Raros rituales y procesos de escritura
Detrás de todos los textos del mundo, escritos por narradores o críticos literarios, existe una suerte de rituales y azares que son utilizados, intencional o inconscientemente, por los escritores para culminar su trabajo. Unos se aventuran con brújula en mano para que su periplo no naufrague en ningún momento y cada línea, cada idea que están escribiendo, sea la ola mansa que converge con la otra y así su viaje sea viento en popa. Otros sin brújula en mano ni cualquier plan de viaje se lanzan al periplo y suelen encontrar el rumbo de su texto cuando el barco está a la deriva o se halla perdido en altamar. Pero al final, sin embargo, corren con suerte y las aguas los regresan a Ítaca más llenos de gracia y aventura que Constantino Kavafis.
Uno de los cuentistas más representativos de USA como John Cheever, menciona Ray Loriga en Días aún más extraños, solía vestir traje todos los días antes de salir de casa a dejar a sus hijos en el colegio. En la puerta del plantel educativo se despedía de ellos diciéndoles: “me voy a la oficina”. Y en un cuartillo cercano que rentaba por un precio accesible, se quitaba el traje y se ponía a escribir, toda la mañana, frente a su escritorio. Cuando llegaba la hora de volver por sus hijos, se vestía de nueva cuenta el traje y salía aprisa por ellos. El ritual de Cheever siempre me ha gustado compararlo con el de cualquier superhéroe que cambia de vestimenta para ocultar su identidad mientras entra en acción, pero en el norteamericano sucede de forma invertida: viste un traje de oficinista fuera de su área de trabajo para hacer que sus hijos lo vean como un asalariado elemental, y para nada como un escritor que intenta conquistar el mundo con sus relatos que escribe por las mañanas, desnudo.
También existen aquéllos, como Ernest Hemingway, que llegó a confesar en una entrevista a George Plimpton compilada en El oficio de escritor, que cuando el agua del pozo se había vaciado y le era difícil continuar una novela o relato, siempre le venía bien leer los libros del pasado, aquellos trabajos que le recordaban el camino, las etapas que había recorrido, para saber dónde se encontraba ahora y adónde quería llegar. Una suerte de viaje a la semilla para redescubrir las raíces de por qué y cómo escribir. Hay aquellos que dicen, sin embargo, que Hemingway solía trabajar con una desgastada pata de conejo en el bolsillo, como la que te obsequian las lectoras de la buena o mala fortuna para que la suerte te acompañe.
Un caso que admiro por su enorme disciplina, es el que explica el oriental Haruki Murakami en su libro De qué hablo, cuando hablo de correr, al destacar que antes de enfrentar la hoja en blanco o retomar el hilo de una historia corre diariamente 10 kilómetros como todo fondista. Correr, para el autor de Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo, es encontrar la senda del equilibrio, pues este deporte activa un neurotransmisor llamado serotonina, sustancia que regula los emociones básicas del ser humano, como el deseo sexual, el apetito, y otras percepciones sensoriales que sin duda alguna son el cable perfecto a la hora de escribir.
El proceso de composición musical que más me ha impresionado es el de John Cage y su 4:33, pieza en la que un pianista se sienta frente a una enorme auditorio y no toca ni una sola tecla ni mueve ni un solo dedo durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, haciendo participe al público en su proceso de creación. La obra, según Vargas Llosa en La sociedad y el espectáculo, “consistía en los ruidos que eran producidos en la sala por el azar y los oyentes divertidos o exasperados”. De esta forma Cage hace del proceso creativo individual algo colectivo, equiparable a la polifonía de voces que se da a diario en las redes sociales como Twitter o Facebook. Sólo hay que observar detenidamente el time line y lo constataremos.
En el ámbito de la pintura es preciso aludir a Jackson Pollock que, con cigarro en labios, botas negras salpicadas de pintura y encorvado, traza con la brocha líneas, espirales, círculos, zig-zags y curvas que aparentemente no definen el mensaje exacto que busca expresar el artista en la lona. Para Frank O’ Hara el automatismo de Pollock busca exteriorizar los mensajes que se ocultan en el inconsciente en el momento, dando paso a la liberación necesaria y absoluta de los pensamiento únicos del artista. Una especie de catarsis y búsqueda individual que sin duda le dio fortunas al pintor.
Pero sin duda el ritual que más envidio antes de escribir es aquel que Erasmus Fry concede a Richard Madoc, ambos personajes del comic Calíope de Neil Gaiman. Pues una lectura de su argumento podría ser el sexo como el canal que abre las venas de la inspiración. En la historia de Gaiman, Madoc es un escritor que ganó fama con su obra El cabaret del doctor Caligari, y tras tener pactada la segunda parte con su editor, se ve seco, estéril, incapaz de redactar palabras que concluyan el encargo. Es así como Erasmus Fry le propone un trueque: él le da a Calíope, musa de la poesía épica y la elocuencia, que tiene en cautiverio en su propia casa desde 1927, a cambio de un tricobeozar, conglomerado de cabello ingerido por una persona que se almacena en el estómago. Madoc, sin más, se lleva a Calíope a su casa. Y desde la primera noche descubre que copular por la buena o por la mala con la musa es insuflar sus ideas. Al pasar los días, cada que Richard Madoc busca concluir la segunda parte de su obra, primero prueba las mieles de Calíope, para después, feliz, con la cabeza clara y las palabras hirviendo en las falanges, sentarse a escribir frente a su escritorio.~
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