El astronauta y la estrella

Saltar en un vuelo largo a través de la nostalgia por las lecturas primeras de Ray Bradbury. Un texto de Oscar Luviano


 

imagen_dossier1 (8)LA MUERTE DE Ray Bradbury fue uno de esos extraños eventos que nos vino a demostrar que, a pesar de todas las evidencias, hay libros y autores que conmueven lo mismo a quienes detestan la ciencia ficción, a quienes la amamos, a los que nos les importa y a los que no leen ni ese ni ningún otro género.

Se trata de un hecho curioso, del que no sé si el autor de «Las crónicas marcianas» estaba enterado en su hora postrera: que aquí le leíamos, y que nos enseñó a leer.

Hacía ya varios años y libros y guiones que se había apartado de sus temas más amados (la ciencia ficción, la niñez y los marginados—ya fueran terrestres o no, y entre los primeros estaban, claro, los marginados mexicanos que protagonizaron no pocos de sus relatos—). En busca de un reconocimiento que el mainstream literario y Hollywood  le negaron, desde los 80 se había dedicado a escribir las que consideró sus novelas más ambiciosas: una suerte de saga donde mezclaba sus experiencias como guionista en Los Angeles con casos criminales a la usanza del cine negro; una de ellas incluso recupera su estadía en un pueblo dublinés para documentarse mientras escribía el guión para la versión de «Moby Dick» de John Houston.

Una entrevista publicada en La Jornada Semanal a finales de los ochenta (y que afortunadamente no se puede recuperar en la Red) da cuenta de esos años amargos: renegaba en ella de la ciencia ficción, hablaba de una nueva versión de «Las Crónicas Marcianas» y demandaba atención contra la inmigración ilegal, a la que culpaba de la caída de América.

Ojalá mi memoria exagere.

Cuento esto pues no sé si al final de sus días Bradbury se había reconciliado con los temas por los que le recordamos, si le hubiera importado saber lo que nos dolió en este país de octubre su partida, a nosotros, sus lectores de todos los ámbitos e ideologías. Y es que una de las herencias no atribuidas al mayor autor de ciencia ficción de todos los tiempos es que nos enseñó a leer en México.

Al menos a mí.

En uno de los libros de texto gratuitos de Español (tal vez de tercero o de cuarto grado) había un breve texto que, frente a la imagen de un humanoide verde que leía plácidamente un grueso volumen, hablaba sobre un matrimonio en Marte, con sus canales rojos y sus mitologías en las que combatían insectos eléctricos.

Recuerdo que en lugar de prestar atención a la maestra Chela Cano y el drama del henequén en el sur, regresaba una y otra vez a esa página, y el nombre del autor del texto me era tan amado como el de Armida de la Vara, que en otras páginas de esos volúmenes inventó la palabra «palitroche».

Descubrí poco tiempo después en la casa de mis abuelos maternos un ejemplar de «Las crónicas marcianas» y hallar en él ese mismo fragmento me descubrió (a mis diez años) las secretas mecánicas de los libros: cómo comparten miembros, cómo se expanden unos en otros, cómo contagian y tatúan al mundo con su laberinto…

Las maravillas no se detuvieron ahí: acabé las crónicas sobre la colonización de Marte en dos o tres noches, y quedé hambriento. En nuestra casa sólo había un libro acerca de un hombre con un corazón atómico que era secuestrado por terroristas para convertirlo en una bomba. Lo leí, pero sirvió de poco. Regresé a casa de mis abuelos por más material del señor Bradbury.

Desde luego, mis abuelos no tenían la menor idea de ese señor, ni de cómo había llegado «esa novela de vaqueros» a su casa.

No hallé más libros interesantes, pero a un costado de un mueble de la tele, en la parte baja del librero, ocultos por mi abuelo con una enorme tabla, había pilas y pilas de revistas de Selecciones del Reader’s Digest.

Fue el más grande proyecto de lectura de mi vida. Aún no sé por qué lo emprendí, pero sí recuerdo de qué manera llegó a su fin.

Tras repasar la autobiografía de todos los miembros de Juan, de memorizar todas las Citas Citables y de comprobar lo aburridas que eran todas las Historias de la Vida Real, hallé la hermosa ilustración de dos hombres aterrados, en el reducido espacio de un faro, ante el ojo del gran diplodocus que les observaba a través de una tormenta.

El relato que lo acompañaba era «El faro», de Bradbury.

El final era diferente al que encontré años después en una edición de Minotauro bajo el título de «La sirena». Como fuera lloré desconsoladamente por esa pobre criatura sola, que sólo quería que ese faro la quisiera. Me recordó a mi gato.

