Crónica de un concepto olvidado: la idea de resistencia en el pensamiento latinoamericano
«La idea de resistencia remite a una idea de obstáculo necio, obstinado, renuente a dejarse eliminar.»
En La luz vino a pesar de los puñales.
—Pablo Neruda
La resistencia como manifestación de desacuerdo implica, ante todo, la existencia de dos elementos obvios: aquél que resiste y aquél al cual se opone tal resistencia. La idea de resistencia implica de entrada una idea de violencia, violencia dirigida sistemáticamente contra una víctima. El que resiste no puede tener otra naturaleza que la de víctima en tanto sufre desde su humanidad los ataques, reales o simbólicos, del victimario. Históricamente, el victimario ideal ha sido el conquistador, figura mítica y real que encarna de manera perfecta una imagen de violencia. El sometimiento antecede a la resistencia y ésta precede a la defensa, que es en sí, un acto de respuesta. Sin embargo, sólo podemos pensar en una situación defensiva cuando las fuerzas que interactúan tienen, teóricamente, las mismas dimensiones. Cuando la acción defensiva puede llegar a crear una situación que revierta los papeles entre víctima y victimario. La resistencia, en cambio, denota una situación en la cual la fuerza que ejerce el victimario es evidentemente superior a la víctima, de ahí que la acción-respuesta de ésta sea la de aceptar, de manera activa o pasiva, la situación en la que está inmerso.
Podemos decir que la primera idea de resistencia surge del papel que los pueblos habitantes de las tierras americanas despliegan en contra de la masacre conquistadora de los pueblos europeos. Idea que tiene dos vertientes: por un lado la resignación y aparente aceptación del destino que los conquistadores le imponen a los pueblos aborígenes por medio de la imposición material y espiritual, una resistencia pasiva que encuentra justificación en argumentos de tipo religioso y mítico; y por otro lado, una resistencia activa que los pueblos, generalmente ajenos a los grandes imperios que habían florecido en Indoamérica, manifiestan oponiéndose de manera tenaz y por medio de las armas a un dominio que en sus términos es inaceptable.1
A las expresiones culturales de estirpe colonialista se opone una cultura rebelde que encuentra su razón de ser en la lucha de resistencia al imperio cuya nota más sobresaliente está en el indio que se repliega en las montañas y en el negro cimarrón. En algunas expresiones de estos sectores encontramos muy a menudo la burla a las normas y costumbres impuestas a la colonia.2
La idea de resistencia remite a una idea de obstáculo necio, obstinado, renuente a dejarse eliminar. La resistencia es la única acción viable para evitar que el victimario-conquistador arrase, desaparezca a la víctima-conquistado. Tiene implícita una adjetivación llena de valores: heroísmo, resignación, dignidad, fortaleza. Una fortaleza que no hace referencia a la capacidad de infringir daño sino a la de tolerarlo. Asimismo, la resistencia presenta varios aspectos, imbuidos todos ellos en un contexto de violencia al cual ya hacíamos referencia líneas atrás.
En Latinoamérica, esta idea ha estado presente desde el momento en que los pueblos deciden cambiar la situación que prevalece en sus regiones. La lucha por la independencia de las colonias latinoamericanas tiene un fuerte sustrato de esta idea de resistencia. La respuesta a las metrópolis es una respuesta defensiva que tiene que ver con siglos de sufrida dominación, con siglos de resistencia. En la Carta de Jamaica en la que Bolívar responde a una epístola de Henry Cullen, se pueden apreciar estos elementos:
“Tres siglos ha (dice Vd.) que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón.” Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serán creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. […] El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De ahí nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esa simpatía, o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esta desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado, ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizamos. Por lo tanto la América combate con despecho, y rara vez la desesperación no ha arrasado tras sí la victoria.3
La naturaleza de los nuevos habitantes de Latinoamérica encontrará otra forma de resistencia dentro de las colonias ahora independientes. El mestizo, producto de siglos de convivencia entre los conquistadores y los conquistados, se convertirá en el nuevo sujeto de resistencia. Ante él, el criollo se sentirá superior por repetir el esquema vergonzantemente racista que imperó durante la colonia. El mestizo, nuevo prototipo del individuo latinoamericano, se verá entonces en una crisis de identidad de la cual no saldrá bien librado. Nuevamente se establecen jerarquías y posiciones de dominación. En América, el mestizo se convertirá, junto con el indio, en la víctima del dominio. En el sujeto ideal de la resistencia. Abortado de los paraísos que su parte europea le pudiese suministrar y negado por el indio en tanto a la representación de un nuevo victimario, el mestizo voltea su rostro hacia donde la noche parece no acabar nunca.
