El beso

El beso, de Carlos Dzul. Un cuento en que no importa nada, solo besarse. Este cuento pertenece al libro Ese día la ciudad estaba muy encabronada (vozed Editorial, 2015) /ilustración ¡también! de Carlos Dzul.


 

HOLA, SOY LESLIE.

Antes que nada quisiera advertirles que esta es una historia de amor.

Y tiene un final feliz.

Ocurrió durante los terribles días de la Prohibición.

¿Recuerdan al gobernador Maracas?

Este nefasto señor, es bien sabido, jamás tuvo novia, estaba amargado y su primer acto de gobierno fue impedir que los novios se besaran en la vía pública. Quedó prohibido besarse en los parques, también en los cines y en el metro y en los restoranes, en donde ustedes me digan. «La juventud es un escándalo de improbidad y desenfreno» argumentaba el gobernador, pero todos sabían que estaba amargado porque nadie lo había querido jamás, ni siquiera un poco, y su esposa se había casado con él por simple y llana conveniencia.

A mi madre y a mi padre les indignó la nueva ley, sobre todo porque no les afectaba. Ninguno de los dos tenía novio o novia. La nueva ley les recordó que estaban solos y les generó una gran tristeza. Dicha enfermedad, por cierto, ya la habían sufrido antes, incontables veces, y habían luchado contra ella lo mejor posible, según su propio estilo.

Mi padre, por ejemplo, solía caer derrotado por tristezas altamente corrosivas y durante largas temporadas cargaba un aspecto, por decir lo menos, deplorable; no se lavaba los dientes ni se cambiaba de ropa interior.

Las tristezas de mi madre, en cambio, eran menos virulentas, para combatirlas ella solía escribir poemas, pintar cuadros o ya de plano salir a bailar.

Eran animales diferentes.

Cuando apareció la Ley (por suerte para mí) los dos estaban solos como perros.

Un día mi padre vagabundeaba por ahí, precisamente como un perro, pensando en la existencia de Dios y en los eventos que dieron origen a la Primera Guerra Mundial, cuando estuvo a punto de ser arrollado por una carcacha color capuchino. ¿Y quién conducía la carcacha? Mi madre, por supuesto.

Mi madre estuvo a punto de matar a mi padre y yo estuve a punto de no poder contarles esta historia.

Ella se sintió culpable por el incidente, aunque la verdad es que la culpa había sido de mi padre, y le invitó un helado, que él, después de pensarlo varias veces, aceptó.

Ya en la nevería fue inevitable que hablaran de la Prohibición. Coincidieron en que se trataba de una estupidez. La nevería donde platicaban estaba llena de señoras decentes que acompañaban a sus hijas aún más decentes. ¡Un nido de buenas consciencias! De pronto sintieron la vertiginosa tentación de besuquearse y armar un escándalo pero al final no lo hicieron, por una sencilla y penosa razón: ellos también eran buenas consciencias. Creían en el matrimonio, por ejemplo. Creían en los bautizos y en las graduaciones. Y no, no solían besarse con extraños…

Para resolver tan bochornoso asunto, decidieron ir al cine.

Fueron también a bailar y acabaron paseando por el malecón, embelesados, mirando el río. Mi padre tomó la cintura de mi madre y justo entonces, cuando al fin estaba por besarla, un policía brotó de no sé dónde y sin perder un segundo lo tundió a macanazos: prohibido besarse, dijo. Todavía no la he besado, se quejó mi padre. ¡Todavía!, reforzó mi madre. El policía terminó su labor de tundir a mi padre y luego de extenderles una multa, los corrió del malecón, tachándolos de lujuriosos.

[pullquote]Mi padre tomó la cintura de mi madre y justo entonces, cuando al fin estaba por besarla, un policía brotó de no sé dónde y sin perder un segundo lo tundió a macanazos: prohibido besarse, dijo.[/pullquote]

Mis padres terminaron indignados, crispados de furia, y decidieron que era ineluctable detener la Prohibición. El Engendro Asqueroso (así llamaban al gobernador Maracas) estaba amargado y quería que todos estuvieran igualitos, amargados e infelices… Pero no, ellos no se lo iban a permitir.

