Vuelos al fin del mundo
Los viajes pueden ser el paraíso, o, por el contrario, un vuelo al fin del mundo. Un texto de Humberto Bedolla
«La gente no espera la revolución, sino el Apocalipsis»
—Antonio Muñoz Molina, Beatus ille
A LA GENTE que viaja le tengo una gran envidia. Una envidia malsana, terrible. Quiero ser yo el que se va o sino, irme con ellos. Me fascina ver los aviones romper el cielo con su estela blanca y pensar que voy en él. Me imagino lugares exóticos, otras culturas, comidas… nuevos olores. Y por lo mismo, alguien que es de fuera me intriga. Me obsesiona saber de ella. En la ciudad me llaman la atención la gente de fuera, de otros países, otras regiones, otros pueblos.
Recuerdo que con 10 años mi prioridad en la vida era hacer que mi madre me subiera a un avión. Ella me decía que ya había tenido esa experiencia, que a los seis meses habíamos volado de la Ciudad de México a Acapulco. Yo siempre la miraba con ojos de odio. ¿Cómo fue posible que me subieran a un avión con seis meses?, ¿cómo desperdiciar la oportunidad de sorprenderme y marcar para bien mi vida pagando un vuelo a un bebe de seis meses?, ¿por qué no a los 4 años? Yo rebuscaba en mi memoria y en mi inconsciente, y muchas veces era más fácil acordarme de los días en el vientre materno que de ese vuelo. Para mi era la peor pesadilla, siempre era voltear al cielo, buscar los aviones y maldecir mi suerte, y en ese momento, darle una patada en la espinilla a quien me dirigiera la palabra. Está claro que cada uno sufrió por algo en su infancia. Algunos habrán hecho realidad el mito de Edipo, otros habrán llorado por sus juguetes, yo sufría por subirme a un avión. Y tanto lo deseaba que prefería que se acabara el mundo antes de yo seguir (o tener la sensación de estar) sin volar. Sí, lo reconozco, en esas fechas prefería el fin del mundo antes de seguir sin subirme a un objeto volador. El fin del mundo forzosamente debía ser con bombas nucleares o con OVNIS que atravesaran el espacio aéreo. Y claro está, si se iba a terminar el mundo, la condición era que yo estuviera en cualquier de esos objetos voladores y así poder volar por lo menos una vez en la vida.
Pero mi trauma y obsesión con los aviones no era volar, sino viajar. Lograr ver y conocer algo distinto a lo que estaba acostumbrado, y me di cuenta que el viaje en ruedas servía. Cuándo podía ―que era básicamente cuando mi padre podía― me lanzaba hacía cualquier lugar, a donde fuera. Menos mal que el viejo también estaba constituido de estas mismas necesidades que, hasta la fecha, mantiene. Por el contrario, me costó darme cuenta del viaje de mi madre: una niña que hablaba náhuatl, que se movió a la gran ciudad para continuar con sus estudios y que terminó siendo bilingüe y médico. La gloría de su viaje no era descubrir lo desconocido sino acceder al progreso. En unos viajes lo distinto nos deslumbra, en otros son barreras. Lo que uno se encuentra en el extranjero y trata se sortear de buena gana, se vuelve, para un migrante, un muro a veces infranqueable. «El alma de una ciudad la dan sus inmigrantes», oí decir a un guía de viaje en Berlín. Pero también he oído que los males de un país, cualquiera que recibe migración, son ellos, los inmigrantes. ¿Y la felicidad del viaje, el paraíso prometido en ese viaje donde está?
Como colectivo, como sociedad, y aunque unos crean que no, hacemos un viaje común. Todos estamos en la misma nave y vamos todos donde unos cuantos dicen que vayamos. El viaje que hacemos como humanidad está dirigido hacía un lugar que parece ser hacía abajo, pues se siente el vértigo de la caída. Antes (no añoro el pasado, no creo que sea mejor, pero si es distinto) la gente se revelaba contra el destino del viaje y contra los «oficiales» al mando armando bronca. Ahora, la gente ya no espera una revolución, eso fue en los siglos pasados. Ahora esperemos el Apocalipsis. Ya no se espera al nuevo estadista sino se elige a un payaso. Ya no se lucha por tener derechos sino porque no nos lo quiten. Ya no se ven personas sino recursos, números o simplemente carne de cañón. En los medios nos informan en la gente de la cabina está en crisis, en guerras, que hay dictadores, recortes de los derechos, que se pierden esencias humanas para adquirir capacidades productivas. Es tanta la intensidad con la que deseamos el fin que acabamos acelerándolo, adelantando su llegada. Está claro que sí, que esperamos ansiosos el Apocalipsis. Se acerca el fin del ciclo del calendario maya y Hollywood y los medios lo transforman en el fin del mundo Y mientras leo de esto en el diario –en un bar de Madrid– le pido a Eva un café con leche.