Nada querrán saber, los portadores de la cultura occidental, de mestizajes, de la asimilación de unos hombres y sus culturas con otros. El mestizaje es sólo combinación de lo superior con lo inferior, y por ello mismo, inferior. Mestizar es reducir, contaminar. Por ello, culturas supuestamente inferiores como las que esta colonización encuentra en Norteamérica, serán simplemente barridas y sus hombres exterminados o acorralados. Y lo que no puede ser barrido, por su volumen y densidad, como en la América, Asia y África, será simplemente puesto abajo, en un lugar que imposibilite contaminación o asimilación alguna.4
Sin embargo, es innegable que, a pesar de esta concepción del mestizo como sujeto de la resistencia, las manifestaciones más evidentes a este respecto se dan en grupos sociales que fincan su identidad en conceptos (y preconceptos) raciales. Los indios, los negros y los asiáticos de nuestro continente son los individuos que más han tenido que llevar la resistencia al nivel de forma de vida. Sus problemas son sumamente complejos al encontrarse involucrados en una situación de dominio prevaleciente en la mayoría de los pueblos latinoamericanos. De los estudiosos de este tema, parece que Pablo González Casanova es el que mejor ha sabido plasmar la situación de estos grupos:
En América Latina existe hoy una población que vive una situación colonial. El desarrollo del capitalismo, desde sus inicios hasta la etapa del imperialismo, ha sido determinante en la formación y renovación de ciertas razas y culturas oprimidas. Sus integrantes (indios americanos, negros africanos, asiáticos) viven una situación colonial: de persecución y genocidio, de opresión y dependencia, de discriminación y súper explotación, de depauperación y marginación. Las luchas que libran presentan siete características principales: unas ligadas a su cultura, su comunidad, su nación y su raza, otras a su clase, y otras más a sus organizaciones políticas y sus ideologías.5
A partir de este planteamiento, González Casanova deconstruye un esquema descriptivo en el cual la situación del negro y el indio en América aparece clara y monstruosa. Las formas de resistencia que el esclavo negro adopta son, a todas luces, radicales. Aún después de la colonia, el negro latinoamericano llevará por siempre los estigmas que lo convirtieron en esclavo, prejuicios y argumentos que pretenderán subordinarlo por siempre.6 Más allá de una resistencia pasiva, la cultura de resistencia del negro es una cultura que se codea con la muerte y con la concepción mágica de ésta. Los negros no encuentran en la idea de “libertad” del hombre occidental una salida, sino, únicamente, un instrumento al cual también hay que oponer resistencia.
No se les deja más alternativa que el sometimiento aislado, la rebelión personal el suicidio, o la fuga. […] La fuga multitudinaria y colectiva tiende a reconstruir o a construir comunidades de negros libertos o cimarrones. En esas comunidades se desarrolla una cultura de la resistencia, se reconstruyen lazos familiares, se gestan lenguas y dialectos, prácticas religiosas, mágicas, políticas. Se forjan comunidades, […] El negro “libre” es atomizado. La libertad formal y la igualdad formal revelan, en suma, que enmarcado en la esclavitud, el negro tenía una capacidad de presión social que pierde con la “libertad”.7
El caso del indio americano es sumamente parecido. La situación de dominación en la que se desenvuelve lo convierte en un individuo que tiene que resistir los embates genocidas del dominador. A través de una serie de estrategias que tienen que ver con su idea de colectividad, de bien común, las comunidades indias han logrado sobrevivir los embates de la civilización, los embates de la muerte.
