Con parada en el infierno

«Yo tenía veintidós años, tres perros y varios gramos de cocaína en casa. Mis amigos, esos que eran más bien pseudo amigos, ya se habían ido y solo quedábamos él y yo.» Una crónica sobre la adicción a las drogas y la esperanza de poder salir de ellas.

 

—¿QUIÉN HA TIRADO los hipnóticos del perro? ¡Tráelos! —supliqué.

Pero me ignoraba. Quizá me miraba un poco, pero solo de reojo. Estaba muy enfadado conmigo. Él se iba a trabajar y yo no podía resolver la situación que se estaba dando ahí mismo, en el salón de mi casa. Sin los hipnóticos no había nada que hacer, tendría que bajar al bar donde mis vecinos se tomaban en ese momento un café con la ensaimada que tanto asco me daba. Y con esa mezcla de náusea y vergüenza tendría que comprar la botella de whisky con la que ―ya que no tenía los hipnóticos― resolver el conflicto de arriba.

Yo tenía veintidós años, tres perros y varios gramos de cocaína en casa. Mis amigos, esos que eran más bien pseudo amigos, ya se habían ido y solo quedábamos él y yo. Me había amenazado antes y nunca había cumplido su promesa:

—Si vuelves a colocarte, se acabó —me decía.

Yo juraba (y lo creía) que aquella sería la última, que no había de qué preocuparse, que nuestra relación era sólida, demasiado como para que unos pocos tiros allí y aquí, o quizá más aquí que allí, la estropearan.

Se marchó al trabajo y yo seguí buscando los hipnóticos que la veterinaria me había vendido la última vez que mordieron a mi perra. Recuerdo convertirme en un tornado explosivo que se movía por una fuerza centrípeta entre la cocina, el salón y el dormitorio. Nada, alguien los había tirado, ¿habría sido él? Imposible. Nunca hubiera podido imaginar que yo los usara para aflojar la celda del mono. ¿Me los había tomado ya? ¿Quizá entre raya y raya? ¿Es posible que no lo recordara? Claro que era posible, ¿acaso recordaba por qué andaba desnuda? ¿Recordaba lo que había pasado hacía una hora? ¿Dos? ¿La noche anterior? Estaba completamente vacía de información, como el cajón de las pastillas, no quedaba ni una. Ni un solo recuerdo en el que poder sostener un procesamiento mental de lo más simple.

Incapaz de elaborar una secuencia de lo que había sucedido en las últimas 48 horas opté por el bar de abajo. Necesitaba una botella de alcohol que me ayudara a eliminar la ansiedad, el sudor frío, los temblores y un largo etcétera de diferentes horrores fisiológicos. El problema del alcohol ―y de ahí mi insistencia por los hipnóticos― era que exigía una verdadera concentración por mi parte para esquivar las arcadas. Muchas veces era imposible y entre trago y trago debía hacer un sprint olímpico al baño.

Bebí y bebí. Bebí hasta perder la conciencia y ahogar con saña la desazón. Y después, desperté. Y la culpa volvió a traer angustia. Y salí corriendo a la calle a pedir perdón, ¿a quién? A cualquiera. Al que se reía de mí cuando me veía rodar por las escaleras del portal, y al del parking que más de una vez tuvo que subirme en brazos hasta mi casa; se lo pediría al policía que me multó por conducir absolutamente ebria, y a mi hermana por haberle pegado cuando me intentó sacar a rastras de un baño; también a la prostituta que me dobló por la mitad para ayudarme a sacar la primera papilla que mi madre ―con tanto amor― me preparó; y se lo pediría a la profesora que intentó ayudarme y yo engañé una y otra vez poniéndome en la palestra de los payasos cada vez que creía colarle alguna de mis mentiras… Pero, sobre todo, saldría a pedírselas a él, por mi crueldad afectiva, por todas las humillaciones a las que le sometí, por mi indiferencia y mis constantes desplantes, por mi falta de amor y mi abundancia en odio, mentiras y rencor. Lo buscaría para pedirle perdón pero antes me haría un par de rayas para armarme de valor.

