había decidido que Dios no existía a los diez años de edad, una noche que su madre llegó a casa más borracha de lo normal. Molly no pudo calmar a su madre como de costumbre. La hermana mayor de Jen gritó ante un horror invisible, y cuando Jen entró corriendo a la habitación para tratar de separar a su madre y a su hermana con su preadolescente y escuálida figura, terminó recibiendo cuatro nudillos en la boca. Su madre no solía necesitar armas para ser feroz, pero esa noche tomó un cinturón y comenzó a azotar a Jen, a Molly, a diversos muebles al azar, y entre latigazos Jen pensó que ningún Dios permitiría eso, e incluso eso no era nada comparado a otros crímenes más aborrecibles cometidos en todo el mundo, y si Dios no los ayudaba a ellos, ciertamente no movería un dedo para salvarla a ella.

El recuerdo se adhiere a Jen como lo hacen las pesadillas impactantes, con detalles horripilantes y una eterna sensación de urgencia. No puede decidir que es más espantoso, si los años de abuso evocados o la presencia física del cajón de la cocina, tan presente y a la mano. Por suerte, el lema de las Hermanas Supervivientes viene al rescate una vez más, recordándole que nada puede dañarla sin su permiso. Jen se da cuenta que le robaron el eslogan a Gandhi, pero éste funciona de todos modos. Ella solía pensar que los grupos de ayuda eran una farsa, y por ende ignoró el tema cuando una empleada de Kmart le contó sobre las Hermanas. Una prima tercera o cuarta de la empleada de Kmart también había salido de una relación abusiva, y las Hermanas habían sido de gran ayuda. Tal vez Jen debería asistir a una de sus reuniones. No estaría de más, ¿o sí? Entonces, ¿papel o plástico?

No era como si esta empleada y Jen fueran grandes amigas. Incluso ahora, Jen intenta recordar su nombre. Esas etiquetas de plástico con el logotipo de Kmart sirven más como anuncios que como etiquetas. Pero la poza de chismes nunca se seca en lugares como Potrero, y la curiosidad siempre supera al sentido común. Le habían sacado el tema en cafeterías y parques y gasolineras e incluso al volante, cuando el semáforo se ponía en rojo. Y tras mucha consideración, decidió que se convertiría en la flor marchita y divorciada que el pueblo quería que fuera. Su vida ya era agotadora, con su dolor de espalda crónico y su psique deshecha, como para pelear una batalla adicional sin final a la vista. Así que un sábado se levantó del sofá y se aventuró a la tarde de Mayo, pasando Clark’s Café y Rogers Park hasta llegar a la Parroquia de Saint Emile, esperando hacer las paces con su mayor némesis.

Gracias a Dios, nadie sacó el tema de Dios. A diferencia de Alcohólicos Anónimos, las Hermanas Supervivientes no se basaban en un programa de Doce Pasos; la fase de entregarse a un Ser Supremo completamente ausente. En realidad, las Hermanas Supervivientes no tenían una estructura, programa, o protocolo salvo las más básicas reglas cívicas. La prioridad número uno era simplemente ofrecer apoyo, compartir y escuchar, tratar de sanar a los demás y a una misma. Algo así como una meditación compartida, alguien le dice a Jen al llegar, entregándole una etiqueta personalizada.

Entonces, es la primera reunión de Jen, y rápidamente se está dando cuenta que seguirá viniendo. Lo que alivia su ansiedad es el reconocimiento inmediato de la variedad del grupo. No hay dos historias iguales. Ningún rostro repetido, ninguna sucesión de clichés como ella había esperado. Claro, surgen tramas similares de vez en cuando, y las reacciones que éstas reciben también son algo generales, pero eso es lo llamativo, cómo todos hallan el mismo consuelo sin importar qué tan banal o rara o jodida sea la fuente. Una ex-integrante de una pandilla de motociclistas intentando escapar de las peleas en bares y las huidas al amanecer y la delincuencia en general puede mágicamente identificarse con una ama de casa suburbana, apacible, recién abandonada y muy, muy embarazada. Una miope con el brazo en un cabestrillo relata la vida que condujo a ese yeso fresco y a la gota que derramó el vaso y la obligó a abandonar la nave, pidiendo aventón hasta Potrero, dejando atrás los golpes por un futuro vaporoso, y la ninfómana en recuperación que solía ser prostituta puede sentir esa lucha en sus huesos, puede entender la voz temblorosa de la miope como un lenguaje psíquico. Incluso las que apenas pueden hablar, la universitaria violada al borde de un colapso nervioso aferrándose a la lana brillante de su enorme suéter como si fuera un salvavidas y la pelirroja huérfana que creció en doce hogares diferentes sin jamás sentirse en casa, ellas también pueden intercambiar sus secretos por cabeceos y silencios calmantes. Jen está al borde de las lágrimas después de dos horas de recepción dramática pura, abrumada por historias, y cuando el foco de atención la alumbra no puede evitar desmoronarse, soltando sus agonías entre sollozos, aliviada por el conocimiento de que las Hermanas lo han visto y oído todo. Por primera vez en su vida, Jen saborea la verdadera camaradería, sus traumas y sus fantasmas uniéndola a otros en vez de marcarla o marginarla.

