Estoy en el rincón de una cantina…

ES PROBABLE QUE la primera cantina fuese una fogata en medio de la sabana africana o de los terrenos de lo que hoy reconocemos como Armenia. Probablemente ahí se dio por primera vez esa idea de compartir los fermentados de alguna fruta silvestre que causaba efectos desinhibidores en aquellos habitantes de la Tierra de hace 8000 años. De esa fogata en la que departían los hombres mientras se pasaban vasijas de arcilla a la actualidad ha corrido suficiente agua… y vino. La idea de la cantina (bar, pub, pulquería, taberna, pulpería…) ha conservado esa intención principal que consiste en compartir las bebidas embriagantes con alguien. Con los Otros. Es, al mismo tiempo, reconocer la individualidad de la embriaguez al tiempo que se atestigua y se celebra la embriaguez de los demás.

Aunque ese alguien, a veces, sea uno mismo. Cabe recordar esta viñeta de Eduardo Galeano para imaginarnos una escena que es cada vez más común:

Después, en el almuerzo, Guayasamín cuenta cosas de New York. Dice que allá ha visto hombres bebiendo solos en los mostradores. Que tras la hilera de botellas hay un espejo y que a veces, bien entrada la noche, los hombres arrojan el vaso y el espejo vuela en pedazos.

El bar contrapone dos realidades de convivencia: por un lado, la que alude a la construcción de los vínculos entre iguales (o sea, entre borrachos); y aquella que alude a la evasión por vía alcohólica de las miserias del mundo. En la cultura popular contemporánea, en el cine y en la literatura, ejemplos de los dos casos menudean.

Un bar que nos parece muy cercano es el MacLaren’s. En este sitio es donde se lleva a cabo buena parte de la trama de la serie de comedia How I Met your Mother. Más atrevidos que sus congéneres fresas y noventeros de Friends, que se reúnen en una cafetería, Barney Stinson y compañía acuden al bar para ligar, para embriagarse, para reunirse con los amigos. Las delirantes anécdotas que el arquitecto Ted Mosby cuenta a sus hijos muchos años en el futuro se generan, no pocas veces, en ese acogedor lugar en donde incluso tienen asignada su mesa. Tarros de cerveza, vasos de whisky con hielo, margaritas de tequila. Todo un repertorio hace acto de presencia en ese temporal paraíso en el cual la amistad, el placer, la suerte y el desengaño se dan cita de manera recurrente.

Pero si bien MacLaren’s tiene un lugar ganado en el imaginario televisivo de esta época, otro bar es el que sin duda tiene el privilegio de ser el más reconocido por quienes les ha tocado vivir en estos tiempos tumultuosos: Moe’s. El dueño es Moe Szyslak, uno de los mejores terapeutas alcohólicos de Springfield. Moe’s es el sitio en donde Homero Simpson y Barney Gumble ahogan, literalmente, las penas. Lo interesante de este personaje y del bar asociado a su nombre es la manera en cómo los creadores de The Simpsons crean una caracterización etopéyica del barman alejada de los supuestos estereotípicos que regularmente rodean a estos personajes: Moe es antisocial, tiene dificultades para establecer relaciones emocionales con las demás personas, en muchas situaciones se deja asomar una cierta vocación sociópata. Sin embargo, es una de las personas más amadas por el patriarca de la familia más famosa de la televisión (mientras no se convierta en el eterno pretendiente de Marge, por supuesto).

En el cine mexicano, la tradición de la cantina es una de las más arraigada, sobre todo a partir de que Fernando de Fuentes hiciera de la comedia ranchera el género por antonomasia de la primera etapa, la rural, del cine mexicano. Cabe recordar las cantinas en donde los personajes de La oveja negra, Cruz Treviño Martínez de la Garza y su hijo Silvano se disputan a la misma mujer. O los arreglos agrícolas que Jorge Bueno y Pedro Malo hacen mientras se conciben erróneamente como enemigos en Dos tipos de cuidado. O cómo Arturo de Córdova, en su papel de Pablo Morales, fragua, a partir de una charla de cantina con sus amigos, la muerte de su desagradable esposa en El esqueleto de la señora Morales. O la manera en cómo Tin Tán, en su papel de timador hipnotizado en Los líos de Barba Azul, conquista a la hombruna Lola Bárbara Beltrán (un trasunto de Doña Bárbara, la novela de Rómulo Gallegos) echando balazos y mostrándose como un verdadero forajido del Oeste en medio de los Estudios Churubusco.

El Oeste ha traído, a su vez, su dotación de elementos a la idea del bar como espacio masculino en el cual el alcohol, el juego y la prostitución se dan la mano. Desde los westerns de John Ford, pasando por el revival que el género tuvo en los años 60 y 70 (spaghetti y chilli westerns) y llegando a la reconfiguración de la idea de la conquista del Far West en los 90 (Unforgiven), el bar es un espacio privilegiado y consagrado por el polvo, el whisky y las balas. Baste pensar que uno de los elementos visuales más recurrentes asociados con estos espacios tiene que ver con las medias puertas batientes por las que hacía su entrada triunfal el pistolero o por donde los fascinerosos eran arrojados al arroyo de la calle. De memoria más cercana es el bar en donde un camaleón simulador, Rango, «demuestra» la peligrosidad que trae consigo en una comunidad asolada por la sequía.

El ideal que trae consigo la idea del artista atormentado pasa, sin duda, por la cuestión de la embriaguez. De ahí que frases como «El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría» se conviertan en clichés de quienes creen que deben justificar su pérdida del sentido de realidad. Esos argumentos no los requirió Ben Sanderson en Leaving Las Vegas, la cinta en donde un beodo Nicholas Cage se dedica a beber hasta que la muerte acude a sus ruegos. Escenas como las que Charles Bukowski describe en sus relatos y poemas han servido de «inspiración» para que miles de discípulos imiten la aparente manía de su ídolo. Es seguro que se habrán consumido más botellas que producido obras maestras.

Los bares siempre han tenido esa aura de espacio sagrado. Donde lo sagrado se expresa con la contrición o con el regocijo. No de balde los griegos invocaban al dios Dionisios en medio de los bosques durante las noches más divertidas de las fiestas que después devendrían en carnavales. O la manera en cómo los romanos invocaban a Baco, Dionisios inmortal, en las thermopolias, esas hermanas mayores de las tabernas y los pubs. La próxima vez, mientras se eleve el vaso y se ponga al centro en actitud ritual, no deberíamos olvidar que nos estamos integrando a una historia que tiene muchos años de proceso. Lo mejor que podemos decir en ese momento es, sin duda, ¡salud!~