Servir y proteger

«Porque todos los días son uno más significativo que el anterior. Si la primera vez te sorprende, la última, la de –talvez- ayer, fue peor.» Un texto de Adrián L. Alexander /ilustración Carlos Dzul

IBA ALEGRE, CANTANDO la música comercial que iban pasando por de la radio del auto, aunque fuera una mierda. Ni el tráfico me importaba. Llevaba media hora de retraso, y en vez de hora y media –que es el promedio de un trayecto en esta ciudad– solo iba a tardar dos horas en llegar a la oficina. No importaba, se me acababa de ocurrir una idea, una forma de contar mi primera vez. Tenía una idea sobre cómo contaría esa historia que sería fantástica. Ni la policía podía joder ahora. Porque en esta ciudad, en cualquier momento y en cualquier lugar la policía está para joder a uno. Me acomodé la corbata, roja, alegre; y la camisa. Y es que mi primera vez fue… fue… No tengo muy claro cómo fue. Supongo que como todos los demás. Ni buena ni mala, solo que fue la primera vez. Pero tenía esta idea… Y si no, no importa, podía contar otras primeras veces que sí valen la pena contar. Tengo un montón de experiencias, de anécdotas de donde sacar una buena historia.

Hay, no sé, muchas, muchísimas cosas que fueron la primera vez que me marcaron. La primera vez que me dieron una paliza, con 6 años, la primera vez que me rompieron el corazón, la primera (y única) que yo rompí con alguien,… La música de la radio es una mierda. Ay, por favor, esa canción la han pasado quinientas veces. Y esa otra también, ¿o es la misma? Todas suenan igual. El trafico tampoco ayuda. Se acaba me meter una 4×4 en menos de medio metro. No sé cómo lo hizo. O sí lo sé, a las malas. Si no aprieto el freno a tope ahora estaríamos sacando fotos para el perito de la aseguradora. Hace calor, pero no puedo abrir la ventanilla. No vaya ser que uno por ahí aproveche y mientras avanzamos venga a pedirme la cartera, la carátula de la radio, las llaves de la casa y el peluche que tengo en la ventana de atrás para poder limpiarme cuando me siento solo. Ah, sí, alguna primera vez que valga la pena contar. Tengo que pensar.

—¡Callate, idiota! Ya avanzo.

Que escándalo ha hecho el de atrás. Solo porque se me ha metido otro más. Sí, sí, veo por el retrovisor que me miras, ¿qué? Ahora voy a dejar meter a este, ¿qué vas a hacer? A ver, dime, ¿qué? Bueno, ya está, tampoco más. Al próximo… al próximo le dejo ir el auto. Que puto calor hace, ¿no? La corbata, la corbata, aflójala. Mierda, dos horas. Voy a hacer dos horas en 12 kilómetros. Tengo que cambiarme de casa. Ah, claro, puedo contar mi primera mudanza. No, el primer vuelo. Mmm, ¿la primera vez que me publicaron? (¿Cómo que no me han publicado? Que sea un amigo el que me publicó no influye.) Mierda ¿todo, absolutamente todo, que lo que me ha marcado es común? Esta ciudad, con su tráfico me ha marcado. Ya lo creo. Esta puta ciudad con la gente loca, gritando por las ventanillas, me ha marcado. Esta puta ciudad con sus policías corruptos me ha marcado. Sí, a mí y a 20 millones de personas más. No sudes, no sudes que manchas la camisa. No puedo bajar las ventanas porque seguro sale uno para atracarme y, luego, hay que sobornar a la policía. No puedo dejarle ir el auto al que se mete porque tengo que pelearme con él, luego con el del seguro –que solo están para ver que inventan para no usar la póliza– y, luego, sobornar a la policía. No puedo… por dios, avanza, avanza que se va a poner el rojo. Avanza.

[pullquote]Esta ciudad, con su tráfico me ha marcado. Ya lo creo. Esta puta ciudad con la gente loca, gritando por las ventanillas, me ha marcado. Esta puta ciudad con sus policías corruptos me ha marcado.[/pullquote]

—Hijoputa, avanza.

Tenías que acelerar, idiota. Le voy a gritar, a ver si aprende.

—Idiota, avanza.

Vaya, se asustó. Que tonto, no iba a hacerle nada, solo fue un grito.