Eva es una mujer china. De cara redonda sin ser gorda, usa gafas y tiene una permanente sonrisa en su cara.
—¿Cuál es tu nombre verdadero Eva?
—En español, Eva —contesta sonriendo.
—No, el chino.
—No, no. Eva es mi nombre.
Eva nació y vivió en la zona rural de Chun’an (puse el nombre de la población que más me sonó, así que lo más probable es que no sea el pueblo que ella mencionó), cerca de la ciudad de Shanghái. Y vive en el barrio obrero de Carabanchel, al sur de Madrid. Carabanchel es el barrio del proletariado por excelencia. Donde se alojaba la clase obrera durante el franquismo y donde, desde hace varios años, está recalando gran parte de la inmigración que llega a la ciudad. Como ella, los chinos, dominicanos y polacos dominan la escena en el barrio.
—Hoy estás sola en el bar, Eva, ¿no hay fútbol?
—Más tarde. Más tarde. Los buenos [partidos fueron] ayer —contesta con su español aprendido de oído y su pronunciación sin erres.
—¿Por qué te viniste a España, Eva?
Me mira concentrada, analizándome la cara. Hace aún más delgados sus ojos radiografiándome las intenciones. Su sonrisa se congela por un momento. Se le oye pensar, y al fin decide hablar de su historia.
—Quería tener más hijos. Y gobierno chino no deja. Yo tener una hija, y luego un hijo.
—¿Y qué pasa si tienes otro hijo?
—Pagar multa y gobierno quitarte trabajo. Una multa muy grande —dice abriendo los ojos.
—Pero puedes conseguir otro trabajo.
—¿En China? —se ríe. Ríe como si le hubiera dicho que los viajes en el tiempo existen o que el evento apocalíptico está confirmado. Como si la posibilidad de que algo que en otro universo es viable en el suyo es solo una idea, unas palabras—. No, en China no posible.
Entiendo lo que me dice. No soy un conocedor de la vida china pero está claro que El Partido controla más de lo imaginable. Y en el campo, en la vida rural, no es de extrañar que la gente ayude por miedo o por ideología a que las cosas se queden tal cual como son.
—¿Y tienes a tus dos hijos aquí, en Madrid?
—Sí —contesta como una madre orgullosa—. Hija mayor, 25, trabajando. Y pequeño, 14.
—¿Y estudian?
—Sí, el chico sí. Habla bien español.
Eva se vino a España embarazada de su segundo hijo, con su hija de 11 años y su esposo. Ella no conocía a nadie, su esposo sí. Y aunque ese sí, suena muy raro no me atrevo a preguntar si eran familiares, amigos o «alguien» que, pagando, les haya «ayudado». Llegaron a Málaga, a un pueblo cerca de la ciudad. Tampoco pregunto. Y de ahí a Madrid. Ahora paga el alquiler del bar y de su casa, ambos en Carabanchel.
—Oye Eva, ¿y tú cuando descansas?
—No descanso. Pagar alquiler.
—Ya. Pero, ¿no paras ni un solo día, trabajas de lunes a domingo?
—Sí, claro —contesta sin entender cómo la gente no trabaja todos los días todo el día.
—¿Y has ido a casa, Eva?, ¿has visitado China?
—Sí —contesta mientras le cambia la cara. No hace falta que pregunte más. Los dos sabemos que es mentira, y yo sé que he metido la pata. Me pregunta de dónde soy y se le iluminan los ojos.
—Ah, México dinero, muchos chinos van a México. Pero ahora peligroso, como aquí con los negros.
Mientras atiende al teléfono yo leo en el periódico como se ha desarticulado, apenas hace dos días (19 de octubre del 2012) la red mafiosa china más grande de España. Me termino el café y me despido. Ella se despide con una sonrisa que ya no brilla como cuando entré:
—Zài jiàn.