Un valor que no hacía sino disminuir con cada raya que me metía y que, a la larga, solo logré hallar en la clínica de desintoxicación. A los 29 ya no quedaba nada de mí. Ni parejas, ni vecinos, ni bar de abajo… por no quedar, no quedaban ni perros. Uno se marchó ―aliviado― con mi pareja (que finalmente cumplió su promesa), los otros dos murieron por una de mis imprudencias; también a ellos les pedí perdón. La desintoxicación era para tarados ―solía pensar yo―. Seres (ni siquiera personas) carentes de voluntad, despojos humanos que no habían sido capaces de conducir sus vidas a causa del hastío, la apatía, desidia y falta de ilusión por la vida. Yo, sin duda, no era así. Las drogas llegaron a mi vida y no yo a la suya ―esas fueron mis primeras palabras en la terapia de grupo―. Eché la culpa a mis padres, a mi trabajo y a mi mierda de vida ¿responsable yo? ¿De qué?

No podía ser responsable ni mucho menos cargar con culpas.

Mi mejor amigo estaba muerto. Poco antes nos habíamos enfadado, afortunadamente mis últimas palabras aquel día fueron: «te quiero mucho». Mi amigo y yo habíamos «vivido» un tiempo juntos pero, sobre todo, nos habíamos drogado juntos. No recuerdo haberme reído con él estando sobria, de hecho no recuerdo ni un solo momento en el que estuviéramos los dos juntos sobrios. Creo que lo quise mucho pero no podría asegurarlo porque no sé si llegué a conocerlo. En la desintoxicación pensaba en él a todas horas, no entendía por qué había muerto, por qué yo estaba allí y él no, por qué nadie había podido rescatarlo. Pensaba en él porque pensaba en las pastillas, pensaba en él porque pensaba en la cocaína, en el alcohol, en el MDMA, en la ketamina; pensaba en la droga y no en él. Porque un drogadicto amar, lo que se dice amar, solo ama las drogas. Y eso trataban de enseñarme en la clínica.

Cuatro meses en desintoxicación, primera salida al mundo real y recaída inminente. Llamada de socorro a mi mamá y una interminable espera en el aeropuerto. Ella vivía lejos y debía cruzar parte del Mediterráneo para salvarme de mí misma. Así, mientras ella volaba, yo conducía hacia el aeropuerto con la cara como un balón de playa a causa del Antabús (fármaco usado para ayudar en el tratamiento del alcoholismo, produciendo una reacción aguda frente al consumo de etanol) al tiempo que trataba de ahogar el sentimiento de culpa bebiendo cerveza caliente de finales de julio, el mismo mes que sometí ―sin querer― a mis perros al golpe de calor. Aparqué en el aeropuerto, fui a la terminal de llegadas, me situé junto a un grupo de jóvenes que, por su aspecto, acababan de llegar directos del Space de Ibiza, cogí mi lata de cerveza y me puse de espaldas para no ver cómo se bebían sus litronas. El tratamiento me había enseñado que para mantenerme sobria debía evitar mirar y recrearme mientras otros bebían; y yo, obediente, seguía al pie de la letra sus indicaciones excepto por un ligero detalle: la Estrella que yo tenía entre manos… ¿No es eso una verdadera demencia? Hay personas que dicen que la adicción no es una enfermedad mental. He aquí mi testimonio, yo creo que lo es.

Si alguien me pregunta si creo en el infierno diré sin dudarlo que sí. Es más, diré que sé dónde está: en el bar del aeropuerto de Barcelona. Juro que sufrí su carácter eterno envuelta en un amasijo de temblores y alucinaciones. Sentadita en una esquina, en el suelo, esperé. Esperé lo que a mí me parecieron días o meses, quizá incluso años. No podía pedir ayuda, no podía pedir perdón, no podía levantar la cabeza de entre mis rodillas. Solo suplicaba en silencio que mi corazón dejara de latir, no importaba cómo, un infarto estaba bien, me daba igual que fuera muy doloroso, estaba dispuesta a tolerar cualquier agonía que me impusieran. Lo importante era dejar de respirar cuanto antes. En vez de eso llegó mi madre, me vio, me abrazó, y empecé a llorar. Fue el primero de los 27 días que pasé llorando.

Volví a la clínica y volví a empezar.~