La Líder del Grupo es una mujer rechoncha con pelo azul puntiagudo y flácidos brazos tatuados con serpientes rizadas y arrendajos en ascenso. Una ex-hippie de los años sesenta, Dahlia creció rodeada de discos de Hendrix y paliacates teñidos. La única hija de académicos rezagados que promovían a Bob Dylan y a Dylan Thomas y que perdieron toda credibilidad al intentar reconciliar ambos Dylans, Dahlia siguió los pasos de sus padres años después, cuando todos ya habían cambiado la Psicodelia por Soul y afros y Fiebre de Sábado por la Noche. Pero Dahlia aún creía en el amor libre, y por ende siguió a una serie de amantes fuera de su natal Portland, hasta Boulder y Eugene y Arembepe y Oaxaca, sólo para terminar en Los Ángeles, pobre y sola y luchando con una década de adicción a la heroína.

Pero Dahlia logró dejar las drogas y trabajó como mesera para mantenerse a sí misma y a sus aspiraciones, le dice al grupo cuando llega su turno. Ahora, veinte años y una licenciatura en Estudios de la Mujer después (su tesis fue sobre El Segundo Sexo de Simone de Beuvoir, naturalmente), Dahlia invierte su tiempo ayudando a los demás, tratando de unir a las mujeres mediante Hermanas Supervivientes y Fempower, otro grupo de apoyo que co-administra. Está agradecida con todas por venir y compartir, y les recuerda a las calladas que nadie está aquí para juzgar, pero que compartan cuando estén listas. Hay una ronda de aplauso semi-incómoda. Las mujeres estrechan manos y secan lágrimas y comienzan a irse una por una, mientras Dahlia apila sillas y desenchufa la cafetera de tamaño industrial.

A Jen le agrada la Líder del Grupo y se ofrece a limpiar el sótano con ella. Las hernias discales de Jen le impiden ayudar con la pesada cafetera, pero explica que es buena con la escoba. A Dahlia no le importa cargar, y tras llenar la cajuela del maltrecho Nissan Stanza se dan la mano y toman caminos separados. En las siguientes reuniones, Jen reparte folletos y vende boletos para rifas y en general actúa como la asistente de Dahlia, pero a Jen no le molesta; ha pasado un rato desde que alguien necesitó a Jen para algo. La Líder del Grupo la toma bajo su tutela y eventualmente la invita por un trago en un bar cercano (gracias a Dios que esto no es Alcohólicos Anónimos, ríe Dahlia), pero la espalda de Jen expresa sus quejas y la idea de sentarse en un taburete por tiempo indeterminado la enerva. Así que Jen sugiere tomar una copa en su departamento en vez. En la tercera noche consecutiva de amistad y bebidas post-sesión, Dahlia finalmente menciona Fempower.

“¿Te has dado cuenta que nunca hablamos sobre estructuras de poder en Hermanas Supervivientes?”

“¿Deberíamos?”

“No… Lo que quiero decir es que Hermanas Supervivientes se enfoca principalmente en la recuperación. La curación es el primer paso hacia el objetivo real.”

“¿Cuál objetivo?”

