Más feliz que en mi casa

«La preocupación que llegó en el bar se convirtió en sentimiento de culpa. Ir a un bar y saber que disfruto más en él que en mi casa me producía un resquemor que no entendía.» El autor nos habla de la relación entre el bar y su hogar…

 
ME PREOCUPÉ CUANDO fui consciente de que estaba mejor en el bar que en mi casa. No importaba el bar, siempre estaba mejor. Me sentía bien, contento, ligero de ideas, de palabras; con una cerveza en la mano era invencible, y claro, como no quería ir a casa apuraba hasta la hora del cierre, luego a otro, y luego a otro más. Llegaba la noche y era el turno de los salones de bailes y discotecas de moda, y luego los after-hours. Salía a las 6:00 de la mañana, me acomodaba la corbata y me iba al trabajo.

Cuando fui consciente de estar mejor en el bar que en mi casa pensé: «Mierda, ¿cómo puedo estar mejor en un lugar que huele a fritanga, donde todos apestamos a sudor y si me quedo dormido me echan a patadas?» Y me preocupé. Sentí un malestar en el cuerpo que no podía explicar. Intenté pasar el trance y rápidamente acepté que podía ser un alcohólico. «Debe ser la razón por la que estoy mejor en el bar, debo ser alcohólico, si no, no lo entiendo». Ese día estaba en un bar con aspiraciones a mesón que está frente a casa, en el barrio de Carabanchel –barrió proletario y crisol de razas– donde, en teoría, sirven buenas raciones de carne y jamón serrano, pero que rápidamente se convirtió en un bar más del barrio. La decoración era de los setenta, con azulejos de flores azules, había unos bancos de madera oscura y una larga barra de metal. El adorno principal era una cabeza de jabalí disecada. El pelo del cerdo salvaje era de un color marrón oscuro, aún tenía los dos grandes colmillos y los pelos duros que salían desde la trompa como alambres largos y retorcidos.

—Vaya putada, ¿sabes que me siento mejor aquí que en casa? —dije en voz alta.

El camarero me miró inquieto. Estaba limpiando unas jarras de cerveza con un trapo húmedo. Me miró y alcancé a oír sus pensamientos de sorpresa, pues, aparte de ser calvo era terriblemente transparente, sin conocerlo sabías que pensaba.

Se quedó congelado, mirándome, y me preguntó levantando la ceja por qué decía eso.

—¿Sabes, Juanjo?, prefiero estar en este o en cualquier otro bar que tumbado en el sofá de mi casa mirando una peli porno.

El Juanjo calvo no dijo nada. Siguió limpiando las jarras, si acaso, hizo una pequeña mueca a medio camino entre el hastío y la felicidad. Miré la cabeza del jabalí y tampoco dijo nada.

—Y eso que la decoración de este lugar es una mierda. Mira que la de mi casa es fea, pero tu mesón es horroroso.

Ese día dejé la cerveza a la mitad. Sí, lo sé, eso no se debe hacer, pero lo hice. Luego me subí a casa y me puse a limpiar. Quería dejar la casa ordenada, limpiecita, sentirme bien en ella, demostrarme a mí mismo que podía estar en esa caja de ladrillos de 30 metros cuadrados y ser más feliz que en el bar. Puse tres lavadoras, limpié los platos sucios de todo el mes, fregué el suelo que acumulaba mugre de dos meses, quité un dedo de polvo de los libros… cuando terminé eran las tres de la mañana.

«¿Qué carajo hago?», pensé preocupado. Recordaba el mutismo de Juanjo y el de la cabeza de jabalí, y recordaba lo confortable que me sentía mirando a esos colmillos día sí y día también mientras sentía la cerveza fría en mi mano. Recordaba como a pesar de la decoración setentera de mal gusto prefería estar en un bar feo y con mal olor que en mi casa. Me senté en el sofá para tratar de entender mi malestar. «En los bares me ligo a una que otra becaria del trabajo ―que eran las únicas que caían en mis redes―, ahí suelo quedar con mis amigos para contarnos las miserias, ahí me llegan las ideas y la sensatez cuando quiero partirle la cara a alguien… ahí soluciono mis problemas y los del mundo.» No ir nunca más al bar me parece un suplicio. Una pena muy grande por una ofensa tan… pequeña, ¿o no es una ofensa pequeña estar más cómodo en el bar que en casa?

