Nómada

Un texto de Lola Ancira

 

ÉSTE ES UN paisaje que cambia como el follaje de los árboles con las estaciones, testigos mudos de desgracias amontonadas hasta el hartazgo. Esta ciudad se ha sacudido para librarse de tantos y sin embargo nos sigue atrayendo con su magnetismo. Es un pastiche de ideologías, prejuicios y tolerancia, antipatías y fraternidad.

El encanto particular de la calzada de Tlalpan reside en su identidad: quienes la habitan son híbridos entre hombres y mujeres cuyas categorías se difuminan en la noche, en los billetes de los que buscan entretener sus propios dolores con cuerpos ajenos.

Mi ser ligero se desplaza indiferente a la vida cotidiana, a sus aversiones. Observo más de lo que soy capaz de acumular en mi mente, experimento más de lo que puedo analizar. Camino hasta agotar mis extremidades, mis pensamientos. Soy una luz que avanza hacia las sombras de lo desconocido, un mecanismo que no conoce el retroceso. Frágiles barreras de piel y tinta me delimitan de las miradas tenaces que me hacen andar con prisa, casi a galope, alerta. Aprendí aquí, en poco tiempo, que la confianza es un lujo reservado para pocas ocasiones.

Me he deleitado con las bellezas únicas de la popular vía que une al Centro Histórico con el sur de la urbe, pero también he sido amenazado con armas de filo y fuego, con palabras hostiles, de ahí que sienta el miedo a cada paso para después esconderlo muy bien y poder continuar.

Soy un visitante que se apropia del horizonte desde la perspectiva otorgada por la lejanía, que nunca deja de ser un extraño. Aquí todo está cubierto por una capa de polvo como si fuera remoto, como si estuviera a décadas de distancia. Soy alguien que espera siempre a cada vuelta de la esquina una fachada antiquísima, hermosa; unas ruinas peculiares, una sacudida de alma, de ánimo o de cuerpo; porque la ciudad es así: una sorpresa, una amenaza, un aviso constante. En eso reside su magia.

El pasado aquí es la última estación visitada, el último autobús o auto abordado. El pasado sólo puede contemplarse hasta hace unas horas, un par de días, cuando mucho. No se puede cargar porque no cabe en los bolsillos, por más grandes que estos sean; en cuanto a las penas, siempre viene una más grande a opacar la anterior.

Las viejas larvas de metal y caucho surcan incansablemente las entrañas de este camino; ríos de vehículos y personas infatigables la invaden, la consumen, la derrumban mientras otros cuantos intentan rescatarla. Lo único que puedo considerar mío es el tiempo muerto, los minutos, las horas eternas de los traslados siempre repletos de personas apresuradas e inmersas en sus pequeñas soledades.

No tengo un hogar, tengo cientos: convierto en propio cualquier espacio donde paso más de dos horas. Al igual que yo, el que viaja escudriña, indaga en otras tierras e individuos, en otros seres. Busca en corazones ajenos. Mis destinos, más que lugares, son nuevos ángulos para observarlo todo, incluso a mí mismo.

De repente este sitio vuelve a ser desconocido; cierta crueldad se posa en mi pecho. No encuentro a qué aferrarme en esta vasta lobreguez. Las experiencias dejan un eco en mí y siento cómo vibro; miro que los demás lo hacen también, tal vez de emoción o de miedo, de no saber si éste es el destino final o si solamente es otra breve pausa.~