Se refugiaron en la casa de mi madre, en el sótano de la casa de mi madre, para ser exactos (que a partir de entonces llamaron El Cuartel Secreto) y se pusieron a ensayar; durante días, como locos, casi con rencor, estuvieron besándose. Después de cada embestida, de cada batalla de besos, acababan exhaustos, mareados y bizcos. Pero tanto esfuerzo no fue en vano porque se volvieron expertos. Aún hoy, cuando se dan un beso en público, reciben cantidad de aplausos, incluso les piden autógrafos. Lo juro: se besan tan bien que les piden autógrafos.

Bueno, días más tarde, con los labios bien afilados, decidieron arrancar con su campaña de protesta. Llegaron a comer a un restorán de copete. O sea, de gente fufurufa. O sea, de gente bien peinada que chismeaba de literatura y de música clásica, nomás por presumir. Pidieron la sopa de pollo con nombre italiano y la ingirieron con traviesa lentitud. En las pulcras paredes de aquel restorán colgaban letreros que decían prohibido besarse. Durante los primeros minutos mis padres hicieron comentarios eruditos y rieron con la risa breve propia de personas cultas y obedientes de la ley, una risa que parece un discreto y delicado estornudo. Entonces, cuando llegó a la mitad de la sopa, mi padre se levantó de la silla y sin ningún comedimiento le pegó a mi madre un beso, cuán descomunal, que ella respondió levantándose también y después abrazándolo. Sin piedad se besaron, como perros rabiosos, durante casi medio minuto, y el efecto fue devastador. Hubo señoras que se atragantaron con la comida y otras que de plano se desmayaron sin más trámites. El restorán entero se convirtió en un carnaval de alaridos, exclamaciones incrédulas y rostros consternados. Alguien activó una alarma y cuatro policías intentaron cercar a mis padres, quienes enfilaron ágilmente rumbo a la cocina y consiguieron escapar por una puerta de servicio.

La nota apareció en los periódicos al día siguiente. No incluía fotos, pero sí los retratos hablados de mis padres (un tanto desvirtuados, eso sí; les retorcieron la mirada, les dibujaron colmillos: parecen demonios hambrientos de sexo) y las declaraciones de varios testigos:

¡Qué desvergüenza¡ opinó una señora.

¡Yo casi me fui de espaldas¡ explicó un señor.

¡La muchacha era guapa! expresó un policía.

Mis padres brincotearon de felicidad mientras leían los periódicos. Para celebrar se atiborraron de papas fritas y refresco de uva y llevaron a cabo, con gran ceremonia, una guerra de almohadas.

Hoy, cuando salgo a pasear y observo, porque no me queda de otra, a las incontables parejas de novios besándose a muerte en los jardines, en los vagones del metro, en donde ustedes me digan, pienso en mis padres. Pienso que tendría que existir un monumento consagrado a ellos en algún lugar, tendría que haber una calle, una avenida, con sus nombres. Y pienso también que a mis padres, eso de los homenajes, no les interesa ni tantito. Qué le vamos a hacer.

Aquella misma semana reincidieron en besarse como trogloditas en otro restaurante; los resultados fueron idénticos; luego anduvieron besándose por toda la ciudad, en hospitales, bibliotecas y edificios de gobierno. La gente en los cafés no hablaba de otra cosa y medio mundo hacía pronósticos de dónde atacarían la siguiente vez. Fue memorable, por ejemplo, la ocasión aquella en donde interrumpieron una misa: iba el sacerdote a mitad del sermón, que trataba precisamente sobre la prudencia y la castidad, cuando justo frente al púlpito, mis padres hicieron detonar un beso tan escandalosamente cínico, tan fulgurante, que varios creyentes les apuntaron con sus crucifijos y otros tantos los rociaron con agua bendita mientras recitaban encendidas oraciones.

No tardaron en cobrar fama. La opinión pública comenzó a llamarlos de una manera en exceso romántica, según mi padre, innegablemente macabra, según mi madre. Comenzaron a llamarlos: El Beso.