La preocupación que llegó en el bar se convirtió en sentimiento de culpa. Ir a un bar y saber que disfruto más en él que en mi casa me producía un resquemor que no entendía. Podía aceptar ser un borracho, pero no me sentía bien disfrutando más en un bar que en casa. Y el sentimiento de culpa es jodido cuando uno sabe que está condenado. Cuando se disfruta en vez de sufrir, la culpa se disloca del deseo de penitencia, no sabemos cómo deshacernos de ella y el resquemor que recorre el cuerpo se vuelve infernal. No queremos arrancarnos las vestiduras sino seguir, y eso es peor aún. Es lo mismo que cuando de adolescente uno comienza a hacerse pajas y se declara fan del onanismo, y llega tu prima la mayor, o tu tía esa, la simpática, y te dice que si sigues así te vas ir derecho al infierno. Cuando preguntas por qué si se lo pasa uno fenomenal, la respuesta llega como una bocanada de aire hirviendo, te achicharra la piel y te deja solo la culpa: «Por eso, porque disfrutas». Pues ahora igual. «No debería ir al bar. No puedo estar mejor ahí que en mi casa, ¿o sí?» El calor del infierno comenzó a quemarme la cabeza apoderándose del medio ambiente. Y los 35 grados que hay a las tres de la mañana de un verano en Madrid son un infierno. Está claro que esa noche no dormí.

Me levanté aceptando ser un alcohólico, que debía ser causa y eso lo podía soportar, pero definitivamente no podía estar más cómodo en el bar que en casa, eso sí que no lo podía aceptar. Simplemente no podía ser. «Ok, soy un borracho, pero no hay mejor lugar que el hogar.» Me vestí sin ganas: el traje negro, la camisa blanca y la corbata también negra. Pero no podía, no había forma de seguir sin resolver el resquemor interno. Llamé al trabajo y pedí el día. Pasé por una tienda de videos piratas y compre el dvd de El mago de Oz. Luego  fui al supermercado, compré todo el alcohol que pude y me lo llevé a casa. «Bueno, seré alcohólico, pero en mi casa.» Me preparé una jarra de margaritas, una de piña colada, una botella de whisky de malta y dos cervezas de un litro, hice unas palomas de maíz en el microondas y me puse a ver la película. Todo estaba en la mesa de vidrio del centro del salón, estratégicamente cerca. Repetí la escena aquella cuando Dorothy se despide de sus amigos, toma a Toto en manos y golpea sus talones repitiendo: «No hay lugar como el hogar», y mientras veía la escena repetía la frase. Cuando Dorothy tomaba al perro yo tomaba medio vaso de lo que fuera. Ella tocaba los talones y yo la seguía con golpes del vaso en el vidrio de la mesa, y los dos repetíamos la frase al mismo tiempo. Cuando me terminé el alcohol ella se fue en un remolino de aire y yo en uno de agua. Apenas alcancé a meter la cabeza en el váter.

Después del largo viaje en el remolino, a las seis de la mañana sonó el despertador. Me dolía la cabeza, sentía la boca seca y tenía una resaca más fea que la Bruja del Este. Desperté, y al igual que Dorothy regresó a casa, yo me vi despertando en el pasillo de la mía. Me sentía jodido pero estaba contento, sentía que había purgado todos mis demonios: sabía que podía beber en casa. Podía irme corriendo del trabajo a casa en vez de pasar por el bar, podía invitar a una becaria a mi cuarto ―aunque el colchón fuera individual― en vez de usar el baño de la discoteca, podía celebrar mi cumpleaños en el calor de mi hogar en vez de hacerlo en un bar donde nos pusieran paella en mal estado. La culpa y el calor que había sentido la noche anterior parecían soportables, y la necesidad de penitencia que nunca tuve y que me angustiaba había desaparecido.

Sin quitarme la corbata me cambié la camisa blanca arrugada por otra limpia y planchada. Salí a la calle y, aunque me dolían los ojos, lo primero que vi fue el bar de Juanjo. Giré con algo de inseguridad en mí mismo y eché a andar. Al bar-mesón le siguen un bar que regentan unos chinos, más adelante hay uno de dominicanos y luego otro de unos españoles. «Estás jodido», me digo en voz baja, «a todo mundo le gustan los bares». Llegué a la esquina de la calle y me topé con un cartel de la Coca-cola y comencé a sentir taquicardias. Sentía de nuevo el calor que me invadía. Se han inventado un San Bartolo a quien le piden por los «benditos bares». (Y si ya lo lograron con Santa Claus por qué no iban a poder repetir la experiencia de meternos a San Bartolo como fiesta mundial.) Y hay algo que me jodió mucho, en el cartel había frases de lo que la gente suele hacer en los bares. Me dolía en especial el que dice que en los bares se «baja a leer el periódico y tomarte el café». Justo lo que hago el sábado por la mañana. Tomé fuerza. «No iré a un bar, no». Llegué al trabajo inquieto, huyendo de los letreros y la publicidad del San Bartolo y sudando a mares, apenas entré a la oficina la nueva becaria me guiñó el ojo. Es una chica pelirroja. Se acercó, me acomodó la corbata y me dijo:

—Recuerda que hemos quedado en el bar después del trabajo. No llegues tarde.

Me quedé inmóvil. «Su puta madre.»

—Creo que no podré ir —alcancé a susurrar.