El indio también es esclavizado y proletarizado, pero conserva un número significativo de comunidades a las que une un mismo idioma y una misma cultura en organizaciones sociales, políticas e incluso militares. Las luchas de resistencia y liberación de las naciones y comunidades indias son incontables. Con una estrategia defensiva y ofensiva subsisten hasta nuestros días. Presentan las más variadas características políticas y militares. En todas partes los indios son diezmados o aniquilados. Los aztecas, los incas, los mayas, los araucanos y sus descendientes logran preservar algunos de sus rasgos culturales, conocen el sentido de su identidad y poseen una conciencia de su nacionalidad o de su comunidad frente al conquistador y sus descendientes. En algunos casos alcanzan a mantener organizaciones políticas y militares durante años, o siglos, e imponen el reconocimiento de una independencia de facto.8
A quien alegase un argumento que planteara que estas condiciones tendrían que apegarse a un contexto histórico determinado, valdría decirle que esto no es cuestión de fechas o siglos concretos. Que esta situación es la historia de los pueblos indios. Que su condición es la misma y que su afán de resistencia no parece haber claudicado. Lo que parece lejano o irreal se muestra, hoy mismo, tan cercano como nunca. ¿Acaso alguien podría ponerle fecha a las demandas que durante siglos han hecho los indios sin obtener, hasta el momento, alguna respuesta?
Somos producto de 500 años de lucha: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo norteamericano, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de las leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que se nos ha negado la preparación más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos.9
Ésta es una muestra de las formas en que el pensamiento latinoamericano ha abordado la idea de resistencia. Es claro que la idea encuentra su fundamento principal en el modelo dominador-dominado, que no es referido sólo a los casos de indios o negros, sino al de la humanidad entera, y si alguna duda cabe, ahí están múltiples ejemplos gestados durante las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios. Esto no es arena de otro costal, es cemento puro, elemento que, en Latinoamérica y en el mundo entero, ha edificado la historia de los pueblos y el registro de la lucha por la libertad.
Ídolos tras los altares: resistencia simbólica
En la conquista de América se pueden observar fenómenos interesantes que tienen que ver con la resistencia. Uno de estos es la forma que adquirió la concepción religiosa de los habitantes de América tras la colonización cristianizadora. Una resistencia que adoptó una forma concreta, la de la adaptación. Pareciera que la llegada de los nuevos dioses implicaba la retirada de los dioses antiguos, visión relativa si se tiene en cuenta que los indígenas habían interpretado la victoria de los conquistadores como un abandono de sus dioses.
Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un lugar en el Cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte. […] Lo esencial era que sus relaciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo Sagrado se habían restablecido. […] No por simple devoción o servilismo los indios llamaban “tatas” a los misioneros y “madre” a la Virgen de Guadalupe.10
Sin embargo, esta conquista religiosa, esta derrota mítica sobre los dioses prehispánicos no fue tan idílica. En esta relación también se estableció una jerarquía dominador-dominado, jerarquía mística que involucraba a los dioses prehispánicos y occidentales. El “triunfo” de los últimos trajo consigo la sobreposición de fuerza. El hecho de edificar los templos católicos sobre los templos indígenas trajo consigo una colonización de lo ultraterreno. Los dioses desaparecían bajo las lozas de los nuevos inquilinos.
