Writer’s block

«Si la ocupación fuera un dato meramente estadístico, antes que Escritor yo tendría que responder: Novio, Fumador, Conductor, Operador de un Call Center al que llaman Agencias de Relaciones Públicas y Colaboradores Reclamando su Pago, Lector, Jugador de Jueguitos del Celular, Catador de Hamburguesas y Tacos, Microjardinero, Bartender, y muchas, muchas más. Por tiempo dedicado, quizá Escritor sería el décimo sexto o décimo séptimo lugar en la fila de mis ocupaciones. No es sólo que no tenga tiempo, sino que escribir me requiere tal cantidad de energía, que de buena gana no lo haría.» Ruy Feben nos cuenta sus monumentales writer’s blocks.

 
LLEVO TRES HORAS queriendo escribir este texto sin ningún éxito. Qué digo tres horas, qué digo este texto: llevo algo así como dos semanas torturándome noches enteras intentando escribir distintas cosas frente a una pantalla blanca, un cursor palpitando como si se le fuera la vida y una conexión a internet que me permite justificar mis muy escasos y penosos adelantos. Bochorno es el nombre de la práctica que he ejercido con tan poca elegancia estos días, y vengo a coronar mi falta o exceso de vergüenza con estas líneas. Nada es más bajo que un escritor que escribe sobre escritores; peor cuando el escritor comienza hablando de sí mismo; deplorable cuando el escritor en cuestión justifica sus posteriores desvaríos sin sentido al comenzar con una frase como: “Llevo tres horas queriendo escribir este texto sin ningún éxito”.

Esto que me pasa se llama, en inglés, writer’s block; en español no le hemos inventado un nombre decoroso (alguna vez leí que le llamaban “bloqueo de escritor”, pero es que eso es tautológico: ser escritor es tener bloqueos; decir “bloqueo de escritor” es como decir “cucaracheidad de la cucaracha”). Entiendo que es algo más o menos común, pero también sé que es algo muy poco profesional. Los escritores de verdad, eso nos han dicho, no se dejan superar por el writer’s block. Quizá Fuentes, Cortázar, Borges, Dickens, Foster Wallace, Dumas, hayan amanecido un miércoles cualquiera pensando, qué sé yo, en cucarachas, y pensaban tanto en ellas que no conseguían escribir de principio, y tenían que sobar la esquina del escritorio tres horas antes de sacar de mala gana cuatro líneas que, al final de la disciplinadísima creación, terminaban en la basura. Pero eso no importaba (tanto) porque al día siguiente se sentarían otra vez cuatro horas y probablemente para entonces las cucarachas habrían desaparecido o, como ninguno de ellos tenía internet, seguramente no pasaban horas navegando en wikipedia buscando artículos sobre cucarachas y luego arañas y luego plagas y luego marabuntas y luego fobia a los insectos y luego terapia contra las fobias. Casi todos los autores encumbrados comparten este consejo: escribe diario; escribe siempre; escribe aunque estés ebrio o enfermo o bloqueado. Despierta temprano, mata el bloqueo a fuerza de teclas o tinta, como si estuvieras a la caza de una ballena o de un enemigo cruel. Porque eran escritores y como tales sí que sabían lo que es estar bloqueado, pero sabían contrarrestar el bloqueo o pasarlo por alto. Hacían lo que un escritor de verdad tendría que hacer: martillarse el cráneo y a la mierda los bloqueos. Como hombres de verdad.

Muchos creemos que no sólo se trataba de que Fuentes y García Márquez y Conrad eran hombres de verdad, con bigote y todo, sino que tenían algo importantísimo que nosotros no tenemos: tiempo. Decía Raymond Carver que el escritor debe invertirle tiempo a escribir, pero también debe dedicarle tiempo a no hacer nada antes de escribir; que parte de escribir es perder el tiempo. Y estas semanas yo no lo he tenido: qué diferente sería todo si yo tuviera tiempo de echar horas de escritura a la basura, pensando en cucarachas. Si no tuviera que recorrer media ciudad de México de ida al trabajo y media de regreso. Si, a la hora de llenar una solicitud de lo que sea, en el campo de “Ocupación” pudiese poner “Escritor” sin titubeos, sin preguntarme siempre por inercia si de verdad soy escritor, dado que la mayor parte de mi tiempo la paso haciendo otra cosa.