Me miró entre enojada y seria. La mirada duró un segundo, pero fue suficiente para fundirme. Me aniquiló con su mirada láser femenina, y el calor y el acongoje fue peor que el bochorno de la culpa que me produjo mi tía esa, la simpática cuando me habló del infierno.

La becaria recuperó su dulce mirada azul, se desabrochó un botón haciendo el escote más pronunciado y me preguntó con voz sugerente:

—¿Seguro?

La culpa, la culpa de nuevo. Y el fuego, el bochorno infernal. «No puedo no verla, y no puedo ir a un bar. No debo, porque no puedo estar mejor en un bar que en mi casa. Eso no puede ser.»

La cité en una cafetería centenaria, con fama y precios al doble de lo normal, con la habitual clientela de hace un siglo, incluidas las centenarias cucarachas. Me aclaré a mí mismo que la esencia de la cafetería es el café a diferencia de la del bar, que es la barra, y por lo tanto, los tragos, da igual largos o shorts… «A las cafeterías sí puedes ir, en ellas no bebes y no estás mejor que en tu casa», me dije. Nos sentamos, pedí un café y a ella un té.

—¿Un té?, ¿con este calor?
—Tráigalo con hielo —le aclaré al que nos atendía.

Hablamos y me sinceré con ella. Le dije que estaba mejor en los bares que en casa y que eso me producía un sentimiento de culpa que no podía soportar. Ella me atendió, me miró, me enseñó el canalillo con el botón de menos. Terminé mi monólogo y de forma casi sincronizada un tipo centenario comenzó a toser. Parecía que se moría hasta que echó todo lo que tenía en el estómago, que era puro líquido y unos trocitos de chorizo, luego pidió otro cubata.

Los dos miramos la escena hasta que ella me tocó la cara, me dijo que no me preocupara, que ella me ayudaría y me pidió que no la volviera a llevar a cafeterías centenarias, en todo caso, mejor a un bar. Huimos del lugar.

A la mañana siguiente, en mi colchón tamaño individual, ella concluyó:

—El trabajo no vale para nada cuando el poco dinero que consigues no lo puedes gastar en vicios.

Cerré los ojos, apreté los parpados con todas mis fuerzas. «No hay lugar como el hogar», me dije imaginándome los zapatos rojos de Dorothy y recordando la lección aprendida el día anterior. Sentí el calor. De nuevo la culpa y la ausencia de penitencia. El bar es el punto que le da coherencia a toda mi vida. No puedo dejar de ir al bar, debo ir al bar. En el bar encuentro gente interesante, y claro, bastante sincera también. El alcohol nos libera de presiones sociales y da inteligencia, sabiduría, porte y saber estar. Y, aunque Hemingway tuviera razón cuando afirmaba que se bebe para hacer a otras personas interesantes, en mi caso bebía a consciencia para ser yo el interesante. Y lo lograba. Me daba cuenta que lo lograba porque hablaba de otra cosa que no fuera el trabajo, o el jefe, sin tener ni experiencia ni conocimientos de lo que hablaba. ¿A quién le va a interesar hablar de las putadas que hacen los jefes a sus subordinados?, ¿acaso no es algo común, no lo sufren absolutamente todos los que tienen un jefe? Tampoco a nadie le interesa oír las monerías de tus hijos, si has cambiado pañales todo el fin de semana o si te peleaste con tu novia porque te pone los cuernos. Las cosas serias no son interesantes. En cambio, un chisme, una mentira, una situación surrealista se agradece, y esas se facilitan con el alcohol. La razón de ser de mi vida era vivir en el bar y no estar solo en casa. No tenía nada que ver con el alcoholismo sino con compartir las miserias y las cosas intrascendentes con otros como yo. Disfrutar de esa vida evadiéndome de las cosas serias. Y lo conseguía con una cerveza en la mano en compañía de borrachos igual que yo. Abrí los párpados y vi a Dorothy convertida en mi becaria.

—Haré lo que tú me digas, Dorothy. No puedo, es más, prefiero no beber, pero no dejar de ir al bar.

En el bar se cierran los negocios, se liberan las tensiones, se relaja el ambiente. En el bar miras el fútbol y haces amigos o puedes ver un partido y pelearte con el de enfrente. En el bar ves las piernas de las chicas y ellas ven la entrepierna de los chicos. Ahí me ponen una tapita de chorizo grasiento cuando tengo hambre, puedo leer el periódico con una taza de café durante tres horas, liarme con alguna solterona de buen ver que esté bebiendo sola y puedo, simplemente, llegar y dar un buen sorbo a una cerveza bien fría. En los bares resuelves el mundo, matas y rematas (aunque sea de mentiras) a los políticos corruptos, a tus jefes, a tu ex novia, a los que solo hablan de sus hijos, a los aburridos, a los serios, a los que no tienen vicios. Es más, se puede confiar más en alguien que bebe agua en un bar que en alguien que bebe litros de alcohol solo, en su casa.

Sonreí y propuse:

—¿Desayunamos en el bar?~