Tal será la cultura cristiana que traen consigo los conquistadores y colonizadores iberos del siglo XVI, dispuesta sí a incorporar a los hombres de las tierras descubiertas, pero siempre que estos, a su vez, renuncien a sus propias expresiones culturales. Sus evangelizadores están dispuestos a asimilar a esos entes o homúnculos, que diría Juan Ginés de Sepúlveda, en su polémica con Bartolomé de las Casas, si estos abandonan, para siempre, un pasado que parece ser más obra de demonio que de Dios. Esto es, si aceptan ser conducidos, libres de toda culpa, desnudos de una falsa cultura e historia, hacia la cultura que Dios mismo ha creado. Así, sobre las demoniacas culturas indígenas se sobrepondrá la cultura del conquistador y el colonizador. Sobre los antiguos teocallis se alzarán templos cristianos. Y sobre los viejos ídolos, la cruz, la virgen, o un santo cristiano.11
Ante la perspectiva de borrar de un tirón la visión religiosa de los indios y ante la sustitución impuesta por el catolicismo, las respuestas no son ni por asomo dóciles. Sin embargo, ante la imposibilidad de establecer una confrontación directa con los misioneros (apoyados por las armas de los conquistadores), los indígenas adoptan (y adaptan) la religión cristiana para hacerla coincidir con su idea de vida más allá del mundo sensible. Aquí es donde la idea de resistencia toma forma. Estamos hablando de una resistencia que toma la forma de adaptación: ante la imposibilidad de seguir profesando la adoración a los dioses de su universo mítico, los indios toman al catolicismo como sustituto pero recetándole, de antemano, algunas modificaciones.
Debemos deducir que las reacciones indígenas fueron negativas. Por una parte, los indios no podían escoger qué actitud tomar pero, sobre todo, su idea de lo divino no estaba regida por el principio de un monoteísmo exclusivo. Así, la mayoría de las veces se limitaron a agregar el icono cristiano a sus propias efigies, pintando al crucificado en medio de sus divinidades o, más prudentemente, disimulando las imágenes antiguas detrás de un paramento, o tras la pared o dentro del altar.12 La integración de la imagen cristiana a un campo autóctono (la “pintura”, el altar doméstico), la copia en general realizada por una mano indígena con los arreglos que imaginamos y para escándalo del clero español explican que la especificidad de los cánones occidentales no haya bastado para obstaculizar la recepción de esas imágenes.13
Al establecerse un parámetro de resistencia desde lo mítico podemos suponer que las manifestaciones en el campo de lo terrenal fueron más concretas. La resistencia como adaptación ha permanecido durante siglos y encuentra en el catolicismo adoptado por los indígenas un testimonio evidente. Más aún, fenómenos como el de la Virgen de Guadalupe-Tonantzin14 parecen reforzar este argumento. Cabría preguntarse cuál ha sido el resultado de este sincretismo religioso y entender si los practicantes de la actualidad tienen conciencia de esto.15
Solos y perdidos en un laberinto sin Minotauros: la resistencia como hermetismo, resignación y mimetismo en la obra de Octavio Paz.
Existen momentos en los que la resistencia deviene característica, pero no cualquier tipo de resistencia. En su obra El laberinto de la soledad, Octavio Paz define de manera puntual una forma de ser del mexicano que resulta afín con la idea de resistencia que hemos venido manejando. Aquí el dominador resulta ser el miedo. El temor al juicio, a la acusación de traición representa uno de los motores que el mexicano utiliza para practicar un tipo particular de resistencia: la resistencia como hermetismo. El aislamiento y la desconfianza como herramientas pasivas del temor. Las siguientes reflexiones salieron de la lectura de esta obra, y me tomo la libertad de sospechar o insinuar que tal característica vale para todo latinoamericano, aunque, supongo, habrá quien no esté de acuerdo.
