Estambul: azulejos de luz azul

«Pero que no te contagien la nostalgia: camina por sus calles torcidas, desconchadas, de viejo pavés, enrédate en miradas que no te dejan indiferente y así, sin querer, topas con esos pescadores que invaden con sus cañas el Puente Gálata, con ese fuerte olor a mar que inunda el aire. Y aún así te decides a probar el pescado, un caldero lleno y una plancha, ni siquiera puedes llamarlos puestos de comida rápida. Los turistas se agolpan esperando en los muelles para montarse en cualquiera de los barcos que a modo de crucero les pasearán furtivamente por el Bósforo.»  /Ilustración de Cristina Sánchez Reizábal

 

HAY LUGARES QUE sin darte cuenta te atrapan para siempre. Una especie de amor a primera vista, como ese antiguo novio de instituto, un tanto descarado, metido en tus recuerdos pase el tiempo que pase. Estambul, para mí es algo así. Su vida bulliciosa, ese primer café turco saboreado lentamente frente a Bezayit, sabedora de que, recién llegada, aún tienes todo el tiempo por delante para desentrañar sus misterios y unos niños juegan con una pelota junto a ti, enrojecidos por la excitación, concentrados…

Vine a Estambul no sé si para perderme o para encontrarme; ahora todo son recuerdos. Recuerdos que aún hoy, tantos días, tardes, meses después, siguen vivos, instalados como aquel novio descarado en mi memoria: recuerdos de ese olor, mezcla de almizcle y jazmín, que se te mete y te acompaña ya durante tus largos días en la ciudad. Como dice Pamuk, es Estambul una ciudad con alma, que se respira, que se huele y se siente y que te acoge ya como una verdadera amiga, tanto, que acabas sintiéndola ya un poco tuya.

La primera toma de contacto con Estambul no puede ser más hermosa. Flota el avión por ese mar de mármol, el Mármara y toma tierra en Atatürk (ese omnipresente nombre tras el que se esconde el padre de todos los turcos) y comienzas ya a intuir alminares y mezquitas, puentes y palacios, atravesados siempre por ese sol ardiendo reflejado sobre el Bósforo, y no puedes despegar tu mirada de la ventanilla, como esa niña que extasiada contempla el escaparate de una pastelería… y ahora que lo escribo la memoria se me va, golosa, a esos dulces de almendras y pistachos que sucios vendedores callejeros te ofrecen, mientras tú, rendida, sucumbes a esa lluvia de colores y sabores. Hay que tener cuidado en Estambul: dejarse llevar por todo lo que esta ciudad te ofrece, puede hacer que acabes empachada de azúcar y tesoros.

Dicen que conocer aquella Constantinopla de los cuentos  puede llevarte un solo día o puede llevarte una vida entera. Lo que está claro es que este Estambul de hoy es toda una aventura para los sentidos: el Bazar de las Especias o Gran Bazar; los puestos de frutos secos son un arrebato para la vista, todo ordenado y limpio: perfectas pirámides de especias y brillantes almendras, piñones, dátiles…; los de miel y los de aceite; los de azafrán, comino, clavo; y llegas a los puestos de los perfumistas. Si uno quiere saber cómo huele realmente el almizcle basta con acercarse a los innumerables frascos de cristal que se amontonan en los distintos puestos. Todos los tarros parecen guardar una historia secreta, una historia milenaria y oculta. «¿Española verdad? ¡Sí!» Ni siquiera hace falta que abras la boca para que tenderos y ligoncetes calen rápido de dónde eres; y tú sonríes divertida, cómplice de esa algarabía y de la música callejera, de ese intercambio cultural, tuyo, mío, mientras te mezclas con la gente, que es la Vida,  esa que se escribe con mayúsculas.

Pero te das cuenta de que como mejor se observa todo ese bullicio es sentada al sol, pausada, viendo el hormiguero de gente pasar: casi todos con prisa, apurados, como si llegaran tarde a algún sitio… tanto que en cualquier momento puedes aparecer en una historia equivocada, en la que el Conejo Blanco de la Alicia de Carrol te sorprendería en una esquina dándote una cálida bienvenida: la ya famosa hospitalidad oriental. Pues no olvidas que la ciudad se extiende hacia Asia, de donde recoge sus vestigios árabes y otomanos. Y allí lejos, los vendedores, zalameros, intentan ofrecer sus alfombras a los turistas en todos los idiomas del mundo, en un escaparate de mil y una sonrisas mientras las mujeres adornadas con graciosos pañuelos se mezclan con aquellas que lucen sus peinados modernos -las seguidoras de las más actuales tendencias-, fumando y hablando por el móvil en los cafés; y con aquellas otras mujeres, madres arraigadas de mantos negros…

…y esos cementerios que están ahí, sin darse importancia, de lápidas blancas de cal, formando parte también la muerte de la vida. Vas tropezando con ellos como el que tropieza con un puesto de fruta callejero, cementerios sin nombre, desubicados y anacrónicos, algunos incluso con cafetería en su interior. Y lejos de ser tenebrosos, resplandecen como rincones irrepetibles que parecen querer contar historias de otros tiempos. No puedes evitar una cierta melancolía, la misma sensación que cuando escuchas una canción triste, con la que sin embargo te sientes cómoda, abrigada. Blancos cementerios de Fatih.

Pero que no te contagien la nostalgia: camina por sus calles torcidas, desconchadas, de viejo pavés, enrédate en miradas que no te dejan indiferente y así, sin querer, topas con esos pescadores que invaden con sus cañas el Puente Gálata, con ese fuerte olor a mar que inunda el aire. Y aún así te decides a probar el pescado, un caldero lleno y una plancha, ni siquiera puedes llamarlos puestos de comida rápida. Los turistas se agolpan esperando en los muelles para montarse en cualquiera de los barcos que a modo de crucero les pasearán furtivamente por el Bósforo.

En Estambul, con todos sus monumentos históricos es preferible una natural convivencia: limitarte a contemplarlos sería perderte todo lo que a su alrededor pasa. Y es que hay más de 2.500 mezquitas en la ciudad, y entre todas ellas reina la Mezquita Azul, con sus azulejos y esa luz del Cuerno de Oro que se cuela desde su cúpula, y te acaricia… La mujer aún tiene espacios reservados, apartados de los hombres, por lo que sola, no es mala idea perderte por todo el Palacio de Topkapi, harem pagano de jardines y rincones suntuosos.

Anochece y canta el muecín a lo lejos…la gente que abarrota los cafés sigue su vida despreocupada, las conversaciones se enredan, bizantinas, mientras ese Estambul oculto, lleno de barrios y barrios desconocidos, acoge en la noche tantas millones de vidas, de historias…tantas, ocultas, que te llevan a esa sensación extraña, frustrante, de saber menos cuantas más cosas conoces. La belleza traspasa el tiempo impaciente que se va, y miras el destello de las luces y te esfuerzas por guardar ese vaivén de recuerdos y cierras los ojos…suspiras. Tantas veces miramos tan arriba que nos perdemos esas pequeñas cosas que de tan cerca, nos tocan y nos acarician. Y al regresar, sólo sabes que al fondo, Santa Sofía te seguirá sonriendo majestuosa.~