Salida negociada. Editorial #20
Hace poco hablábamos de la naturaleza del cosmos, descubriendo la inmensidad en la que nos encontramos. También hemos hablado de la inmensidad del alma humana, de sus sueños, de sus relaciones, y de cómo a pesar de ser tan nimios en comparación con galaxias y estrellas, un sueño humano puede llegar a ser algo increíblemente maravilloso. Dos ideas que hacen templar, espero, la concepción que tenemos de nuestra importancia, y de la de nuestros problemas.
Pero hay una tercera cosa que me inquieta, porque podría ser, en comparación, mucho más devastadora y terrible para nuestra comprensión de nosotros mismos que las ideas anteriores. Y es la respuesta a la pregunta de si estamos solos en el Universo. Porque, ¿se imaginan la revolución, el choque cultural que sería que nuestra creencia más arraigada, que es nuestra única diferencia con el resto de los seres vivos, lo único que nos hace especiales a nuestros ojos, que es la inteligencia, fuese algo común en el universo?
Ya antes ha existido por lo menos, otra especie inteligente, el Neandertal. Esta especie, que se extinguió hace unos 30.000 años, era inteligente, casi tanto, sino igual, que nuestros antepasados. ¿Qué hubiese sucedido si ellos hubiesen seguido vivos al igual que lo hicieron los Cromañón, de quienes descendemos, es una bonita tarea de creatividad?
Pero no deja de ser inquietante que haya existido otra especie inteligente, aunque ahora ya esté extinta. Ni que haya animales, como los delfines, los pulpos, o los primates que se parecen más a nosotros de lo que a algunos les gustaría. ¿Qué pasaría si los aparatos del SETI, un programa para buscar vida inteligente fuera de nuestro planeta, encontrasen algo?
Sin contacto ninguno, sólo una pequeña señal de radio que confirma que a muchos años luz, la medida de distancia en el universo, existe otra civilización inteligente. No habría intercambio, pues estarían muy lejos, pero vamos a hacer un esfuerzo creativo y a imaginar qué clase de impacto tendría esta noticia en nuestra propia civilización.
El no saberse únicos, el conocer ya de hecho que podrían existir otras especies vivas capaces de usar su inteligencia para producir una civilización técnica, supondría romper, de forma irreparable, los cimientos de lo único que nos queda para afirmar nuestra superioridad en el cosmos: La inteligencia.
Primero cayó el mito de que el continente europeo era el único, después, que el que aseveraba, sin dudas, que la tierra era el centro del universo. Ahora, sabemos que somos un planeta pequeño, el quinto en dimensión, que gira alrededor de una estrella corriente, en un brazo lejano del núcleo de la galaxia. Una galaxia que pertenece a un grupo de varias, un cúmulo, que es atraído por algo llamado “el Gran Atractor” que es inmensamente más grande y masivo. Y que a su vez es pequeño en comparación con el tamaño de este universo, que además podría no ser el único.
Ahora sabemos que nosotros, con nuestros logros de una vida de ochenta años, nos vanagloriamos, cuando deberíamos ser humildes, y trabajar porque esos logros tuviesen su reflejo positivo en el mundo y el universo. Nosotros, que vivimos toda una vida, ni más ni menos, somos como polillas al lado de la vida en la tierra. Los dinosaurios se extinguieron hace 68 millones de años, los primeros animales nacieron hace 300 millones de años. A nuestra estrella, el Sol, le quedan unos diez mil millones de años de vida, la mitad.
Diez mil millones de años, mientras que el universo se creó, se supone, hace unos 13.000 millones de años. Muchos creemos, suponemos, quizás, pues ni nuestro conocimiento es completo.
Así que nos agarramos a lo único que nos queda que creemos que nos hace especiales, la inteligencia, nuestra superioridad para con otros animales, y para con otras personas. Y nos agarramos a nuestro concepto de nación, de religión, de grupos étnicos y culturales, a nuestros amigos y familias, creyéndonos los mejores. Superiores.
Y ahora llega una pequeña onda electromagnética, una simple señal de radio que nos dice, hay otros como vosotros. No estáis solos.
Toda nuestra superioridad se hundiría, toda nuestra grandilocuencia debería verse en perspectiva. Y nuestros logros, y nuestras metas. Así como nuestras divisiones y temores, nuestros proyecto y alianzas, nuestras vidas al completo, pasarían a ser sólo, (con toda la importancia que tienen), una más.
Desde luego habría reacciones para todos los gustos. Habría gente que se alegraría, pues encontrar vida, diferencia, diversidad, siempre es motivo de alegría. Otros, temerían lo que esa civilización representa. Un pavoroso Quizás.
Un quizás ellos no se han dedicado a matarse y destruir sus logros mutuos, estás más desarrollado. O son más antiguos, o son más jóvenes e inteligentes, o son… Posibilidades.
Y el ser humano odia las posibilidades. Las odia porque no sabemos dónde nos sitúa. En qué parte de la cadena alimenticia. Pero peor aún, porque no sabemos dónde dejan esas posibilidades todo el sistema económico, social y militar que hemos construido. Porque tal vez, ante la perspectiva de que haya otros como nosotros, inteligentes, nuestras divisiones durante tantos siglos son algo ridículo. Y más ahora, que la ciencia, Internet y los transportes permiten unir el mundo.
Tal vez las guerras, los asesinatos, las epidemias mundiales permitidas, toleradas, nos serían echados a la cara, como motivo de vergüenza y como señal de lo que hemos estado haciendo mal.
Quizás sería un motivo para unirnos. Otros lo verían como un motivo para afianzar su control sobre los demás. Usando el miedo a lo desconocido, la historia de siempre.
Pero cabe preguntarse si el saber que nuestras divisiones no han sido más que una muestra de la estupidez humana no nos haría mejores. Y comprenderíamos que al igual que europeos ya asiáticos, americanos e iraquíes, judíos y musulmanes, después de tantas guerras y odio, al final hemos resultado siendo iguales, pese a nuestras diferencias. Me pregunto si no veríamos que esa otra civilización, esos otros seres inteligentes, también pueden ser iguales a nosotros.
Y me pregunto si eso no despertaría nuestra curiosidad hacia el mundo, y hacia el universo, y trataríamos de lograr, entre todos, metas más altas de las que podemos lograr separados. Y el hombre podría ponerse, por fin, a buscar un destino propio. En lugar de matarse entre si por un falso sentido de la superioridad.