El astronauta
«Me sentía eufórico y al igual que mis amigos, sin quitarme la media de la cabeza, salí aullando de ahí sobre mi bicicleta.» El astronauta, un cuento de Rodolfo JM/ ilustración Rubén Prieto
DE ACUERDO A Stephen, el astronauta dice la verdad.
Según mi padre, Stephen no es profesor sino mamarracho. Yo y mis amigos estamos de acuerdo. Pero dudamos. No acerca de lo que dice mi padre, sino sobre el asunto del astronauta.
Al «astronauta» lo encontraron inconsciente en una bodega del Centro Espacial. Los medios lo bautizaron así porque vestía un extraño traje de astronauta. Cuando lo interrogaron dijo ser norteamericano y llamarse David Bowman, aunque no apareció ningún registro que lo corroborara. Dijo que su nave, el transbordador espacial Colossus III, con rumbo a Marte y fecha de lanzamiento 2 de Abril de 1968, detectó un evento extraño en su horizonte. Entonces toda la tripulación vistió los trajes espaciales y se preparó para una posible maniobra de emergencia. Lo siguiente fue despertar en la sala de urgencias del Centro Espacial.
Stephen es un tipo flaco, con el cabello descolorido y lentes redondos, lee mucho. Usa un bastón negro para auxiliarse al caminar pues padece algún tipo de cojera, de hecho: en el pie izquierdo calza un botín ortopédico. Es la clásica rata de biblioteca a la que podrías derrumbar de un empujón.
Desde que empezó todo este asunto del astronauta en las noticias Stephen dedica parte de su clase a hablar del tal Bowman. Nos dice que no puede ser un espía, como insisten algunos noticieros.
—Obsérvenlo bien —nos dice.
Yo veo un hombre demacrado, cuarentón, blanco, de ojos azules… Un caucásico, como Stephen, aunque sano.
Yo y mis amigos comentamos que sin la palabra «profesor» antes de su nombre, Stephen es muy poquita cosa. No representa una amenaza para nadie, ninguna competencia. No inspira ningún respeto. De hecho, hay algo en él que provoca repulsión; no sé, quizá su imagen contraída, su ridículo pelo, o su recalcitrante acento —de Oxford, dice él. A nosotros nos llegó al límite con su teoría de los universos infinitos. Resulta, según Stephen, que el universo en el que vivimos es tan sólo uno entre millones más de universos, y que la diferencia entre este y algunos de ellos podría ser tan sutil, tan pequeña, que nadie la notaría. Todo sería lo mismo, pero diferente. El astronauta, según Stephen, no miente, viene de uno de estos universos.
Para mi padre la cosa es más clara: el tal astronauta no es sino un desertor, un sucio inmigrante más, lo suficientemente listo como para colarse al Centro Espacial y robarse algún traje. En cuanto al alboroto que hicieron periódicos y noticieros, no es sino una cortina de humo para distraer la atención del aumento a los precios de los energéticos. No es la primera vez que pasa.
Así que ese día, en cuanto terminaron las clases yo y mis amigos fuimos tras él. Lo vimos subir a su auto y lo seguimos en las bicicletas hasta donde vive, un viejo edificio de apartamentos en el que habitan los inmigrantes de la zona. Lo vimos dejar el auto en el estacionamiento y entrar al edificio. Era el momento ideal para acercarnos y enterrar nuestras navajas en el costado de cada llanta. Pero tuve una idea mejor.
Por la noche volvimos a reunirnos, vestidos de negro y con una media en la cabeza. Entrar al edificio fue simple, su interior de húmedos pasillos y escaleras aún más oscuras nos recibió indiferente. La puerta del 401 cedió sin dificultad. Eran las 2:40 de la mañana cuando entramos en el apartamento de Stephen. El pobre idiota se había quedado dormido en un sillón, vestido, con un libro sobre la barriga. Antes de que Stephen pudiese abrir los ojos sellamos su boca con cinta plateada, enseguida le atamos piernas y brazos. Allí quedó, mirando cómo destrozábamos la habitación.
Tiramos al piso el contenido de libreros y anaqueles, de roperos y alacenas; tiramos el televisor y el pequeño estéreo; nos encargamos de deshojar libros y cuadernos, de romper trastos, frascos y botellas. Recuerdo muy bien haber visto enmarcado en la pared el título de la licenciatura en física por la universidad de su pueblo. Recuerdo también una fotografía en la que se veía joven, sentado en una silla de ruedas, a su lado una enfermera también joven sonríe y le pasa un brazo por encima del hombro. Tanto diplomas como fotografías, me aseguré muy bien de ello, quedaron con el cristal roto y cubiertos de pintura negra.
Al salir del edificio fuimos hasta el estacionamiento y encajamos los cuchillos en cada llanta, no sólo del auto de Stephen sino de todos los demás sucios inmigrantes que vivían allí. Nadie salió a reclamarnos, ninguna ventana se abrió, en ningún momento escuchamos un grito de alarma. Me sentía eufórico y al igual que mis amigos, sin quitarme la media de la cabeza, salí aullando de ahí sobre mi bicicleta.
Tal como lo esperábamos, Stephen no se presentó a la escuela al día siguiente, ni al siguiente, aunque apenas hubo quién se diera cuenta. La ausencia de Stephen quedó eclipsada por la noticia de última hora: David Bowman, mejor conocido como «el astronauta», había muerto víctima de una complicación pulmonar provocada por el virus de la gripe común, para el que carecía de anticuerpos.
Stephen se presentó a dar su clase a la mañana siguiente, se veía más ensimismado que de costumbre, incluso más pálido diría yo. Entró tambaleante al salón, balbuceó un buenos días y fue hasta su escritorio sin levantar la vista. Había vuelto a ser el mismo de antes: el pusilánime que hablaba de mecánica y electromagnetismo. No volvió a mencionar al astronauta, ni una palabra más sobre universos infinitos.~
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