Y no me refiero sólo al trabajo, que ya es bastante. Si la ocupación fuera un dato meramente estadístico, antes que Escritor yo tendría que responder: Novio, Fumador, Conductor, Operador de un Call Center al que llaman Agencias de Relaciones Públicas y Colaboradores Reclamando su Pago, Lector, Jugador de Jueguitos del Celular, Catador de Hamburguesas y Tacos, Microjardinero, Bartender, y muchas, muchas más. Por tiempo dedicado, quizá Escritor sería el décimo sexto o décimo séptimo lugar en la fila de mis ocupaciones. No es sólo que no tenga tiempo, sino que escribir me requiere tal cantidad de energía, que de buena gana no lo haría. Otra cosa que suele pensarse de los escritores es que escribir les resulta inevitable: que tienen una suerte de aura que les tiende un camino tapizado de letras alargándose hasta un horizonte que se llama destino; que a la mitad de la madrugada despiertan, garabatean una libreta en el buró, y al día siguiente amanecen tendidos junto a Ulises; que cada vez que han encontrado el punto más cómodo del sofá una corneta les suena en la parte más reverberante del hipotálamo y los obliga a correr a la computadora. Conozco muchos escritores cuya mayor diversión es esperar en algún rincón de una fiesta con un vaso de whiskey y acechar a algún incauto hasta que éste termine por preguntarles por qué escriben; he visto muchas veces su anticipación contenida y explosiva a la hora de contestar la línea que han ensayado durante meses: “escribo porque no puedo evitarlo; no puedo no escribir”. Cada vez que escucho esa respuesta pienso que esos colegas deben tener vidas tristísimas: no hay nada más fácil que evitar escribir. Justo ahora, en medio de mi writer’s block, puedo pensar al vuelo en unas treinta y ocho o cuarenta cosas más fáciles y más divertidas que escribir, y eso que no soy un tipo demasiado divertido ni particularmente interesante.

Quizá por eso no puedo escribir. Esos escritores rudos y heroicos del pasado, además de tiempo (y bigote), tenían garbo. Pongamos de ejemplo a Cervantes: a los 22 años el tipo ya se había hecho perseguir por la Corona Española por haber herido en un duelo a un albañil; a los 28 ya había perdido movilidad en la mano izquierda después de pelear la batalla de Lepanto; a los 33 ya había sido preso político y había intentado escapar cuatro veces de su cautiverio en Argel. O pensemos en Hemingway, ese prohombre estadounidense que bebió mojitos como si no hubiera Guerra Fría, cazó palomas en París para sobrevivir, salvó a un soldado italiano a pesar de tener una pierna rota en plena Primera Guerra Mundial. O en el depresivo Poe. O en el viajero Verne. O todo el Boom Latinoamericano, exiliadísimo. Será que en este mundo ya no se puede ser verdaderamente interesante. Si nuestra época tiene una sola virtud, ésta es que puede faltarnos el pan, la casa, el trabajo o el amor, pero la diversión nunca. Y eso es peligrosísimo: cada vez que uno se siente de humor para dejar fluir el demonio, en el Discovery Channel empieza un documental sobre las profecías mayas o Auschwitz; cada vez que a uno se le ocurre montar postura política para que alguien lo exilie, se topa con gobiernos a los que censurar obras y escritores les provoca absoluta pereza. Y si por algo uno quiere hacerse de una aventura digna de escribirse en ocho tomos, siempre habrá una agencia de viajes dispuesta a organizar la travesía. En todo caso, antes de dar con la dichosa agencia hay que pasar por internet, y ahí se jode la cosa siempre.

Lo peor del writer’s block es esto: normalmente la falta de ideas lleva a la búsqueda de ideas. Como cada una se vuelve más inútil que la anterior, uno empieza a buscar respuestas de corte trascendental. Ya no se trata de querer averiguar cómo matar a tal o cual personaje: uno empieza a preguntarse si de verdad uno escribe tan bien como cree; si escribir, después de todo, tiene sentido; si la vida de uno sin escribir tiene sentido; si la vida de uno tiene sentido; si escribir tiene sentido; si escribir hoy, en este mundo, no es una locura desbordada en el mejor de los casos. Para cuando se llega a este punto, encontrar una idea o una forma se vuelve terquedad. Uno acaba concluyendo que todo es la costumbre y el ego: cada uno de esos colegas que dice no poder evitar escribir en realidad quiere decir: “no puedo evitar el subidón de ego que siento al ver la cara de la gente que me escucha decir que escribo”. Esa es la conclusión invariable del writer’s block, o al menos esa ha sido la mía: en algún punto todos escribimos por absoluto y contundente ego. Porque no somos interesantes ni tenemos tiempo ni nos atrevemos a dejar largo el bigote y tenemos que aparentarlo todo. Porque de niños no pateábamos la pelota lo que se dice bien, porque no somos guapos y porque cualquier clase de éxito o pifia en el mundo real no es para nosotros. “Escribo porque no puedo evitarlo” es una manera muy elegante de decir “escribo porque es lo único que tengo y pienso llevarlo a las últimas consecuencias”. Somos cucarachas: de un pisotón se nos aplasta, pero podríamos sobrevivir un cataclismo nuclear si con ello pudiésemos asegurarnos la oportunidad de decir que alguna vez escribimos.

