∞ (Infinito)

Un texto de Vicente Monroy

 

NO ME IDENTIFICO con el autor de este relato, ni con la historia.
¿Qué?

¿Qué acabas de decir?
No lo sé.
Mmmmmmmm.
Hija de puta.
¿La Javi?
Hija de puta.
Estaba muy drogada de G.

Sí.
¿Te la comió en el baño?
Me pidió que le meara en la boca.
Joder.
Sí, joder.

¿Y qué hiciste?
¿Qué iba a hacer? Le meé en la boca.
Wow.
Sí, wow.
Lol.
Sí, lol.
Qué hija de puta.

Estamos sentados en el suelo de una plaza del centro, aunque por un momento me pregunto si estoy sentado o si levito. No siento el contacto de mi cuerpo con ninguna superficie sólida (¿gaseosa, quizás?). El motivo rojo y negro de los adoquines me da vértigo. Son las doce de la mañana. Tomamos el sol y bebemos cerveza. Gabriel mira al cielo mientras me habla, o lo mismo tiene los ojos cerrados y no mira nada, quién sabe. Quién sabe nada. En el cielo hay algunas nubes, no demasiadas. Una parece un corazón. Otra parece una pistola que apunta al corazón.

Llevamos de fiesta treinta y seis horas y dieciocho minutos. Trato de recordar los sitios donde hemos estado y si ayer llovía. Es inútil. Mi recuerdo es lluvioso, pero el ambiente está seco. Me pregunto en qué momento todos los demás se han ido a dormir. Los últimos días son en mi cabeza un montón de sketches absurdos y sin continuidad. ¿Me quedé dormido anoche en el baño de una discoteca, o eso pasó hace semanas, quizás meses?. Creía que lo estaba preguntando para mis adentros, pero he debido preguntarlo en voz alta porque Gabriel responde: Yo tampoco lo sé, ibas muy pasado.

Mierda -digo-. Lol.
Uh.
Acabo de acordarme: estuve vomitando en la tarima.
Hay fotos de ese momento.
¿Me hiciste fotos vomitando?.
Te las hizo la Borja.

Mmmmm. ¿Y la Borja y los otros? ¿Están de after?
Yo qué sé. No sé.
No sé.
Mándale un whatsapp.
Mmmmm. No tengo batería.
Yo sí.

Vamos a buscarla.

Pero ninguno de los dos se mueve. Un grupo de niños vestidos de domingo juegan al fútbol en el centro de la plaza. Rien y lloran con sonidos prehistóricos y vulgares. Si me tocan con el balón -ha dicho Gabriel- los decapito. Odio a los niños. No son humanos.

Hay que llamar al camello.
¿Te queda dinero?
No.
A mí tampoco.
Uh.
¿…?
¿Dónde hay un cajero?
Mmmmmm. Eso.

Me queda una pastilla y lo mismo un poco de coca, para unas puntas.

¿Dónde has puesto el pollo?
No lo sé.
Vamos a comernos la pastilla.
Mejor hazte unas rayas.
¿Aquí?

Joder, Gabriel, hay niños mirando. Mira a los putos niños.
Que se jodan.

Prefiero no mirar a Gabriel, siento que se está convirtiendo en una enorme planta carnívora. Es posible que me estén entrando ganas de llorar, aunque no estoy seguro. También puede que hoy sea el cumpleaños de mi madre -pienso luego-, pero descarto esta opción por una cuestión operativa. La nube en forma de corazón es una nube ridícula. Abro la boca para decirlo en voz alta, pero en vez de eso digo: Qué hija de puta.

¿Quién? —pregunta Gabriel mientras machaca contra la pantalla del iPhone la pastilla rosa en forma de Hello Kitty.

Pienso la respuesta durante unos segundos. No quiero que me descubra, no me fio de su nueva identidad de planta carnívora.

La Borja —digo al final, optando por la opción más evidente.

Acaba de subir una foto.
¿De mí? ¿Vomitando?
No, no.
¿Qué foto?

La miro durante un rato, pero no la entiendo: Varios maricones se encaraman a una montaña de muebles abandonados en mitad de la calle, junto a un cubo de basura. Van vestidos con abrigos largos de cuero. Unos posan y otros saltan. Uno está tumbado en un sofá azul eléctrico. Otro con barba escupe un chorro de cerveza por la boca sobre el que está tumbado, que no reacciona. El líquido ámbar, inmortalizado en plena caída, parece sólido. Por detrás, más allá del límite de los tejados, el cielo parece atravesado por un incendio o una tormenta. Colores rojos explotan en un amanecer que vivimos unas horas atrás. El incendio que esperamos —pienso. Luego pienso: Lol.

