No es serio este cementerio
Oh, for the time when I shall sleep / Without identity […]
—Emily Brontë
Se vino el día de muertos, luego se viene la Virgen y, nueve días después, el fin del mundo. Así lo piensan los ilusos y, mientras montan sus breves ofrendas cargadas con azúcar y mole para el abuelo Roberto, no se percatan de su estado de metafantasmas, de que México ya se murió. Mi generación está muerta, no palpita: marcha por las calles pretendiendo morir en vida, se desconecta de la realidad cada que el tiempo se lo permite. Por otro lado, el tiempo se ha convertido en agua y, al igual que lo vital, nunca nos alcanza, nunca es suficiente, nunca rinde, cada vez es más costoso, se lo roban en tu cara. El tiempo de mi México es agua muerta y estancada desde hace más tiempo del que pensamos; se momificó entre viaductos y se pudrió desde adentro. La culpa la tienen los españoles y sus enfermedades de supuraciones putrefactas, dicen todos. No obstante, falta que los españoles pateen un esférico y entonces todos nos convertimos en ibéricos más añejos que un jamón de bellota olvidado, guardado para una ocasión especial. Tenga o no la culpa España, la única realidad es que mi México se murió en efecto una noche triste: esa noche que dejó de pensar.
México dejó de pensar por perezoso, por poco contestatario, por haber perdido la esperanza después de intentarlo una o dos veces, por procrastinar la escritura y dejar la vida pasar. El cementerio trasero de Estados Unidos alberga a personas ilustres, definitivamente; no obstante, los muertos en vida que se comportan como intelectuales no están dispuestos a sufrir por ello: duermen en féretros acolchonados con las pertenencias más valiosas en las bolsas, quejándose en sus epitafios, eso sí, para que todo mundo los lea. Tristemente, para el extranjero, México es muy grande, las dudas genuinas preguntan en cuántas guerras hemos estado, quién fue el dictador autor de esas masacres que generan cambios y renacimientos, cuáles fueron esas prohibiciones y ausencias que generaron el levantamiento de las masas. Ninguna, ninguno, ningunas. Bueno sí, el Escuadrón 201 en la Segunda Guerra Mundial, también Echeverría fue un pendejo y bueno, qué te digo, el alcoholímetro está cabrón… La realidad es que México es pequeño, se tira al suelo y todos sabemos que lo que se cae al piso ya lo chupó el diablo.
El conflicto de personalidad que le acongoja a México lo tiene años acostado en el diván del psiquiatra: no es Norteamérica, tampoco es Sudamérica, Centroamérica, ni quiera Dios. México debe resolver este conflicto, pero mientras tanto consume fluoxetina, litio y diazepam, se inyecta un poco de Botox y le hace cirugías plásticas al Distrito Federal, se pone sus mejores ropitas en esas las fiestas del emperador donde, en efecto, Luis Miguel canta junto a un largo piano de cola. Frente al mundo, México es un gran farol que proyecta un espectáculo de luces, frente a sí mismo, México es un muerto maquillado, oscuridad de su casa, un mentiroso.
Si mandáramos el país a un laboratorio de patología, el informe de resultados sería interminable, con la información alterada, con una transparencia turbia que, por supuesto, se dejaría pasar «porque así nos tocó vivir». Pasaron las elecciones y salían los politólogos de las cloacas, se dibujaron fraudes y teorías de conspiración además de una clara molestia de la élite social que demostraba sus rabietas rompiendo las entradas de los conciertos organizados por Ocesa, que marchó por las calles en una aparente resucitación de latidos políticos e intelectuales; todo para distraerse en una confusión colectiva que se disolvió en la nada, que se volvió a sentar en la tribuna del nihilismo y la despreocupación.
Claramente es preocupante la situación del día a día, pero, volviendo al laboratorio donde se diseca el cadáver de la República, resulta alarmante entender que además del cáncer generado por la política, el tratamiento médico disponible es tóxico e igual de podrido; los medios se han dedicado a trabajar como si fuesen una farmacéutica con patente, con información privilegiada y moldeada a placer y conveniencia de un club de amigos y sus marcas de cabecera. El periodismo se ha convertido en una labor empírica y experiencias supuestas son lo suficiente para hablarle a un público iletrado que busca entretenimiento donde bufones disfrazados de periodistas están más que dispuestos a ofrecer dando resultados a medias, haciendo de la verborrea el talento por antonomasia de aquél que quiera triunfar como figura de opinión en el país.
México ya no está en rígor mortis, el ácido láctico le ha relajado los músculos y permanece inquieto, a veces con cara plácida, otras con cara de horror; como una fotografía más del folleto de las momias de Guanajuato en el que la historia de cada petrificado se cuenta en narrativa, como chisme de vecindad, se le hace un Tweet, un artículo, se le genera una noticia que se olvida a las dos semanas después de la llegada de un hashtag más ocurrente, de una cosa de la que vale más la pena opinar.
El pasado día de muertos Hendrick Cuascuas fue al cine con su papá para disfrutar el puente. A media película, recibió un impacto de bala de frente en el cráneo que le detuvo la vida, los trabajadores del cine entraron por su cuerpo sin buscar al culpable, lo metieron a una cajuela y lo dejaron en un hospital lejos de su padre que, angustiado, lo vio morir poco después. Hoy es noticia pero mañana ya no lo será, se quedará enterrado en un sarcófago de negligencia y sólo sirve para demostrar que el único ente vivo de este país es aquél con los respiros suficientes para jalar el gatillo, el que hace los espacios nuevos en este cementerio donde reposamos todos. La negligencia ya no me sorprende, cómo sorprenderme si los fantasmas ya no sienten.~
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