Ya me dirán si no es un drama. Es el fin de un mundo, sólo que, al igual que el fin del mundo de la predicción maya, hay una continuación. Se cierra un ciclo para iniciar otro. Eva ha logrado iniciar un ciclo importante, y trabaja siete días a la semana para ello. El premio de ese viaje es tener un segundo hijo, pero así como ella estereotipa a los dominicanos, los locales lo hacen con ella.
La historia de Eva me escoció, me acordé de mis tiempos en que dormía de día y vivía de noche. Me sitúo: Madrid, España. En el año 2005 hubo una gran regularización de inmigrantes. Llevaba tres años con permiso de estudiante y quería –debía– regularizar mi situación como fuera. Mis ahorros habían terminado del todo y estaba trabajando en negro (sin contrato, protección social, acceso al sistema de salud,…). ¿El problema? Para poder trabajar hay que tener permiso de trabajo y para tener permiso de trabajo hay que tener trabajo. Un círculo vicioso. «La pescadilla que se muerde la cola», dicen los españoles. La vieja Europa protectora de los derechos básicos es igual de incongruente que EE.UU. en cuanto a temas de migración. Como yo, queriendo entrar en el sistema, había y hay mucha gente.
Se sabe que el trasvase de personas, las migraciones, se dan de los lugares con menos posibilidades hacia los países y lugares que las tienen. Del sur al norte, de las zonas rurales a la ciudad o de países con límites y restricciones hacia los que no las tienen. La gente busca solucionar sus problemas y, de alguna forma, mejorar su vida. Ya sabemos que muchas veces aun a costa de su propia vida. Es de todos conocido el viaje a lomos de La Bestia, el tren que va desde la frontera sur hasta la norte, en México. Ya se sabe de los espaldas mojadas, ya se conoce el asalto de vallas en Melilla,… Esos son viajes muy duros. Lo son también aquellos donde hay que salir huyendo de una guerra, los refugiados, los que sufren persecuciones políticas e ideológicas. Estos son mundos que no sé cómo definir. El mundo de la gente que cambia de país, o de lugar de residencia, y que lucha con todas sus fuerzas por salir adelante. Así, el fin del mundo no es otra cosa que la lucha cotidiana contra un sistema, contra nuevas culturas y contra nuevas convenciones sociales. ¡El fin del mundo en un viaje! No lo puedo creer. Los viajes que suelen ser la salvación ―cuantas veces no esperamos las vacaciones como un regalo caído del cielo―, en muchos otros casos son la antesala a un permanente Apocalipsis. Ahí está el recuerdo de Eva: sin poder volver a China y encadenada 7 días a la semana al trabajo.
En mi caso, después de trabajar dos años en negro logré meter mis papeles por tercera vez para obtener el permiso de trabajo. Por tercera vez me lo denegaron. El tema era complicado porque me lo negó el proceso que facilitaba al máximo la regulación, promovido por un gobierno socialista. Aquel en el que bastaba un comprobante de pago de un boleto del metro para acreditar que se había estado viviendo más de dos años en España. Mis opciones: presentar otro contrato de trabajo, pues los anteriores no eran válidos. Así que tuve que dejar el trabajo que tenía –que tampoco era gran cosa, era en negro, pero era de lo que yo podía aportar, de lo que había estudiado– para conseguir otro donde me aportaran un contrato. Todo en menos de un mes, que es el tiempo que permitía la ley para apelar. «Debo conseguir un contrato en menos de un mes cuando lo más rápido que he podido han sido 6 meses, dedicándome todos los días», me repetía durante esos días. Después de intentarlo durante dos semanas comprendí que había cosas que no pueden ser. Tomé la decisión y me fijé una fecha de vuelta. Comencé a cerrar temas, deudas, a despedirme. Y un amigo me dio un contacto, una oportunidad. Tuve una entrevista de trabajo y una oferta en la misma semana en la que había decidido volver. Logré meter la apelación –con la ayuda de una ONG dedicada a ayudar a inmigrantes sin papeles–, un nuevo contrato de trabajo. Y esperé. La espera era un trámite, «como la regularización», pensaba. Y de tanto pensarlo y esperarlo, desesperé. Cinco meses de espera que se volvieron interminables. Cambiaron mis horarios. Me despertaba a las 4:00 de la tarde, comía, leía y me iba dos días a la semana a trabajar a un bar, que fue ayuda de otra amiga. En el bar de Sam las tardes siguieron siendo largas. Terminábamos a las 12 o 1:00 de la noche, y luego a casa. Y me ponía a leer, intentaba escribir, así hasta las 7:00 de la mañana. Ya en la mañana bajaba a tomarme un café y una tostada para luego irme a la cama, era una cena-desayuno. Y esperaba. Un trámite y una espera. La burocracia me parecía familiar y me sentía en la misma oficina que la descrita por Kafka en El proceso. Kafka dejó de ser para mí un escritor de ficción para pasar a ser un cronista. No hay que inventar, basta narrar, suelen decir los cronistas. Hasta que, por fin, me dio un ataque de ansiedad. Digo por fin porque algo tenía que pasar, el trámite no salía, así que tenía que salir el estrés.