Anoche te follaste a éste -le digo a Gabriel, señalando a uno de los maricones de la foto.

Eso es mentira.
Hija de puta mentirosa.
Hija de puta —responde.
Pasiva hija de puta —le digo.

Miro al cielo con la extraña sensación de que estoy mirando al mar, y me entran ganas de nadar. Me pongo melancólico. Quiero coger un barco y navegar de vuelta a casa -pienso. Luego pienso: Estás colgado, deja de pensar. Me meto una raya de pastilla.

No hay ningún mar —murmuro mientros siento la nariz adormecida. Me aseguro de que ningún niño me ha visto.

¿Qué cojones dices? —pregunta Gabriel—. Estás muy rara.

Joder, ¿te acuerdas anoche, cuando la Borja me empujó en la carretera y un coche me pasó rozando?
La Borja es una hija de puta.

¿Qué?

¿Qué cojones te pasa?
El coche estuvo a punto de matarme, ¿eh?
Jodidamente cerca, sí.
De matarme para siempre.
Para la jodida eternidad, sí.

Mmmmm.
¿Qué pasa?
Que no sentí nada.
¿Nada?
Mientras el coche me pasaba rozando. No sentí nada.
¿Y qué ibas a sentir?
No lo sé.
No lo sabes.
No.
¿Miedo o algo así?
Supongo.
Ibas muy colocada.

El cielo se ha oscurecido de pronto sobre la plaza. Aparto con asco la mirada de Gabriel, y miro al cielo otra vez. Espero que suba pronto la pastilla. Odio a los niños y a las plantas. La civilización es otra cosa. Veo una nube enorme en forma de ∞. ¿De dónde ha salido? Mira qué nube más rara —voy a decir—, pero cuando abro la boca siento que alguien se sienta a mi lado, con un lento movimiento acompañado de un intenso chirrido. Es como si alguien despedazara a un gato o arañara la plaza con un arado de hierro.

Qué co…

Al principio pienso que es un perro u otro animal más grande, que se ha lanzado a dos patas sobre mí. El susto me hace perder el equilibrio. Me escudo diagonalmente con las manos, torpe por el cansancio. Cuando mi cuerpo oscila me doy cuenta de lo colgado que estoy. No estoy nadando, estoy en un barco. Mi centro de gravedad se desplaza como un péndulo en el interior de mi cuerpo: uuuuuuuuuuuuuuuh fiiiiiiuuuu ¡pum! ¡chas! (ruidos del cielo). Cierro los ojos un momento, y el mundo gira (¿No soy yo el que gira y el mundo permanece quieto?-pienso luego). Con un esfuerzo sobrehumano consigo recolocar la espalda en posición más o menos vertical. Entonces miro al monstruo a mi lado. El paisaje ha quedado completamente tapado por su cuerpo desproporcionado.

…jones.

Es un muñeco sonriente y de ojos enormes. Tardo entre un cuarto de segundo y medio segundo en reconocerlo: es el sheriff Woody, el vaquero de Toy Story, en versión cuatro metros de alto. Se ha quedado sentado con los pliegues de trapo de las piernas cayendo de cualquier forma sobre el suelo. Lo que eclipsa el sol es su sombrero de ala ancha, y el ruido metálico lo hacen las espuelas de sus botas. Lleva una camisa amarilla con una red de cuadros rojos, y encima el chalequito de vaca en el que está pinchada su estrella de sheriff.

Me calmo, incluso hago ademán de soltar una carcajada. Pienso que se trata de uno de esos tipos disfrazados de personajes de Disney en la plaza de Sol, que piden dinero a cambio de una foto.

Lol —voy a decir.

Pero entonces me doy cuenta de que no es un disfraz. El muñeco gira la cabezota y me mira directamente a los ojos y suelta un suspiro, gesticulando con su cara de plástico, antinatural. Eh, Vicente —dice mientras vuelve a suspirar y agita su mano en el aire, saludándome. Eh, Monroy —dice. Luego vuelve a mirar al frente con cara de desinterés. Está vivo.

