Los muchos, muchísimos, libros

«¿Qué pasará con la biblioteca tal y como la conocemos hoy? ¿Los acervos gigantescos de libros impresos en papel se conservarán en un futuro no tan inmediato? La velocidad de miniaturización de los componentes de memorias digitales, discos duros y demás artefactos corre de manera tan acelerada que no es descabellado pensar que, en determinado momento, un usuario de los fondos bibliográficos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (por poner un ejemplo) podrá llevar en su mochila el acervo completo.»

 

Hay un espejo que me ha visto por última vez.
Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
Hay alguno que ya nunca abriré.
—Jorge Luis Borges

Uno de los principales efectos que observo con respecto del libro electrónico, no sólo como el alimento de los modernísimos Kindle, iPad o similares sino incluso como los ahora prehistóricos pdf, es el del síndrome de acumulación. Las descargas disponibles de ediciones electrónicas de libros, legales e ilegales, que proliferan en la red han puesto frente a los lectores posibilidades gigantescas de acceso a materiales que, en algunos casos y por diversas razones, serían inconseguibles. Una de las reacciones más frecuentes es que el lector se emociona momentáneamente, hace clic sobre el vínculo de descarga, dirige el lugar donde se almacenará el archivo y vuelve a sus tareas de navegación. Esa escena puede repetirse variadas ocasiones hasta en un mismo día. Resultado: una carpeta, que en general se llama “Libros”, con un listado de material que requerirá de una inversión de tiempo de la que el lector, también generalmente, no dispone. O, en todo caso, aún teniendo una gran cantidad de tiempo libre, nunca será proporcional su capacidad de lectura con la cantidad de información libresca que podemos acumular incluso si sólo tenemos un mínimo de voluntad y medios de búsqueda.

Basta acercarse a medios de distribución de libros clásicos como el Proyecto Gutemberg (www.gutenberg.org) o la Biblioteca Cervantes (www.cervantesvirtual.com) para tener un episodio de depresión intelectual al ser consciente de todos aquellos libros que nunca podremos terminar de leer. El nombre del segundo sitio de acceso libre me da pie para reflexionar acerca de otra cuestión. La idea de “biblioteca” se ha modificado de manera acelerada y radical. La concepción mítica de la biblioteca como el espacio físico, en la imaginación sobrevive como monumental, en la cual los libros esperan a su lector en la semioscuridad de sus pasillos comienza a desdibujarse. Hay una voluntad de adaptación de algunas de estas instituciones que hoy, incluso, digitalizan y facilitan la consulta de sus acervos a través de iPads y demás aparatos (http://www.vanguardia.com.mx/labibliotecademexicodigitalizamil800paginasporhora-1064294.html).

¿Qué pasará con la biblioteca tal y como la conocemos hoy? ¿Los acervos gigantescos de libros impresos en papel se conservarán en un futuro no tan inmediato? La velocidad de miniaturización de los componentes de memorias digitales, discos duros y demás artefactos corre de manera tan acelerada que no es descabellado pensar que, en determinado momento, un usuario de los fondos bibliográficos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (por poner un ejemplo) podrá llevar en su mochila el acervo completo. Bastará hacer una búsqueda que prescindirá, inclusive, de las clasificaciones bibliográficas bajo las cuales se ordenan los millones de libros en las bibliotecas.

El imaginario alrededor de los muchos libros se modifica a pasos acelerados. Así como las motivaciones y los mecanismos que permiten a un ser humano con acceso a tecnología básica almacenar gigabites de información en una computadora portátil o un disco duro. Conozco personas que han desplazado el placer de la lectura en papel por un placer de la acumulación de archivos de libros digitales. Consumo de tiempo dirigido a la descarga de materiales más que a la lectura de éstos. Con aritmética básica podríamos llegar, sin dificultad, a la conclusión de que la vida que les queda no les alcanzaría para leer todo lo que han almacenado en sus memorias virtuales. Eso si consideramos el material que ya tienen. Es decir, no consideramos que la progresión del almacenamiento no se detiene. Y que seguramente lo que hoy son archivos individuales de libros “sueltos” en un futuro sean paquetes hipercomprimidos de bibliotecas completas.

¿De dónde proviene el placer de la acumulación de textos que no se van a leer? ¿Qué es lo que impulsa a un lector (o alguien que se asume como tal) a invertir cuatro horas del día a buscar libros para descargar, pero dedicar significativamente menos tiempo para leerlos? Aventuro una hipótesis: es probable que esa acumulación de material digital refiera a una motivación que iguala, en una imagen quizá inconsciente, a las grandes bibliotecas de libros impresos con el nivel de erudición o riqueza material que en una época sin tecnología era difícil o imposible de pensar. Voy más allá: si apelamos a asumir la tesis de Marshall McLuhan (Los medios comprendidos como las extensiones del hombre) en el sentido de que los medios de comunicación se convierten en extensiones del cuerpo humano, es obvio que la capacidad de extensión de la memoria humana (en términos de accesibilidad automática más que de potencial capacidad) se ha incrementado de manera exponencial conforme la ingeniería de sistemas computacionales ha reducido el tamaño y necesidades energéticas de los aparatos. El hombre y sus gadgets se convierten así en bibliotecas cibernéticas ambulantes: cantidades gigantescas de información que no requiere un procesamiento orgánico en tanto su memoria está garantizada.

En los albores de nuestra era, siglo I, Séneca le decía a Lucilio, un autor de sátiras: “La multitud de libros disipa el espíritu”. ¿No estaremos viviendo una época en la cual tal sentencia tenga validez? Una época en donde la calidad de conocimiento esté mudando su valoración a una cuestión de capacidad de almacenamiento más que a una posibilidad de búsqueda de respuestas complejas en el mundo inmediato (real, con toda la problemática que el adjetivo arrastra).
No se malinterpreten mis palabras. No estoy en contra de los tiempos que me han tocado vivir. Tampoco soy un nostálgico aferrado a sus libros de papel, goma y tinta. Vivo encantado con la biblioteca digital que cargo en mi iPad, con la inmediatez de respuestas a consultas urgentes que ofrece la internet, con la serenidad que da el saber que, si llegara a necesitar algún documento, está seguro bajo el rubro de “Libros pdf” en mi ordenador de escritorio. Mi reflexión no está dirigida a la satanización de los recursos digitales, ni a acaudillar una quema colectiva de aparatitos.
Me preocupa que la posibilidad de acceso y almacenamiento genere en los seres humanos la idea de que no es necesario leer los libros, sino sólo poseerlos. Poseerlos como se posee una taza o una escoba. Es decir, tenerlos ahí como posibilidad de solucionar problemas inmediatos. La posesión de un libro, para mí, implica más que tener los medios tecnológicos para acceder a éste; implica la apropiación compleja del conocimiento humano que contiene. En uso abusivo de la idea de Séneca: “apropiarse del espíritu humano” que el libro atesora. Porque los libros, sean impresos o digitales, son para leerse. Y nada más.~

Referencias
Gabriel Zaid, Los demasiados libros, Barcelona, Anagrama, 1996.
Marshall McLuhan, Los medios comprendidos como las extensiones del hombre, México, Diana, 1986.