Aquí es cuando el brillante título universitario de Dahlia se vuelve en verdad útil. Es como la perilla de un grifo girada ciento ochenta grados, cada texto intelectual y ensayo pensativo que alguna vez leyó chorreando, pisoteándose mutuamente, parando sólo para permitirle a Dahlia otro sorbo de su Pabst Blue Ribbon. Jen escucha apellidos, algunos de los cuales le suenan (Austen, Kahlo, Angelou) y otros en su mayoría desconocidos. Está Steinem, Wollstonecraft, Bordo, Friedan y algunos más que Jen ni siquiera puede pronunciar. Pero aún así permanece absorta y un poco borracha, las puertas de un mundo misterioso, complejo y exclusivo extendiéndose frente a ella. Dahlia hace su mejor esfuerzo para apretar cien años de teoría feminista en un lapso de sesenta minutos, arrastrando las palabras y pausando para ir al baño, pero logra darse a entender más o menos bien. Así que cuando invita a Jen a otro grupo de apoyo más atrevido, Jen acepta, sintiéndose prematuramente sanada y lista para la batalla.

La primera impresión que tiene Jen sobre Fempower es que se parece a Hermanas Supervivientes pero con una pizca de actitud. Ya no un compendio de bellas estatuas agrietadas sino un panteón vigoroso sin nada que ocultar, sin cicatrices que cubrir. No hace falta sanar. Sus filas están compuestas por académicas en su mayoría, jóvenes y veteranas. Jen se siente ligeramente fuera de lugar al principio. Sus hábitos de lectura dejan algo que desear. El último libro que tomó fue la Teleguía, e incluso eso fue sólo un vistazo. Había seguido el consejo de Dahlia sobre abordar los clásicos, y visitó la malnutrida biblioteca pública de Potrero cargando un bloc de notas lleno de apellidos ilustres. Pero los libros permanecieron sin abrir por semanas, resellados, llevados de ida y vuelta sólo para terminar viéndose bonitos en su mesita de noche. Y ahora estamos a mediados de Junio y la primera sesión de Fempower de Jen empieza en una hora y es inútil pretender saber lo que está escrito en ellos, así que su mejor apuesta es anunciar su neofitez de inmediato.

La dinámica de Fempower es idéntica a la de las Hermanas. El círculo de sillas, la cafetera industrial, los turnos para hablar, las introducciones y breves biografías. Pero este grupo de plano descarta lo divino y por ende se reúne en el maloliente gimnasio del Colegio Comunitario de Potrero. Un receptáculo apropiado para el debate académico si ignoras las pelotas de baloncesto y los pompones flácidos y las colchonetas destripadas, admite Jen. Afortunadamente, su ignorancia sobre la teoría feminista nunca sale a tema, ni siquiera se menciona cuando Jen se levanta para anunciarse como nueva, ansiosa por conocerlas a todas. Las chaquetas de pana con parches en los codos y las gafas gruesas a su alrededor suben y bajan, asintiendo y aplaudiendo, comparando su situación a una especie de despertar, lo cual suena algo sectario, pero qué diablos.

El cajón de la cocina ha permanecido cerrado casi ocho horas, un nuevo récord personal. Tal vez las historias y los lemas robados funcionan después de todo. Bueno, al menos el de Hermanas Supervivientes funciona. A Jen no se le ocurre una situación en la que pudiera emplear salve la pepa. El lema de Fempower siempre le incomodó. Llamar pepa a su vulva no la hacía sentir empoderada, sólo extrañamente varonil. Simplemente vulgar, naca, como solía decir su madre. Casi podía sentir su cuerpo sudando excesivamente y sus pechos creciendo hacia adentro ante la idea de gritar salve la pepa durante las reuniones. Así que nunca lo hizo. Nadie había notado que ella era la única murmurando al final de cada sesión, la única que nunca hablaba de vulvas, ya sea la suya o la de alguien más. Para Jen, las vulvas son similares a los estigmas, indecibles y vagamente vergonzosas. En el fondo tiene miedo de ellas, de tropezarse con la vulva de alguien por alguna razón, de hallarse en un jardín de vulvas al aire, de no saber qué decir o cómo comportarse al confrontar una vulva ajena, geométricamente recortada o descuidada o discreta o en su jugo o sangrando o hecha de lenguas desbordadas. Incluso su propia vulva es un misterio para ella en cierto modo, sólo cruzando caminos con ella cuando es estrictamente necesario, como cuando compartes un departamento con gente que desprecias.