—¡Eh!

¿Se pasó el rojo solo porque le grité? Bueno, no será el primero. Anda, mira tú, pues yo también. No será la primera vez. A ver, derecha, izquierda. Me paso. Acelera, acelera, acelera. Ese va a frenar.

—¡Frenaaa…!

La puta madre, hasta cerré los ojos. Qué golpe más tonto. Tenía que haber frenado. Él tenía que haber frenado. Qué calor hace, estoy sudando. ¿Y si no es sudor? Ay, mamita. Ay, mamita. Abre los ojos. Ay, el cuello. Abre los ojos. Cómo me duele el cuello. Mierda, hasta saltó el airbag. Y los vidrios rotos. Qué idiota.

—¡Tenías que haber frenado!

Si aquí así funciona. Tenías que haber frenado. Espero que esté bien. Tenemos que sacar fotos y arreglarnos antes de que llegue la policía.

—Joven, ¿está bien

¿Eh?, ¿quién habla?

—Joven, ¿está bien?
—Sí, creo que sí.

Miro de reojo, no quiero mover la cabeza. Mierda, es un policía. Con su panza de beber cerveza que parece que los botones van a salir como balas. Las gafas Ray-ban de espejos y de un metro cincuenta de altura. Vamos, el típico policía de la ciudad. ¿Por qué todos los policías son morenos? No está sonriendo, ¿o sí?

—Me duele el cuello. Mucho.

No muevas la cabeza, no la muevas. No hasta que llegue la ambulancia.

—Tendremos que arreglarnos, joven.
—Me siento un poco mal, oficial. ¿Ya han llamado a los servicios de emergencia, a una ambulancia?

¿Una risa? ¿Se está riendo? No entiendo. Esto no me gusta.

—Ay, que cotorro. Destroza el auto, para el tráfico, deja basura en la vía pública, mata al otro… porque aquel no se mueve, ¿lo ve?

Mierda. No, no. Mierda, ¿cómo que no se mueve?

—¿Cómo que no se mueve? Vaya a ayudarle.
—…ahora me acerco, pero antes…
—Llame a la ambulancia ¡ya!
—… ay, joven…

Giro el cuello con mucho dolor. Miro al otro auto a través del parabrisas hecho añicos del mío. Cómo me duele el cuello. Veo la parte frontal deshecha. Por dios, que no se muera. Veo metal por todos lados, vidrios, un poco de aceite, o gasolina, derramándose por el suelo. No siento las piernas.

—Si quiere que llame a la ambulancia, debemos arreglarnos, joven. Ahora.

Me retumba el «ahora». Levanto la cabeza con dolor. No quiero mirarme en el espejo. Me duele el cuello. Mierda, que no se muera. Me miro, sangre en la frente, mucha sangre. Miro la camisa, sangre. La corbata sigue siendo roja, alegre. Me doy cuenta que me duele mover las piernas. Puedo moverlas pero duele mucho. Por dios, que no se muera. Intento mover los brazos. Y me doy cuenta que no, que nada de lo que he hecho en mi vida vale la pena contar. Ni la primera ni ninguna otra vez. Y esta no será, tampoco. Muevo el brazo, palpo la cartera, la tarjeta. La saco.

—Llame a la ambulancia, oficial —le digo mientras le entrego mi tarjeta de crédito.

Miro de nuevo su camisa. Veo la bandera del país y una etiqueta bordada: «Servir y proteger».

—Seguro, joven. Si en eso estoy, ¿lo sabe, no?

Lo debí haber dicho en voz alta: «Servir y proteger». Intento mover los brazos. Siento la cartera en la mano. No, no será la primera vez.

—Sí, lo sé, oficial. Mi pin es…

Sigo sin recordar si lo viví. O si lo soñé, o si lo imaginé, o si alguien me lo contó. O talvez es una amalgama de varios hechos y de varias personas.

Sí. Esta ciudad, con su tráfico me ha marcado. Esta ciudad con la gente loca, gritando por las ventanillas, me ha marcado. No la primera vez, no, sino siempre. A mí, y a 20 millones de personas más. Esta puta ciudad con sus policías corruptos me ha marcado, y no, no hay primera vez que contar, porque todos los días son uno más significativo que el anterior. Si la primera vez te sorprende, la última, la de –tal vez- ayer, fue peor.~