¿Y los que no lo han conseguido?, ¿los que no lo consiguen, pueden volver a sus países de origen? Mi situación no era extrema, yo podía volver, siempre tengo a México. Los que no están en el sistema ni aquí ni allá, ¿pueden volver? Basta ver los indocumentados mexicanos y centroamericanos que, viviendo diez años en Estados Unidos, se ven sin derechos ni servicios y perdiéndolo todo una vez intentan entrar al sistema. O los inmigrantes en España a quienes ya se les niega servicios de salud o… hay tantos casos. Están los barrios periféricos, en todas las grandes ciudades del mundo, sin servicios, formados por la gente del campo que busca el progreso en su viaje a la ciudad.
No hace falta que llegue el Apocalipsis en forma de bombas nucleares ni como una invasión de OVNIS a conquistar el mundo. Ni siquiera –a pesar de tener un trauma colectivo– es necesario que extremistas estrellen un avión contra un edificio. Hay vuelos al fin del mundo que no tienen alas. Los hay que son noticias: los largos caminos en el desierto de México y EE.UU., los viajes en pateras por el Mediterráneo, las balsas desde Cuba, los desplazados en las guerras de Medio Oriente,… y los hay que los vemos a diario: los campesinos buscando trabajo en la ciudad, los estudiantes que se desplazan en buscan de oportunidades fuera de casa, los chinos estableciéndose en todo el mundo controlados por las mafias,… El fin del mundo es un hecho cotidiano. «Es la vida misma», solemos decir. Para soportarla, para vivir esta vida, solemos aprender a mirar para otro lado, si no, podemos enloquecer. Eso se hace, normalizamos el drama, es inevitable. Pero asumamos una cosa: el fin del mundo no viene del cielo, sino está (muchísimas veces) en el que viene de fuera.
Sí, los aviones me siguen gustando, al igual que los viajes. Y sigo creyendo que un viaje es de las mejores cosas que uno puede tener como experiencia de vida. Está claro que las vacaciones son caramelos. Y en aquellos viajes donde los tesoros son más difíciles de encontrar, espero ver en los ojos de los que lo realizan, la calma; y no la desesperación de estar viviendo el fin del mundo.~
Gran texto, Humberto.
Saludos… que buena narración y la historia de esta persona China en verdad es terrible pero puedo entender un poco de lo que sufren ya que en China son muy estrictos con respecto a muchas cosas tienen un control tremendo y tienen los recursos para hacerlo, no tienen mucha libertad y ni que hablar acerca de su ley de un solo hijo que como todo siempre tiene su lado obscuro muy obscuro y estar en otro país no importa el trabajo ya que tienes una libertad la cuan no tenias antes, creo que por vivir en México no entendemos muchas cosas de represión porque digan lo que digan hay mucha libertad pero en otros países no…
Gracias por el comentario, Édgar. Viniendo de ti es todo un orgullo.
Keren, gracias por leerme y por el comentario.
Saludos.
Querido Humberto, me ha entusiasmado este articulo que nos lleva de la ilusion por los viajes de placer a los viajes por obligacion, a los que tantos se ven obligados a emprender para salvar su vida o para poder seguir viviendo con dignidad.
Me alegra mucho que hayas utilizado la cita Muñoz Molina de un libro que leiste gracias a mis comentarios.
Saludos
Fernando, me da alegría al saber que te ha gustado el texto. Gracias por leerme. Y sí, la cita, el libro y Muñoz Molina vienen de tus recomendaciones.
Saludos.
Te he leído de nuevo y me gusta, lo disfruto, lo saboreo, muy buena tu narración.
Grande amigo Humberto… qué pena que termine… ¿no podrías escribir una novela a partir de este relato tan sentido y tan cercano? Podrias ser como los pintores artistas del Renacimiento… narras en un mismo relato todos los colores de la misma realidad. Me encanta!