Por fortuna, la fijación de Fempower con las vulvas es en mayor parte figurativa. Después de algunas reuniones Jen entiende que cuando Dahlia y su compañera Collibrina hablan de salvar la pepa se refieren a liberar a las mujeres. No está claro si Dahlia y Collibrina son parejas sexuales o sólo co-administradoras, o incluso si Collibrina es su nombre real, pero Jen ya carga con suficiente ansiedad así que intenta no pensar en eso. Tampoco está claro lo que significa liberar a las mujeres. ¿Liberarlas de qué? ¿Hacia qué? Jen encuentra algo parecido a una respuesta mediante las colegas de Dahlia. Las Doctoras en Sociología y Filosofía afirman que el grupo es un ejercicio de despertar femenino. Otra vez esa palabra. Un descendiente del movimiento por los Derechos Civiles de los 60s y la Revolución Sexual de los 70s, creciendo y adaptándose al cambio de milenio. La profesora ratonil sentada junto a Collibrina dice que básicamente se trata de derechos de las mujeres modernas, y Jen piensa, ¿era tan difícil decir eso? Ella puede sumarse a esa causa.

Junio se evapora entre foros universitarios sobre concientización de cáncer de mama y cruzadas por derechos anticonceptivos y discursos megafónicos exigiendo equidad de salarios y plantones no-violentos frente al Ayuntamiento para demandar la legalización del aborto. No es que estas protestas sean particularmente efectivas o que estos temas sean vitales para Jen. Nunca ha tenido un trabajo remunerado pero sin duda le gustaría que le pagaran igual que a los hombres si algún día llegara a tenerlo. Cualquiera en su sano juicio le teme al cáncer, pero Jen trata de no tenerlo muy presente porque le agobia pensar en más citas y medicamentos, naturalmente. No le interesan mucho los anticonceptivos, a juzgar por su vida amorosa en coma, y sus opiniones sobre el aborto son asombrosamente católicas a pesar de su guerra contra Dios y su nuevo “despertar”. Le duele seguir arrastrando su educación, aquella tóxica y atroz tradición que no logra sacudirse aún sabiendo que los colmillos de ésta fueron la causa de todo su sufrimiento reciente. Y a pesar de sentirse parte de un grupo y de una causa, a pesar de agregar nuevos y extravagantes adjetivos como patriarcal y falocéntrico a su vocabulario, todavía se siente falsa e insuficiente en partes iguales, una paradoja en sí misma, Ilustración versus Síndrome del Impostor.

Ahora hay otra veinteañera tetona en la tele afirmando que la MegAspiradora® puede absorber un plato de sopa en tres segundos sin derramar una gota. Gran cosa. Jen podría alcanzar el cajón de la cocina en tres segundos también, sin problema. Puede que Fempower haya sido intelectual y moralmente complejo, pero al menos le daba algo más en qué pensar.

Corte a principios de Julio. Jen y Dahlia sostienen latas de pintura en aerosol, aún pensando lo que deberían decir sus pancartas. El pasado hippie de Dahlia resurge de vez en cuando, insertando LIBERTAD y JUSTICIA en la mezcla, pero el mensaje resulta conflictivo de todos modos. LIBERTAD es precedido por GUERRERAS BUSCANDO, y JUSTICIA es seguido de O MUERTE. La protesta más reciente de Fempower implica un llamado para la liberación inmediata de una camarada que fue encarcelada por mostrar sus pechos pintados de rojo durante una protesta por los derechos animales. Así que vamos de vuelta al Ayuntamiento en el Stanza de Dahlia, el cual huele a sudor y pintura fresca y café rancio. Dahlia apaga la radio en un semáforo y se voltea hacia Jen.

“¿Sabes qué haremos si no logramos liberar a Katrina?”

“¿Quieres decir liberarla físicamente? ¿O estás hablando de sus… partes privadas?”

“Me refiero a liberar a Katrina físicamente.”

“No tengo idea. ¿Podemos llevarle algunos libros, tal vez?”

“No”, ríe Dahlia. “Entonces le pediremos ayuda a XX.”

Incluso tras captar el juego de palabras, XX sigue sonando más peligroso que jocoso. Al igual que Fempower abandonando las pretensiones religiosas por una labor cívica, XX arroja el civismo por la ventana en favor de franca anarquía. Al menos esa es la impresión que tiene Jen cuando Dahlia explica el grupo entre gritos, afuera del Ayuntamiento. Jen sostiene un inestable letrero de madera junto a veinte académicas virulentas cantando VO-LUN-TAD, POR LA LIBERTAD. Es como si estuviera en el escenario, Primer Acto, y olvidara sus líneas. Y mientras tanto intenta obtener respuestas de Dahlia, quien sostiene su fiel megáfono y hace ping-pong con Collibrina en un patrón de llamada y respuesta.

