Voy a apagar la luz
«Llego a la noche, en particular, a mi cama. No niego el romanticismo de la luz de las velas, ni el esfuerzo que implica leer con ello, tampoco la eficiencia de iluminación de una lámpara halógena de mesa, pero sí reniego de la molestia de, llegado el sueño, cerrar el libro y apagar la luz. ¿De dónde entonces provinieron esos rayos de luz?, ¿qué iluminó a qué: la lámpara al libro, o el libro a mí (y a la lámpara, y cama, etcétera)?» El autor nos cuenta su opinión sobre el libro electrónico
No hablo del bolero de Manzanero, sino de la rutina que últimamente, cada noche, cubro religiosamente. Meses atrás no lo hubiera imaginado, mucho menos comprado, pero el gusanito ganó la partida y después de adquirir un smartphone y bajar la aplicación (app) Kindle (de Amazon), empecé a leer en digital.
Por supuesto, años son los que llevo leyendo textos en la pantalla del monitor (sea de una computadora de escritorio o de una portátil), pero nunca textos de más de tres o cuatro páginas (que sigue siendo la medida para, mejor, imprimirlos); la lectura en sí —la actividad «más resignada, más civil, más intelectual»— la dejaba, literalmente, en su papel original.
Pero, y ya lo dijo Aquél, «los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos y singulares que los buenos autores», por lo que tarde o temprano, temerario al fin (o acaso cual patito feo), tenía que sumergirme en las aguas de esos los nuevos continentes electrónicos.
Una vez instalado lo necesario (que es la parte más fácil del proceso) no queda sino bajar el material y leer. En el ínter está la selección: ¿qué leer en electrónico? Las opciones son tantas como el tiempo que tiene uno para navegar las páginas de búsqueda… hasta cierto punto, pues la verdad es que una vez acotada la búsqueda, los resultados comienzan a minarse. El material en inglés es sin duda el más grande y sus ofertas (léase precio) las mejores, el español está en el camino y poco a poco se va haciendo más. Entre los clásicos y los contemporáneos hay los abandonados; quiero decir, mientras que con los primeros hay hasta material gratis, y con los segundos incluso sus más recientes trabajos son lanzados al mercado primero en digital, con una buena cantidad de escritores ya consolidados (o en el umbral de lo clásico) no hay manera de encontrar sus obras en electrónico. Como fuere, en el camino andamos y las piedras van rodando.
Mi primera selección fue un par de trabajos del colombiano Héctor Abad Faciolince: Las formas de la pereza y Tratado de culinaria para mujeres tristes. La elección, amén de la recomendación de la pluma del autor, tuvo como base tanto la estructura del libro como mi objetivo de lectura en electrónico, a saber: tramos cortos. Así como el corredor ha de probar tanto zapatillas nuevas como cambios de técnica en sesiones cortas de entrenamiento, también como lector me tracé esa idea. Los textos de Abad me resultaron quizá la mejor bienvenida; sus capítulos cortos (cada uno un texto en sí) fueron idóneos para esas mis primeras veces de lectura en un adminículo de 4.5 x 7 cm. Minutos me tomaba la lectura de un texto, y si bien podía continuar la lectura a dos o tres capítulos más, hacía la pausa para, digamos, digerir la lectura. (Los corredores hacen lo mismo: así puedan seguir el entrenamiento con las zapatillas nuevas, lo mejor es terminar y dejar que el cuerpo, y las zapatillas, descansen y tomen mejor forma para la siguiente sesión.) Bastaron esos dos libros para ser un entusiasta de la lectura en electrónico. Meses antes negaba la posibilidad ante oídos de terceros: «nada como el papel, oye, esa pantalla debe ser lo más de cansado». Bastaron pues dos libros, y su lectura en, dicho sea, un aparato de mediana calidad técnica, para, tal cual, desdecirme.