Mi abuelo me preguntó por qué lloraba. Le respondí que no sabía. Entonces era verdad.

Todas las Selecciones desaparecieron. No me importó, fuera de la pérdida de esa hermosa ilustración: me habían lanzado al mundo a buscar libros que, lo sabía, estarían contagiados de Ray Bradbury.

Entonces no eran libros de ciencia ficción; eran los libros.

Sin embargo, mi siguiente encuentro con Bradbury (el definitivo, si me lo preguntan, en mi formación como lector) no fue con un libro, sino a través de la tele. Sentado en el regazo de mi madre, frente a la televisión, ese aparato que Ray Bradbury detestó y combatió tanto, y que en mi descargo debo decir que era en blanco y negro.

Recuerdo vagamente que todo pasó muy tarde. Era mi privilegio ver la televisión a altas horas con mi madre, en ese momento en que todo es en blanco y negro.

Ignoro cómo llegamos a ese canal: en esos tiempos no existían los controles remotos, y zapear de un canal a otro requería de un gran  esfuerzo tomando en cuenta que yo pesaba lo mío y la televisión se erguía a unos buenos pasos de nosotros. Pero no veíamos ni caricaturas ni telenovelas: sólo a un hombre con un libro. Recuerdo la tele a mitad del cuarto, a mí en el regazo de mi madre, y a un hombre que dentro de la pantalla estaba sentado, solo frente a la cámara, en un estudio vacío, con un libro entre sus manos.

 Recuerdo que tenía botas, y un pie en el piso, y el otro sobre uno de los travesaños de la silla que ocupaba, y que sonreía, aunque estaba leyendo. Sonreía sin sonreír, que es del único modo en que se puede leer en voz alta.

No recuerdo la edad precisa que tenía en ese momento, pero sí cada una de las palabras que Sergio Romano, en un estudio del Canal Once, leyó esa noche. Era un cuento terrible. Un cohete reventaba en la noche, y unos astronautas caían. Uno de ellos, el piloto, había tenido la culpa. Recuerdo que lo detesté apenas saberlo, pues todos caían y caían, y se dispersaban entre las estrellas, sin remedio.

Se iban a morir.

Fue la primera vez en mi vida que recuerdo haber pensado que alguien se iba a morir, sin remedio. Fue una verdad tan espantosa, y me golpeó tan hondamente, que fui incapaz de llorar.

Entonces, cosa extraña, quien contaba el cuento nos decía que sí, se iban a morir, pero que sus muertes iban a ser maravillosas. Uno de ellos, que abrazaba a un muerto, quedaría para siempre girando entre los anillos de Saturno. Otro se iría a la luna. Otro al sol.

¿Y el piloto?

El piloto iba a caer en la Tierra.

Le gritaron, le insultaron. Le grité, calladamente, en el regazo de mi madre. ¿Cómo, si él tenía la culpa? ¿Cómo que iba a ser el único en regresar a la Tierra?

Entonces, como si quien contaba el cuento en la voz de Sergio Romano me lo contara a mí, y sólo a mí, y conociera, por ende, mis pensamientos, hizo algo que yo creía imposible: entró en la mente de mi enemigo. Y me dijo que el piloto sufría, que se sabía malo, que nunca había hecho nada por nadie.

Yo, hasta entonces, no sabía que mis enemigos (los niños que me molestaban en la escuela, la maestra Chela Cano, los niños de mi calle) podían ser, dentro de sí mismos, buenos, y que tenían miedo.

Y de entre todos los que caían, no quise que el astronauta malo se muriera.

Era tarde, claro: caería en la Tierra, pero la fricción… Entonces, como si quien contaba la historia desde una Tierra ajena hubiera sabido que, como pasa en Illinois, en Santa María La Ribera había niños que, sentados en el regazo de su madre, lamentaban la suerte de los astronautas malos, cada uno de los otros astronautas aprovechó el momento antes de quedar fuera del alcance de sus radios, y se despidieron del piloto, y le desearon suerte, y lo perdonaron.

Y antes de entrar en la atmósfera terrena, el astronauta malo pidió hacer algo por alguien, lo que fuera.

Y entonces, porque en todo el Universo hay niños que otean a la noche en blanco y negro sentados en el regazo de su madre, otro niño descubrió una estrella fugaz en el cielo de Illinois. Y su madre lo apuró:

—Pide un deseo…

Recuerdo haber mirado a mi madre, boquiabierto, en la más dulce de las tristezas, y sé que ella, de no haber estado llorando, me habría dicho a su vez: «Pide un deseo».

El hombre en la tele, por todo comentario, tras el punto final, cerrando el libro, un poco cansado, nos dijo:

—«Caleidoscopio», de Ray Bradbury.~