“¿QUÉ QUEREMOS?”

“Oye Dahlia…”

“¡LIBERTAD A NUESTRA HERMANA!”

“¿A qué te refieres con radical?”

“Ahora no es el mejor momento, niña. ¿CUÁNDO LA QUEREMOS?”

“Pero… ¿qué va a hacer XX?”

“¡AHORA!”

“¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de ir más allá?”

“No, es sólo que-”

“¡VO-LUN-TAD!”

“¡POR LA LIBERTAD!”

“Creí que ya habías vencido el victimismo y la opresión. Tiempos desesperados requieren medidas desesperadas.”

“Lo sé. Créeme. Es sólo que-”

“¡SO-MOS KATRINA!”

“¿A qué te refieres con medidas desesperadas, Dahlia?”

“Sólo espera mi llamada.”

Ahora Jen en verdad se preocupa por la libertad de Katrina y comienza a gritar YA LIBÉRENLA, CARAJO, una y otra vez. Sus colegas feministas están gratamente sorprendidas por el repentino aumento en su bravuconería. Le dan palmaditas en la espalda y pulgares arriba pero a Jen no le importa la aprobación en este momento. Y a medida que el Sol se hunde en el horizonte, tras las filas de policías de brazos cruzados custodiando el Ayuntamiento, la sombra de una nube se cierne sobre Jen, aún sosteniendo el cartel que dice YA FUE SUFICIENTE.

¿Pero lo ha sido? Jen se pregunta cuándo será suficiente, tumbada en el sofá de cuero pegajoso después de una intranquila noche de Julio. ¿Cuándo podrá pararse por sí misma, sin depender de la fraternidad victimizada o el activismo revoltoso? Ahora que el prospecto de medidas desesperadas ha sido puesto sobre la mesa, Jen reconsidera el aburrimiento y la soledad. Cada vez que piensa en dar el esfuerzo extra, su espalda ruega ser tomada en cuenta. Tal vez podría utilizarla como excusa para evitar a XX, sea lo que sea. Esas dos cruces le recuerdan a la forma en que se ponen los ojos de las caricaturas cuando las matan de forma cómica, tras un yunque caído o una explosión de T.N.T. Pero esto es serio, pues Jen descubre que se siente en deuda con Dahlia después de todo. Ella le ofreció apoyo y consuelo tras el divorcio. Ella exorcizó a Bruce del departamento con prosa erudita y cervezas. ¿Qué clase de amiga sería Jen si se negara a ayudarla después de lo que habían vivido?

Así sigue la cosa por días y días, su yo solidario dando dos pasos adelante sólo para dar tres pasos atrás minutos después, persuadida por su mitad temerosa. Sus engranes mentales sólo se detienen cuando el teléfono suena un sábado por la tarde. Jen contesta con manos temblorosas, esperando que sea alguien intentando venderle una suscripción a una revista.

“Luz verde para XX.”

“Mmmmmmmm.”

“Mañana. Diez treinta AM. Ayuntamiento. Trae zapatos cómodos.”

“¿Para qué?”

“Ya verás.”

Entonces Dahlia cuelga sin decir adiós, como en las películas. Jen está parada entre la cocina y la sala, tiritando con el teléfono en la mano, y tras dar vueltas en círculos y enredarse con el cable por toda una eternidad, finalmente rompe con su esclavitud y salta hacia el cajón de la cocina. El mismo cajón de la cocina clavándole la mirada ahora, en agosto. Su espalda empapada en sudor y fusionada al sofá de cuero aún cruje.

Jen llega al Ayuntamiento lánguida y demacrada, como recién salida de un sueño. Sus tenis deportivos jamás han experimentado deporte alguno, y aquella blancura la hace fácilmente detectable. El Stanza vacío de Dahlia está estacionado junto a una camioneta anodina, los únicos dos vehículos en la zona. Jen se contonea por el estacionamiento hasta que la puerta de la camioneta se desliza, revelando algo en verdad horrible. Dahlia sale únicamente vistiendo tenis y una gorra de béisbol, megáfono en la mano. Detrás de ella hay una masa retorcida de miembros y torsos descubiertos. Doce damas desnudas salen como si el vehículo fuera un carro de payasos, como si una camioneta llena de nudistas fuera algo ordinario.

