Quédate conmigo

Un holandés errante y Nápoles. La crónica de una primera vez, de Manuela della Fontana /fotografía: Sofía Loren (Inez Lamsweerde y Vinhodh Matadin. Calendario Pirelli 2007)


 

SIEMPRE HAY UNA primera vez para todo, incluso una segunda, eso dicen. Algunas mitificadas hasta el aburrimiento, otras que pasan desapercibidas como el más tonto de los encuentros. Pero, ¿quién no olvida el primer amor, su primer beso, la primera vez que le rompieron el corazón hasta hacerlo añicos? Nadie está libre de sentir. Por mi parte, no olvidaré el enamoramiento casi platónico: la primera vez que Vittorio Gassman me guiñó un ojo desde la estantería del video club; elegante, malquerido, vagabundo mientras robaba besos por las calles de una Roma descolorida de postal. Fue el principio de mi gran pasión por Italia y por este hombre que amaba a las mujeres, un referente al que asomarme en medio de mi ya conocido aturullamiento sentimental.

No negaré que aquellos fueron otros tiempos, años de juventud y de aprendizaje. Una juventud la mía, que ya empezaba a perfilarse con tintes novelescos y en los que cada nuevo descubrimiento, azaroso casi siempre, se convertía en una pieza más del puzle de mi caótica y estrambótica vida. Y en este laberinto de nuevas experiencias, algunas provisionales diría yo, un viaje a Nápoles llamó a mi puerta. Un viaje que se convirtió en mucho más. Me hizo abrir los ojos, cerrarlos y aventurarme en mil historias. En todas ellas, personajes desconocidos, dispuestos a adentrarse en mi calendario amoroso hasta hacerme sonrojar. Y tantos descubrimientos, no solo de catedrales y pequeñas plazuelas, también caricias y versos. Bocas húmedas, rincones escondidos en mi memoria que ahora destapo no sin rubor.

La vista se me quedó para siempre prendida en esos atardeceres de color carmín sobre el Mediterráneo, en las carreteras serpenteantes, en la elegancia de hoteles, en las camas que cada noche deshacía sin pensar en el mañana, ese mañana en el que ahora no dejo de pensar. A mi novio de por entonces, un napolitano repeinado, le gustaba mi modo de sonreír. En realidad le volvían loco mis piernas, y yo me dejaba querer entre Negroni y susurros al oído. Lo abandoné todo, mi trabajo insulso como contable, mis amigos. Sin darme cuenta me vi con una maleta cargada de sueños en el aeropuerto de Nápoles.

Empezar una nueva vida, ese era mi propósito. Una vida sin otro entretenimiento que vivir entregados a una felicidad que creímos a nuestra medida. Un idilio que duró poco, no queráis saber más. Acostumbrada a las decepciones preferí no venirme abajo y disfrazar mi pena con una desenvoltura desconocida que todavía hoy me llama la atención. Cualquiera sabe que la vida tiene más que ver con las derrotas que con los triunfos, solo así, a fuerza de batacazos, se consigue salir adelante. Es lo que hice.

[pullquote]En poco tiempo, me volví también yo napolitana, conducía mi coche alquilado con descuido, una mano al volante y la otra tocando el claxon, marcando mi territorio en cada calle.[/pullquote]

Gracias a mi buen nivel de italiano, pensé que me sería fácil encontrar una ocupación alejada de los números, incluso que podría escribir mis primeras impresiones de una vida nueva y quién sabe si tal vez colaborar con alguna publicación italiana. Sería un buen modo de ganarme la vida antes que mis ahorros se esfumasen. Entretanto, el barrio de la Stella se convirtió en mi casa. Un hotelito en lo alto de una calle empinada, con unas escaleras que parecían no tener fin, me acogió durante un tiempo. Lo regentaba un holandés venido a menos que por las mañanas mientras me servía el desayuno le gustaba darme conversación. Le hacía gracia ver a una mujer tan joven como yo, sola, sin familia en aquella ciudad. Él también lo había dejado todo para venirse a este Nápoles caótico. Huía de un pasado confuso, de un traspié del que prefería no hablar, pero por su cara siempre triste y aquellos ojos sin luz, adiviné que huía de una mujer.Me gustaba perderme por esos barrios napolitanos donde las señoras mayores siguen yendo cada día a misa, vestidas de negro. A veces, me sentaba mirando al mar con mi libreta, otras prefería mezclarme con los jóvenes que abarrotaban los bares entre los ruidos de las motos y los pitidos de los coches. Aire de jazmines y gasolina. Tranquilidad y alboroto. Había tanto por descubrir, que yo curiosa hasta del aire, me entregaba con gusto a la contemplación. Paseos sin fin, tiendecitas de comida, souvenirs, el barrio Pozzuoli donde nació Sofía Loren, y una peluquería casi perdida, donde por poco dinero te peinaban y te hacían sentir tan especial como ella. En estos paseos sin rumbo, más de una vez, me sorprendí mirando al cielo, buscando por las calles estrechas de la parte vieja, alguna risa, algún canto nuevo, una mirada cómplice que llevarme conmigo.

En poco tiempo, me volví también yo napolitana, conducía mi coche alquilado con descuido, una mano al volante y la otra tocando el claxon, marcando mi territorio en cada calle, temerosa de perder algo que ya creía mío. Dejé incluso de respetar los semáforos y empecé a creer en San Gennaro, patrón de la ciudad, convencida que me traería la suerte que no tenía.

Y cuando por fin la noche llegaba, además de la empinada calle y aquella escalera, el holandés me esperaba con una copa de vino. Intercambiábamos soledades y alguna confidencia. Incluso se ofreció a servirme de guía en alguna de mis escapadas. Nos entendíamos bien. Dos solitarios en mitad de la nada. Hasta que como en aquella película de Kathleen Turner, una noche tomándome la mano, me dijo «Necesito que me cuiden, alguien que se ocupe de mí, que arrugue mis sabanas, quédate conmigo».

No supe que decir.

Al día siguiente, preparaba mi maleta. No quería irme, pero tuve que hacerlo. Tampoco supe como despedirme. Por más que lo intenté no conseguí borrar su sonrisa bobalicona y su mirada triste. Mientras bajaba la escalera con mi equipaje, se me escapó un suspiro, me acordé del bueno de Gassman y de mi novio napolitano y por un momento creí arrepentirme. Todavía lo hago.~