PERSPECTIVAS: Culto a la Ola
En la década de los 60 del pasado siglo XX se popularizó el surf como una actividad de esparcimiento en las playas de California. Y fue el fotógrafo Leroy Grannis quien creó las imágenes que lo convirtieron en un icono de la cultura pop.
No tengo ni idea de donde se inventó el surf. Unos me dicen que en Australia, otros me dicen que Hawai, para el caso da igual; desde las imágenes californianas de chicos “bien” o de hawaianos con sus camisas de flores, muchos somos los que nos hemos subido a una tabla de surf. Yo, en mi primer intento me rompí un tobillo. Desde una playa en el Pacifico (en Jalisco) tuve que regresar a Ciudad de México a que me operaran y, ahora, tengo de recuerdo tres tornillos de titanio. Seis o siete años después me he ido a Lanzarote, en las Islas Canarias, a una escuela de surf. No podía dejarlo de intentar: subirme a una ola.
Fui a que me contaran un poco que es lo que se tiene que hacer para surfear: cómo nadar hacia la ola, cómo subirse, cómo mantener el equilibrio y cómo girar. “Eso no se aprende en la escuela. Solo es ir a practicar”, me decía uno de mis hermanos. Es probable, pero como no tenía muchas ganas de volver a romperme el tobillo, con un boleto de avión y un bloqueador solar del 40 ―que dígase de paso era malísimo: me dejó la piel color morado―, y mis pantaloncillos de surfero fui dispuesto a montar sobre las olas.
La cosa no fue como pensaba, al menos la primera semana. “Un empujón y tienes que ponerte de pie en un instante.” Pasar de estar acostado a estar de pie buscando el equilibrio después de haber peleado contra un montón de olas para llegar al sitio correcto no era algo sencillo.
Lo intenté paso a paso, y me acabé las rodillas (nada metafórico, sino literalmente me las destrocé). Y después más teoría. “Esto es una chinga”, comenté. “Si, claro”, me dijo un brasileño que tengo por instructor. El surf es 75 por ciento nadar, 15 por ciento estar sentado en la tabla esperando la ola y solo un 10 por ciento surfeando.
¿Valió la pena? Ya lo creo. Acabé con raspones en todos lados: las rodillas, los codos, manos, brazos, piernas, panza, cara… no se diga de la quemada estando dos semanas más de cinco horas con la tabla y, claro, el revolcón de cada diez minutos que me daban las olas. Ya creo que valió la pena. Volvería a hacerlo, pero ¿y vivir de eso? Hay que vivir en la playa y entrenar mucho si es que uno quiere ser profesional. ¿Y qué hay de la gente que como todos los instructores de la escuela no son profesionales, están de lunes a sábado en la playa enseñando las mismas lecciones y con la misma dinámica de trabajo? No sé si eso vale la pena. No hay duda que hay distintos gustos de cómo vivir la vida, pero enseñar es algo que no me llama nada. “Calidad de vida”, me decía el brasileño. “No tengo presiones, estoy en la playa todo el día, hago surf y ahora con mi niño no me voy de aquí en 5 años.” Sin duda es una buena vida y todos en vacaciones hacemos como que tenemos esta forma de vivir y hasta la añoramos, pero ¿vivir así durante 10 años o más? Yo personalmente no podría. Ya lo he comentado antes: me gusta la ciudad.
La vida cerca de las olas es una vida como muchas otras que se viven en lugares paradisíacos, donde los turistas acudimos en masa para olvidar lo que hacemos y cambiar el chip. Están los que viven toda la temporada de esquí en la montaña, los que te llevan en parapente, paracaídas o balsas sobre los rápidos de un rió, o lo que viven permanentemente con un traje de neopreno puesto. No hay duda que hay gente para todo, y mientras siga existiendo personas que busquen una vida alejada de las ciudades y no deseen otra cosa que hacer sino lo mismo que hacen todos los días: surfear, saltar, ir en balsa o esquiar, habrá personas como yo dispuestos a irlos a visitar.~
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