La violencia a la vuelta de la esquina
«Vivimos tiempos violentos. Tiempos en los cuales la pobreza se ha convertido en una cuestión invisible, carente de importancia o que ni siquiera merece un poco de atención por aquellos que se dedican, con ahínco y todas sus fuerzas, a huirle. Tiempos de ceguera autoinflingida.»
LA POBREZA ES una de las formas más descarnadas de la violencia. Quien la ha padecido sabe a qué me refiero. Y no es a la imposibilidad de pagar la renta o las cervezas del fin de semana. No. Me refiero a la pobreza de a de veras. A la que uno se topa a diario en las calles y le corta vuelta. De la que uno se entera en las estadísticas-eufemismo de analistas brillantísimos que hablan en la radio de la urgencia de hacer algo. Ahí está, a la vuelta de la esquina, en el semáforo más próximo, en los pasillos del metro, en las barrancas de una tierra lejana, entre la niebla de un poblado olvidado por todos, en el recoveco abrigador del edificio, en la pequeña empresa del reciclaje de la basura de los otros, en el viene-viene de humores de solvente y cabellos hechos una plasta…
Quién ha tenido que acostarse sin probar un bocado y engañar al estómago con un poco de agua sabe que esos golpes duelen más que un gancho al hígado. El que decide no regresar a su casa porque ahí lo espera una esposa y cuatro hijos hambrientos a quien no podrá dar nada, sabe de los golpes de la vida. El estudiante que arroja su mochila y sus cuadernos al suelo o contra la pared porque ese día no pudo reunir los cinco pesos que cuesta pagarse el transporte sabe qué es lo que le duele y dónde. Al obrero que trabaja ocho horas en un ambiente insalubre a las órdenes de un capataz explotador que a su vez es explotado, huérfano de los más elementales derechos laborales, que nadie le venga a contar gran cosa. El campesino que llora literalmente porque las lluvias este año han tardado más de lo acostumbrado, o nunca llegaron; y por tanto sabe que no habrá cosecha ni cosa parecida. El migrante que aprieta contra su pecho la medalla de la virgen que su madre le dio allá en el Sur y que ahora, mientras es asaltado en el tren que lo lleva sobre sus lomos, sabe que cambiará de manos. La madre soltera que aprieta los dientes cuando un cliente llega a la esquina y pregunta cuánto y ella piensa en los que duermen allá en un cuarto oscuro y contesta. El comerciante ambulante que mira cómo la policía se lleva la mercancía que todavía adeuda porque no tuvo buenos reflejos para huir. La niña que no entiende por qué sus padres la abandonaron en un parque y, antes de encontrar respuesta, inhala la estopa que con mano trémula sostiene bajo sus fosas nasales. El chofer de microbús que arroja la carrocería sobre los demás autos porque sabe que cada pasajero es importante, que la cuenta no espera, ni las deudas. La anciana que recorre los pueblos empobrecidos vendiendo ropa de tercer o cuarto uso para paliar en parte los dolores del abandono y de las enfermedades apoderadas de su cuerpo. El indígena que se vio un día en una urbe que no entendía, sobre el asfalto que no tiene nada que ver con sus huaraches de suela de llanta, y se quedó a vivir entre el concreto porque, simplemente, no se podía vivir en el sitio de donde él venía. La niña que se asoma con ojos llorosos, de mugre escurrida con polvo y lágrimas, aprendida a fuerza de necesidad conmovedora a la ventana del auto para vender chicles o pedir una moneda. La abuela que se ofrece a cargar tus bolsas del mercado cuando es evidente que el hecho de que pueda sostenerse en pie ya es un milagro en sí mismo. El loco que arrastra una caja vacía a la que llama «mi perro» y que no tiene conciencia de su miseria, cosa de la que no sabemos si alegrarnos. El morro que limpia los vidrios de las camionetas de lujo y que a duras penas puede alcanzar las partes más altas de éstas. La chica que guarda las cosas del supermercado en bolsas ecológicas y que depende de la caridad, una forma sutil de la violencia, más que de las ganancias de la transnacional en la que trabaja. El guardia de seguridad malhumorado que mira a todos con aparente recelo, que en realidad es un cansancio heredado de las guardias dobles y triples que tiene que realizar. Los cuatro adolescentes que arrebatan celulares en los cruceros mostrando armas que no deberían saber usar. La nena que se agacha a limpiarte los zapatos en el metro y que tú decides que es más una molestia que otra cosa. Los faquires improvisados que revuelcan su cuerpo amoratado de frío y asfalto derretido sobre una cama de vidrios de botellas igual de infelices que sus cuerpos. El desesperado que rompe a llorar en medio de un parque o derrumbado sobre una acera o en los asientos del transporte: seis meses sin que haya podido trabajar. Las trabajadoras «del servicio» que resisten el trapeador, la lejía, la plancha, las manos del patrón, los gritos de la señora, las ofensas de los «señoritos». El cantante improvisado a quien las melodías se le atoran en la garganta cuando las monedas no acuden a sus cantos. El acomodador que se pelea los lugares para estacionar los autos con otros de su misma condición, con noches que terminan con bolsillos vacíos y narices rotas. El agricultor que remata su cosecha porque sabe que vende a ese precio o no venderá, aun a sabiendas de que ni siquiera recuperará lo que gastó para hacer producir la tierra. Los todos que huimos de un destino similar. Porque sólo pensar en algo así duele. Mucho.
Vivimos tiempos violentos. Tiempos en los cuales la pobreza se ha convertido en una cuestión invisible, carente de importancia o que ni siquiera merece un poco de atención por aquellos que se dedican, con ahínco y todas sus fuerzas, a huirle. Tiempos de ceguera autoinflingida. Donde nos negamos a, ya no digamos ayudar, sino siquiera a ver. La violencia que nos toca a diario es saber que estamos condenados a vivir en un mundo lleno de pobreza sin estar dispuestos a hacer algo al respecto. Tener, al menos, un poco de empatía. Imaginar el dolor de quienes nos rodean. Un dolor al que hemos aprendido a domesticar.~
Hermoso. Y terrible. Me hizo falta un curita como los de Mafalda, sólo que tampoco yo sé cómo ponérmelo en el alma. Y por eso lo único que supe fue reírme de mí misma y del estudiante que aventó su mochila cuando vio que no le alcanzaba para el pasaje; cuando me pasaba (lo cual era seguido, fue una época muy mala), lo que hacía era esperar a que un chombiero me llevara “de a grapa” a metro Cuatro Caminos y ahí repetía la operación para subir a la FES Acatlán; si nadie me quería llevar gratis, me iba a pie, o sea que llegaba tradisisísimo (me llevaba un par de horas caminando a buen paso desde mi casa hasta la escuela), pero eso sí era raro: por lo general, por increíble que parezca, siempre alguien se condolía y me llevaba; y al regreso, en mi banca “aparecía” misteriosamente un peso, suficiente para pagar el ruta 100.
Me dolía más el hambre; la mía y la de mi madre (la de ella, más; mucho, mucho más); un amigo me ofreció que comiera en su casa, un día que me sorprendió llorando de hambre; ese día me dolió el orgullo de una manera tan salvaje, que no me ha vuelto a doler nada tanto en mi vida.
Fueron tiempos muy malos y, al mismo tiempo, espléndidos. Gracias por recordármelos; gracias por escribir esto.