Así es. El tiempo de la Prohibición fue también el tiempo del Beso. Mis amigos no hacen otra cosa que reírse cada vez que intento platicarles todo esto y yo tampoco lo creería si no tuviera aquí, sobre mi mesa, tantos recortes de periódicos donde figuran sus retratos hablados y esta foto, en especial, donde aparecen la mañana de su última actuación, la mañana del último beso, junto a la carcacha color capuchino, rodeados de policías, sonriendo como niños, elevando la señal de la victoria.

El Beso era incansable y colérico y el Beso estaba allí, como un puñetazo limpio en la sucia cara del gobernador Maracas.

Y el gobernador Maracas, desde luego, no se quedó tan tranquilo. Ofreció de entrada una recompensa para capturar al «par de idiotas libertinos», mis progenitores. Redobló la vigilancia en los parques, en los cines, las iglesias y los restoranes; en promedio se calcula que hubo cuatro policías por cada pareja de novios. Impulsó además el uso del temible Detector de Besos (un perro entrenado que te husmeaba de pies a cabeza) y por decreto estableció la Enfermedad de Porfirio Díaz, una enfermedad ridícula y apócrifa según la cual si te besabas con tu novio te podían crecer bigotes igualitos a los del mentado dictador.

¡Pero qué atrocidad!, exclamaron mis padres.

Y corrieron a orquestar un último atentado.

Decidieron terminar con la maldita Prohibición.

De una vez por todas.

Bebieron refresco de uva. Después, en el Cuartel Secreto, se abocaron a ensayar un beso de lo más violento y radical, un beso maestro, un beso radioactivo, sólo para labios expertos.

El ataque les quedó muy bien y se los voy platicar. Ocurrió más o menos así.

El gobernador Maracas desayunaba muy tranquilo en el Palacio de Gobierno, la mañana era apacible, por el cielo circulaban las nubes indispensables, ni una más ni una menos; el gobernador se puso de pie, fumando un puro y bebiendo sorbos de una taza de café, cuando un guarura fue a decirle: será mejor que no se acerque a la ventana. Él, claro está, se asomó a la ventana y le dio el patatús. Allí, en plena plaza de armas, estaban mis desfachatados padres besuqueándose con gran frescura, como sólo ellos podían hacerlo. El gobernador, de un solo bocado, se tragó el puro; la taza huyó de sus manos, él huyó de sí mismo y se revolcó por el suelo como una lombriz durante un buen rato.

¡El Beso tras las Rejas! fue el titular de los diarios vespertinos.

La cárcel, suspira mi padre, recordando aquel suceso, no es un hotel cinco estrellas.

La cárcel, según mi madre, es un lugar aburridísimo.

Con ellos en chirona el gobernador Maracas creyó que la terrible enfermedad ya estaba liquidada. Pobrecito. Apenas había iniciado la epidemia. El arresto del Beso concitó una serie de turbulentos incidentes que todavía hoy se recuerdan como El Gran Despapaye. Las parejas de novios blandieron las armas, es decir los labios, y haciendo caso omiso de la Prohibición retomaron las calles, las plazas, los cines. Parecía una pesadilla, dicen, exageran, los mayores: una verdadera bacanal. Volteabas a la derecha y descubrías lo menos cuatro novios besuqueándose, ensalivándose las bocas como kamikazes, como si en ello les fuera la vida; volteabas a la izquierda y descubrías lo mismo. Al gobernador Maracas le daban ataques a cada ratito, se le frenaba el corazón de golpe cada vez que revisaba las noticias y acabó poniéndose más feo de lo que ya estaba, con lo cual impuso un record Guiness. La Prohibición, todo el mundo lo sabe, fue derogada. No voy a explayarme sobre eso. Es historia sabida. Yo sólo quería contar la historia oculta de mis padres, de cómo terminaron en la cárcel por culpa de un beso. ¡Vaya un final feliz!, de seguro estarán rezongando. Tienen razón.

El final feliz que yo les había prometido es éste, aquí está:

Mis padres fueron liberados, contrajeron matrimonio, casi al instante nací yo. Me llamo Leslie: soy el final feliz de esta historia.

Me gusta pintar y escribir poemas.

Unos dicen que me parezco a mi madre, otros que a mi padre.

Soy muy guapa (esa es la verdad) y no me gusta mirar hacia los lados de las calles antes de cruzarlas.

Y de puro milagro no me han atropellado.

Y creo que así está bien, me encanta ser así.