¿Qué… qué cojones eres? —consigo preguntarle finalmente.

El sheriff me habla molesto y resignado, como si me estuviera explicando algo evidente. Se remanga el cinturón.

Soy… (tres segundos de duda). Soy… (un suspiro resignado). Soy el espíritu de… (dos segundos y medio de duda más). Bah, olvídalo.

Lo miro asombrado.

Eres un puto muñeco de una película de jodidos muñecos digitales —le digo—. Joder, debo estar colgadísimo.

¿El espíritu de mi generación?
Ahá. Lol.
¿Y qué cojones quieres?

Joder.
La verdad es que… (trata de buscar la mejor forma de decirlo, pero desiste rápidamente). La verdad es que he venido a matarte.
¿¿¿Qué???
Lo siento de verdad. Es mi trabajo. No es que me guste, pero… Órdenes de arriba (señala al cielo, coronado todavía por la nube en forma de ∞).
Pero… pero, ¿por qué?
(Ahora me mira con media sonrisa cínica). Oh, vamos. ¿Lo preguntas en serio?

Vamos, Vicente, eres un chico listo, deberías saberlo. Párate a pensarlo. Sólo un segundo. En este mismo relato, sin ir más lejos. ¿A quién pretendes engañar a estas alturas con tus provocaciones sobre drogas y maricones?

¡Estás haciendo el ridículo! ¡Tu generación entera lo está haciendo!
Yo…
Vamos, no te preocupes. De todos modos, no ibas a hacer nada que mereciera la pena.
Yo…
Sí, sí: tú. Está bien —me da unos golpecitos en el hombro—, vamos a olvidarnos de esto y a intentar ser buenos amigos, ¿ok?
Ok.
Te propongo celebrarlo.
Uh.
Sí.
¿Cómo?
Con una raya.
¿Una raya? —pregunto.
Tengo la mejor coca que has probado en tu vida -dice Woody sonriente.
(Dudo un instante).
Creo que debería parar, Woody —digo por fin—. Estoy alucinando.
Ah —dice—. Es sólo una raya más. La última. Después podrás dormir todo lo que quieras.
(Asiento relamiéndome) Ok -digo.

En mitad de la plaza, Woody se levanta, interminable, y rebusca en sus pantalones. Su sombra enorme se proyecta sobre la fachada de los edificios al fondo. Miro a mi alrededor. Los niños siguen jugando a la pelota, como si no pasara nada. Woody saca un pollo de coca de dos metros de diámetro. Lo apoya con fuerza en el suelo y sonríe.

La mejor coca que has probado en tu vida —repite.

Desata el pollo y lo vuelva despacio. Echa a andar hacia atrás. Va dejando un rastro de polvo blanco de veinte centímetros de anchura. Avanza seis metros.

Joder —murmuro.
Sí —dice—, es toda tuya.

Miro a Gabriel, tumbado a mi lado, y retiro la mirada con asco. Su transformación ha terminado: es una planta carnívora, no queda nada de él.

Woody saca un billete de Monopoly tamaño XXL del bolsillo, lo enrolla y me lo acerca. Es más largo que yo (mido 1,90). Wow -pienso.

Estudio la situación. Meterse una raya de seis metros parece un reto complicado. Finalmente retrocedo unos pasos y me acodo en la esquina de una de las bocacalles que desembocan en la plaza. Levanto el billete enrollado por encima de mi cabeza y me balanceo como un saltador de pértiga, cogiendo ritmo.
¡Por tu generación! —grita Woody al otro lado de la plaza, con una sonrisa, y aplaude al compás de mis movimientos.

Levanto el puño y le devuelvo la sonrisa. ¡Por mi generación! —grito alegre.

Echo a correr a toda velocidad, llevándome el billete al agujero derecho de la nariz. Trato de mantenerlo así mientras avanzo, con el otro extremo flotando a algunos centímetros del suelo. Antes de empezar a sorber miro hacia el cielo por última vez, y veo que la nube en forma de ∞ se ha transformado. El bucle se ha desecho y ahora parece un 0.~

 

NOTA DEL AUTOR: Publiqué la primera versión de este relato en la revista PANGEA, en el año 2015. Dos años más tarde, debo reconocer que no me identifico con su estructura ni con sus temas. El viejo Vicente que lo escribió ya no existe (¿ha existido alguna vez?). Esconde, sin embargo, un importante secreto. Madrid. 2015-2017