Bajé un par más de libros de estructura similar y entonces, así como al corredor le llega la hora de ir más allá de los entrenamientos cortos, opté por una novela. Si con los textos cortos (i.e., de cuatro a siete páginas de las «normales») la atención no se fuerza y tanto ojos como memoria pueden prescindir de hojeadas a páginas anteriores (o incluso posteriores), creo que con las novelas inevitablemente el lector echa mano de esas «mañas» y entonces sí, imaginé, el libro electrónico no resultaría la mejor opción, o al menos una cómoda. Me equivoqué (otra vez). La comodidad no depende en realidad del aparato (mucho menos en los últimos meses en que la nitidez de los «papeles electrónicos» ha ido mejorando aceleradamente, esto es, cada vez más hay una homogeneidad entre los e-book readers en cuanto a la oferta de la pantalla a leer, y las diferencias se orientan a los extras que se puedan ofrecer, v.gr., la capacidad de almacenamiento, posibilidades de conexión, sistemas operativos, etc.); en el momento de la lectura uno como lector es quien tiene la última palabra, es decir, cuánto, cómo y qué leer.
Así, decía, una vez experimentada la lectura de tirada corta, adquirí una novela: Cien años de soledad. Mis dudas sobre las posibilidades de hilvanado se fueron haciendo menos al paso de las páginas; aún sin acudir al hojeo (y es que los números de las páginas se triplican o cuadriplican en un smartphone: en mi versión electrónica la novela del Gabo tiene 6215 páginas en total), reparé en que la lectura en electrónico exige lo mismo que la «tradicional»: fina atención. Es decir, el cuánto y el qué pueden cambiar según el artilugio y el lector en sí (confieso que al tener las dos opciones, electrónico y papel, de, por ejemplo, cuentos de algún autor en particular, suelo quedarme con el papel pues no siempre acudo al índice o al orden de las páginas para leer: muchas veces abro al azar y dejo que éste decida la historia a leer: ¿habrá la opción de shuffle en algún e-book o tableta), pero el cómo se mantiene.
Abrir el libro y sumergirse en las páginas es tarea igual para con los libros electrónicos. Dicho sea, una vez en el agua, o nadas o nadas. Se lee o no. Sea pato o cisne, el agua moja y más vale no detenernos en tales perogrulladas a riesgo de ahogarnos con todo y el fino plumaje que pueda uno tener. La atención es finalmente la misma al momento de la lectura. Uno podrá elegir o no cierta obra para su lectura en electrónico, pero la lectura en sí, el paso de los ojos por las líneas, no tiene elección alguna: es la única opción.
La atmósfera, eso sí, puede cambiar. Es natural, el tacto, al fin sentido, es parte también de la tarea. Las manos, al menos las del habitual lector, reconocen las diferencias y, sin duda, extrañan el roce (y algunas, de que los hay los hay, hasta la saliva) al pasar de las páginas. El olfato seguramente hace lo suyo también, ¿y el gusto? Del oído, ni hablar, es igual para ambos tipos de lectura. Es el peso del libro, finalmente, el que marca la diferencia, una que, paradójicamente, al paso de las páginas desaparece y, al igual que con los libros, el lector encuentra la postura ideal de lectura con tal tecnología. Y el tiempo también, que es parte de la atmósfera. Al calor de la playa, por ejemplo, no me imagino con alguna pantalla haciéndome sombra, y mucho menos reposando sobre mi cara mientras duermo plácidamente: el libro objeto sigue siendo mi primera opción. En un tren o bus de la tarde, lleno a reventar, se agradece la pequeña pantalla, tomada a una mano, y no se echa de menos al libro abierto de par en par, con codos del lector incluidos.
Llego a la noche, en particular, a mi cama. No niego el romanticismo de la luz de las velas, ni el esfuerzo que implica leer con ello, tampoco la eficiencia de iluminación de una lámpara halógena de mesa, pero sí reniego de la molestia de, llegado el sueño, cerrar el libro y apagar la luz. ¿De dónde entonces provinieron esos rayos de luz?, ¿qué iluminó a qué: la lámpara al libro, o el libro a mí (y a la lámpara, y cama, etcétera)?
El libro electrónico, nunca mejor dicho, aclara la cuestión: es el libro el que ilumina. Antes, valga mencionarlo, en compañía es todavía mayor la necesidad de tal separación de luces: una lámpara encendida puede extinguir el sueño de terceros: «déjame dormir, apaga la luz», «no leas tan tarde, mañana tengo que despertarme temprano». Leer a la luz de una pantalla: bienvenida atmósfera. Ya lo cantaba el Infante: «Apaguen la luz/ porque van sin luz/ estas nochecitas;/ en la oscuridad/ con seguridad/ se oyen más bonitas…»; y así también son en lo oscurito esas noches de lectura. Apagas la luz y dejas que el brillo de la pantalla te ilumine… «Y así dejar soñar a mi imaginación».~
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