Sirva todo esto para decir que no existe para un escritor algo peor que el writer’s block. Escribir es de por sí complicado: hay que encontrar una idea seminal que sea más o menos interesante; rumiarla; luego, como decía Borges en “Las ruinas circulares”, “soñar un hombre: soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad” y hacerlo así no con un hombre, sino con un ejecutivo de un banco que se halla de pronto encerrado en un acuario o con un veterinario que cae de un puente o con una mujer celosa que descubre demasiado tarde que lleva la bolsa incorrecta; encontrarles a todos las motivaciones que a veces a uno le faltan o le son opuestas o extrañas; hacerlos cruzar los unos con los otros; imaginar, imaginar, imaginar; ir al trabajo, hacer cosas que no tienen nada que ver con una pistola dentro de una bolsa extraña o un pez payaso que decide conceder tres deseos o un tirante atorado a la correa de un perro; escribir, hallar palabras, inventarlas o deschumizarlas; borrar muchísimo; preparar café; buscar en un libro un dato de Cervantes o Hemingway que sirva de referencia; enojarse con la última frase, avergonzarse, recordar que todo es asunto de ego pero no debería serlo, que hay que desprenderse del ego si lo que se busca es un fuego artificial empedrando el mundo y no una carreta con luces de neón; pensar que quizá no es mala idea pedirle al pez payaso una agencia de viajes que organice una travesía a Katmandú; recordar que casi no hemos hablado del perro y la correa o que después de todo la mujer no estaba tan celosa y esto no vale la pena. Y volver a empezarlo todo en cada párrafo, como pez payaso encerrado en una pecera turbia. Y, encima, recordarse todo esto y decirse, frente a un cursor que parpadea como si se le fuera la vida, que quizá nada de esto tiene sentido.

Así que este par de semanas he intentado todo. Hacer navegaciones aleatorias en wikipedia para conseguir una idea minúscula y seminal; dejar de viajar en auto y empezar a hacer largos recorridos en bicicleta; escribir cosas que no quiero escribir sin preocuparme demasiado por la estructura o el sentido. He recorrido toda mi biblioteca buscando inspiración, aunque yo sepa que no existe. Ha buscado la soledad y el tiempo que los autores del pasado tenían. Después de intentarlo todo sin lograr nada, lo único que he hallado es lo siguiente: nunca he sido capaz de escribir de un modo distinto que éste. Nunca he tenido el tiempo para sentarme tardes enteras a imaginar un hombre hasta darle vida; pocas veces he tenido tiempo para derrochar, y cuando lo he tenido, he preferido ver enteras las dos temporadas de Game of Thrones. Llevo tres horas queriendo escribir este texto sin ningún éxito, pero nunca ha sido distinto: si yo tuviera una vida llena de garbo para contarla, sería otra cosa, no necesitaría inventarme nada; si escribir me resultara inevitable, esto no tendría sentido: comer nos resulta inevitable, y nadie en el mundo llena el rubro de “Ocupación” con las palabras “Catador Diario de Cenas”. Escribo porque no soy escritor de tiempo completo: porque alguna vida me rebasa y quiero hallarla; porque alguna frustración me resulta inevitable y debo paliara. Escribo porque para mí en el mundo no hay nada más complicado que escribir y, por tanto, nada que le dé más sentido.

Escribo del modo que la creación se decidió por las cucarachas a la hora de perpetuar la vida: la vida y la evolución son un monumental writer’s block, un eterno desvarío lleno de mutaciones dudosas y experimentos fallidos, pero al final siempre hay algo reptando en la superficie que no permite que el mundo muera, aunque se le arranque la cabeza, aunque haya un cataclismo nuclear. Aunque ese algo que repta sea asqueroso y poco glamoroso e incapaz de escribir una obra de arte. Como Bukowski, que en su sucísima (y bigotona) sabiduría escribió esto:

“-you know, I’ve either had a family, a job, something
has always been in the
way
but now
I’ve sold my house, I’ve found this
place, a large studio, you should see the space and
the light.
For the first time in my life I’m going to have a place and the time to
create.”

No baby, if you’re going to create
you’re going to create whether you work
16 hours a day in a coal mine
or
you’re going to create in a small room with 3 children
while you’re on
welfare,
you’re going to create with part of your mind and your
body blown
away,
you’re going to create blind
crippled
demented,
you’re going to create with a cat crawling up your
back while
the whole city trembles in earthquake, bombardment,
flood and fire.

Baby, air and light and time and space
have nothing to do with it
and don’t create anything
except maybe a longer life to find
new excuses
for.

Así que llevo tres horas tratando de escribir esto sin ningún éxito, pensando en las razones para no hacerlo, buscando aire y luz y tiempo y espacio. No he encontrado nada al escribir esto, pero lo he escrito. Como todos, como siempre.~