Reducir lo infinito
En el principio era una substancia gris y una hoja en blanco. El verbo estaba perdido en la inmensidad de la mente, en los mundos posibles con los que se puede empezar un texto, en las correcciones dadas al trabajo –quizá eliminar uno que otro punto del mapa, desparecer una nueva especie de seres, crear diluvios provenientes de comas, puntos y comas y acentos otros acentos de la memoria–, retocar algunas formas poco claras, dejarlas oscuras, luego buscar ser escuchado, luego decir. La nada no precedía a la creación, ya estaban los cielos y las aguas, ya estaba la tierra y las estrellas. El decir no era un decir mágico, divino (como algunos piensan), mucho menos era un ordenar el mundo, sólo era dejar clara a las ideas que provenían de la imaginación, de las lecturas que generaban mundos, que habían sido generados por otras lecturas que otras personas tuvieron y que a su vez provenía de otros mundos y… La respiración nerviosa, causada por el tiempo, por los miles de años que cargan las palabras, por las muchas lecturas que hay, por las ideas, siempre las mismas en los mismos temas, por los temas que siempre se pueden decir, aunque de otro modo, pero siendo siempre lo mismo. Respirar. En el principio era una sustancia gris pensando en todo, pensando en no parecerse a nadie, y una hoja en blanco (pluma y papel si se es amante de esos medios, u ordenador si gusta de la velocidad). Respirar. Preparar una taza de café, beberla. Luego ir por un poco de mezcal, luego otro poco, luego otro y otro, y mejor ya no escribir, mejor sentir el calor de la bebida en las mejillas, y respirar, respirar para no vomitar, respirar para no sentir la náusea, para dejar de ser escribientes de notas al pie de página de las grandes novelas, para ser. ¿Qué es lo que cabe en la nada? La cruda. Realidad contenida en unas cuantas palabras; de más y de menos, quizá el dolor de cabeza por sentarse, por escarbar con el lápiz las ideas que están en algún lado, por esperar esa palabra, la detonadora, la que nos permitirá comenzar, principiar (como en el teatro, de la vida también) la historia de la nada misma que como telaraña sirve para cazar a la presa, lector cautivo: inocente esclavo vampirizado por el autor. El dolor de cabeza es el pretexto adecuado para no dormir, para seguir con el ojo abierto, pegado a la hoja en blanco, mientras nuestro marmóreo cuerpo sigue ahí, como estatua, como si uno fuese El pensador frente a, o junto con, o debajo de las palabras, la creación, la vida de los otros. Y del dolor de cabeza sigue al insomnio, la histeria, la locura, las ganas de empezar, de no dejarse derrotar, de continuar con el texto siguiente (pequeño mal de la creatividad, absurdo pero tan cierto porque todo se te ocurre cuando tienes que escribir un texto para determinado tema menos para el tema que tienes que escribir), y con el siguiente. Bergson tenía razón, la creación nunca termina. Pero, ¿cuándo empieza? ¿La primera de las palabras es la razón suficiente para escribir una historia? Mejor aprovechar el insomnio y leer la Poética de Aristóteles, o los consejos de escritura –experiencias de vida– de otros creadores del sentido, manuales que no tienen sentido, fórmulas que dependen de cada uno (¡y mejor no pensar en el estilo!, ¡vaya fastidio!). La sonrisa se dibuja: lo bueno es que es un oficio sencillo, para holgazanes que no hacen nada de provecho. ¡Basta! Quizá algunas combinaciones químicas ayudarán al proceso, acompañadas de la respectiva música emotiva. Entonces ser un autista con el universo, zen-tarse en postura de loto a flor de algo que uno nunca sabe articular porque efecto ya produce la sustancia que las paredes se mueven mientras los colores brotan como manos para tratar… Entonces soñar. Dormir tranquilamente a altas horas de la noche (casi seis de la mañana) y despejar la mente, encontrar la mónada en un punto, y aparte de la parte misma del sueño. Entonces, como un golpe dado en la espinilla con la base de la cama, al cuadrado del dolor, las ideas toman sentido desde la tan esperada palabra que viene, presurosa como la rosa de Venus, a delinear, con el delgado pincel, el universo. En el principio está la historia, y la palabra que viene a romper con los muchos mundos posibles para sólo quedarse con un mundo, con el que se desea explorar por ese momento, con el que se quiere tener un romance por unas cuantas horas mientras la tinta va cubriendo a la hoja, le va dando forma. Entonces la creación toma sentido. La escritura nos conduce con su ritmo, con el latido del corazón, con la respiración, no sólo la nuestra, sino también la de los personajes, la de los lectores. Entonces llega el punto final.~
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