Los ladrones de ángeles
Una crónica -por desgracia incompleta- de Simón Clarinet sobre los ladrones de ángeles en los cementerios de Perro Podrido.
ESTABA EN EL Parque de los Rifles el otro día, tratando con todas mis fuerzas de no pensar en nada, hambriento de vacío, pero como era de esperarse, este noble intento se me frustró… ¡Hasta qué punto es imposible en esta ciudad vivir un día monótono, sin sobresaltos! Qué digo un día, no pasa un minuto sin que se produzca en PerroPodrido un carnaval, un tumulto, alguna gresca.
Pues bien, resultó que paseaba por allí, por uno de los caminitos del parque, una anciana de pinta solemne que llevaba sobre sí un larguísimo vestido y un peinado más bien barroco y en la mano un bastón de cedro o de alguna madera a todas luces noble, y su andar estaba generando en mí un plácido adormecimiento cuando, de detrás de un árbol, apareció pegando brincos y bramidos y contorsionándose, un gato-lagarto (bestezuela endémica del Parque de los Rifles), que vino a rodear y a cortarle el paso a la suspensa dama, quien a su vez empezó a dar de grititos, casi maullidos.
El gato-lagarto, que por supuesto no conocía la palabra «piedad», fue más lejos y, después de darle algunas vueltas, metióse bajo la falda de la infeliz, con total «desvergüenza» (otra palabra que le hubiera servido conocer) y una vez allí adentro, inmerso en aquella oscuridad, nadie supo decir lo que hacía, aunque por las caras y ademanes ¡de combustión! que efectuaba la señora (le daban vueltas los ojos, aleteaba con las manos como un pájaro) podía uno darse una idea.
Cayó en el pasto, donde prosiguió a su placer convulsionándose; tres o cuatro personas nada más presenciaban la escena (la mañana había sido lluviosa) y nadie de entre estos poquísimos testigos daba señas de querer intervenir. Pensé entonces que tendría que ser yo, Simón Clarinet, quien acudiera en auxilio de la respetable mujer… cuando, y por suerte, un joven doctor que andaba trotando cerca, trotó en su rescate.
Se trataba claramente de un doctor o por lo menos de alguien que sabía de primeros auxilios, pues lo primerísimo que hizo fue levantarle la falda. Y qué vino a descubrir allí: al gato-lagarto, ensañado, pegándole de mordiscos a «eso», que tomó por ser su enemigo de sangre (una rata-mariposa), cuando se trataba en realidad, más bien, de una tarántula, dicho sea con perdón. Viéndose destapado, emprendió la huida y sin dudar un segundo, el joven aquél se agachó sobre el cuerpo convulso y se abocó a chupetear la región afectada (y qué región tan melenuda), con el fin de succionar la ponzoña; la ancianita, dicho sea de paso, dejó de aletear como un loro, comenzó a cantar un aria.
Todo hubiera concluido, pues, entre aplausos, el doctor siendo celebrado como un héroe, de no ser porque una dichosa Inspectora de las Buenas Costumbres (que estaba oculta detrás de un poste), al punto brincó y lo señaló, tachándolo de enfermo pervertido, de abusivo y lúbrico y quién sabe qué más.
A este llamado acudió de golpe una cuadrilla de robustas mujeres, otras Inspectoras, quienes continuaron alegremente tachándolo con los peores calificativos, al joven rescatista, por más que éste y que yo y otras dos personas intentábamos explicarles el malentendido. Ah, pero no, las defensoras de la moral, que en todo ven manchas, que nada ven puro, se hicieron del oído gordo y pasaron a moler, a golpes de biblia (las usaban a modo de mazos), al desventurado sujeto que al cabo falleció. Y no conformes con ello se aprestaban a crucificarlo (en una cruz que por cierto ya traían prefabricada) cuando fueron interrumpidas de último momento por otra cuadrilla, compuesta nada menos que por los novios del joven mártir, sí, los novios (como tales fueron identificándose), quienes al escuchar el rumor de lo que sucedía (los rumores en PerroPodrido vuelan como colibríes) habían corrido a defenderlo, pero fue ya tarde.
Lograron, de menos, no sin alguna escaramuza, arrebatar el cadáver a las Inspectoras, que acabaron por dispersarse en busca de más Infractores, y cuando lo tuvieron en su poder lo besaron de parte a parte mientras lo lloraban, y luego lo alzaron entre todos, como que fuera un navío, y así lo llevaron al panteón, en procesión ruidosa, entre alaridos y llantos y proclamas y proclamas y proclamas.
Al llegar al camposanto los perdí de vista por la sencilla razón de que aquello estaba hecho un pandemonio.
Por entre las tumbas correteaban, en tal o cual dirección, grupúsculos de gente, cada cual encabezado por un muerto, al que llevaban cargando en alto, desnudo o metido en su ataúd, como unas banderas que ondearan por sobre la turbamulta. Cada pandilla se embestía de manera brutal y salían volando por doquier sombreros, piedras, maldiciones. La causa de ello (me tomó algunos minutos develarla) era que no había casi ya más tierra disponible para sepultar a nadie y los escasos palmos que aún restaban se los disputaban con saña los distintos «equipos» que buscaban enterrar allí a su respectivo muerto. Y se trenzaban a insultos y se descalabraban a guijarrazos y los pocos difuntos con suerte que lograban ganar un sitio quedaban mal sumidos en la tierra, con las piernas o medio féretro al aire, y aún corrían el peligro de ser vueltos a desenterrar, pues la batalla no se detenía.
Otros, al borde del abatimiento, habían optado por montar sobre las tumbas otras tumbas, y otras, y como no queriendo la cosa habían acabado construyendo varios «rascacielos de muertos», por llamarlos de algún modo, cuyas estructuras endebles hechas a la carrera, se pandeaban en lo alto y amenazaban a cada segundo con desmoronarse.
Mientras contemplaba este apocalipsis recordé con estelar melancolía que apenas dos o tres horas atrás yo estaba sentado en alguna banca, ávido de grisedad, de blancura, y pensé, embobado, en cuán fútil había sido mi propósito.
Buscaba ya por dónde salir de allí, en medio de los gritos y el muladar de las fosas entreabiertas, cuando un último fenómeno llamó mi atención… y fue que, confundidos en la jarana, operaba una pandilla de ladrones cuyas víctimas eran, oh, sacrilegio, nada menos que los ángeles de mármol que adornaban los sepulcros. Actuaban del siguiente modo: uno desprendía las esculturas a golpe de cincel y después los otros las cargaban y se las llevaban y así consumaban el robo, sin que nadie les reclamara ni les prestara la menor atención.
Decidí entonces, obviamente, como cronista que soy, como persona inquieta llena de preguntas que soy (¿a dónde los pensaban trasladar?, ¿para qué los querían?) perseguirlos.
Y lo hice, no sin grandes precauciones, pues el semblante de los ladrones de ángeles era más bien demoníaco, y al cabo de algunos minutos de avanzar por entre la maleza, llegaron, y yo detrás de ellos, a un camino de terracería donde estaba esperándolos un….
(Hasta aquí el texto, y la página; el resto lamentablemente continúa perdido)
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