“Es hora”, dice Dahlia. “Mostrémosles a estos bastardos que hablamos en serio. Fuera ropa.”

Ahora sí que las pesadillas de Jen se vuelven realidad. Vulvas nervudas, maduras, canosas, vulvas enfrentando la jubilación y pensando en mudarse a Florida, vulvas andrajosas y curtidas como si hubieran pasado años a la intemperie, vulvas ásperas que parecen nudillos de boxeadores, y también vulvas apretadas y frescas que bien podrían oler a lavanda o pino. Vulvas luciendo extraños cortes de pelo, vulvas tímidas, vulvas que no concuerdan con el cabello teñido de sus dueñas, vulvas que parecen estar hablando entre ellas, vulvas cuyas barbas parecieran pertenecer en el rostro de un viejo y sabio mago. Aquí hay todo tipo de vulva, y todas se mueren por conocer la de Jen. Salve la pepa.

“Vamos, niña. No es momento de ser tímida. El Ayuntamiento nos espera.”

La vulva de Dahlia es incongruente con el resto de su cuerpo, impecablemente arreglada e irradiando un brillo juvenil. Jen casi había esperado que fuera punk, de corte mohicano y luciendo más serpientes tatuadas. Por alguna razón Jen no puede apartar la mirada, viendo cómo rebota y aletea y flota junto a la polilla Mediterránea y lechosa de Collibrina. Ambas vulvas se miran con ojos de he visto eso antes, pero Jen aún no está segura de si son pareja, porque todas estas partes expuestas destellan la misma luz y la misma travesura solidaria, conspiradoras hiperactivas transmitiendo mensajes en código.

“¿Jen?”

Sólo entonces, rodeada de vulvas inexplicables y a punto de cometer un acto de indecencia pública, es que Jen se encuentra a sí misma parada sobre una nube previamente considerada como una montaña. Su mundo está hecho de humo y teoría jabonosa que nunca trató de entender realmente, palabras tragadas sin consideración. Alguien le dio un mapa, y éste condujo aquí. Pero si este es el precio a pagar para encontrarse a una misma, es mejor no estar en ningún lado. Qué bueno que trajo zapatos cómodos. Dahlia está loca pero es práctica, una declaración final colgando sobre la líder desnuda mientras ésta frunce el ceño e inclina la cabeza, pronunciando palabras sin sonido. Su esplendor flácido se hace cada vez más pequeño y es finalmente rebasado, bloqueado, borrado por completo.

Un verano agridulce, considerando todo lo ocurrido. Jen yace en un pantano de sus propios fluidos en agosto, recordando el monumento que construyó con la mano izquierda y destruyó con la derecha. Dahlia no ha llamado en semanas, no ha pasado a visitar, ni siquiera ha intentado recuperar sus tomos feministas o sus pancartas recicladas. Es probable que tenga de sobra, de cualquier modo.

Tú y yo nunca nos conocimos, sólo pensamos que sí.

Ahora se siente un frío inusual para agosto. Jen se pregunta si dejó una ventana abierta o algo así, pero un torrente familiar secuestra su tren de pensamiento, anulando la cuestión. Los temidos escalofríos han vuelto. La espalda de Jen chilla con cada espasmo, con cada tirón de esa cuerda invisible cubierta en sudor. A continuación vienen taquicardia, náusea y visión de túnel. Con esta espalda de mierda es como vivir atrapada en repeticiones; ya conoce el guión de memoria y no sirve de nada prolongar lo inevitable. Ella sólo quería darse un día de abstinencia, pasar desapercibida por las drogas, aunque fuera sólo por un día. Pero el universo dice que no y apunta al cajón de la cocina. Ahí está tu única solución. El cajón casi sale volando de las hambrientas manos de Jen, revelando capas de baratijas intentando cubrir el objetivo. Jen abre el tubo de neón a la fuerza y traga una bocanada de Vicodin, masticando, retorciéndose, sudando sin parar, dejando escapar un suspiro una vez que las pastillas caen en su lugar, y puede sentir su efecto casi al instante con el estómago vacío, flotando de vuelta al sofá de cuero donde se derrumba, sonriendo, los escalofríos cediendo ahora, cayendo en otra siesta rota, aceptando la soltura de un letargo seco y sin sueños, el único que conoce ahora que los opioides han tomado el control.

Polvo de estrellas, ¿qué no?~