La idea de traición representa un estigma bastante arraigado en el pensamiento latinoamericano. En México, tal visión ha engendrado prejuicios históricos, por ejemplo, contra los habitantes de Tlaxcala. Victoriano Huerta, los conservadores imperialistas, Antonio López de Santa Anna son traidores y, por tanto, hombres desterrados de la gloria histórica. Pareciera que la traición es un elemento bajo el cual se ha fincado gran parte de la historia patria, o al cual se le ha querido colgar culpas históricas. La vista de un traidor es abominable. Serlo resulta aún peor. La idea de traidor tiene que ver con la claudicación, con la derrota. Una derrota indigna, porque la otra, la que se paga con la muerte, es bien vista y aplaudida. Hay que saber resistir los embates del enemigo, no rajarse.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la hombría consiste en no “rajarse” nunca. Los que se “abren” son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre en otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, “agacharse”, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El “rajado” es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe.16
Así es como ante el exterior la desconfianza crece, nos convertimos en individuos que viven en la expectativa, en la incertidumbre. Desconfianza que nos mina y que nos lleva a ser ariscos y descorteses. Sin embargo, tal reacción no es gratuita, se justifica con hechos históricos, con experiencias que nos han marcado como pueblo, que nos han hecho concebir al exterior como el causante de nuestros males. Así, encerrados en nosotros mismos nos sentimos seguros. No confiamos en nadie más, todos son traidores en potencia. “El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado”.17
Podemos decir que la actitud de resistencia como hermetismo no le es ajena al resto de los seres humanos. Todos tienen en su constitución esa idea de “estar preparados”. Aunque la concepción varíe en sus fines.
Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque.18
Hemos llevado al extremo de la adoración la idea de la resistencia ante el otro, del estoicismo ante el enemigo. Lleno de sugerencias cristianas pareciera que el aceptar todo lo que viene, aun implicando la idea de dolor, es la única forma de ser digno. El valor alcanza el grado máximo de relatividad al presentarse no como el arrojo o la decisión, sino como la resistencia al dolor infringido por el otro.
Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles (como Juárez y Cuauhtémoc) al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.19
Otra forma de resistencia ante el otro la constituye el hecho de aparentar lo que no se es, de tomar al camaleón por modelo y perderse en el paisaje. Así como nos repele la idea de la traición cuando va dirigida hacia alguien cercano o perteneciente a nuestra comunidad, de la misma forma nos atrae el engaño cuando se dirige al otro, al extranjero de nuestra realidad. El gusto de chingarse al extranjero, de engañarlo, no tiene comparación; el otro, confundido, no atina a saber que ha sido víctima de un engaño. Confusión que engaña, que nos defiende de las intenciones del otro. Frente a éste somos un ser inasible, incorpóreo, indefinible. El misterio como defensa es otra de las formas que la resistencia adquiere.
Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la de la muerte o la del espacio inerte en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de rehusar las apariencias pero también es una manera de ser sólo Apariencia.20
La resistencia desde tres perspectivas: como hermetismo, como resignación y como mimetismo. Tres formas de concebirse frente al otro. Los tres tienen como común denominador la desconfianza heredada y engendrada por siglos de historia que le han hecho desarrollar sus mecanismos. Frente al otro, el enemigo, el indeseable, el que pretende someternos, la resistencia. Efectiva forma de prevenir sorpresas.
Conclusión
¿Cuál es, en la actualidad, en Latinoamérica, el sentimiento alrededor de la idea de resistencia? Terminados los horizontes utópicos del socialismo y el paraíso de las comunas, la resistencia en nuestros pueblos se remite a la negativa de incorporarse a un proceso tan amenazador como lo constituye la globalización económica. A sabiendas de las desventajas, reales y virtuales, con respecto a los países más poderosos, América Latina lucha por permitirse el lujo de sobrevivir como región con una autonomía cultural, frágil y sumamente cuestionable, pero elemento de identidad finalmente. Las deficiencias en los gobiernos que preceden al holocausto en el cual se ha convertido el arribo de la posmodernidad (la modernidad está pasada de moda, cosa que no nos interesa porque ni siquiera la conocimos), hacen aún más visible ese estado de precariedad en el que nos encontramos.
La idea de resistencia tendrá que ir aparejada con el hecho práctico de la supervivencia. Ante un mundo en el que los problemas reales de la vida: desempleo, carestía, inexistencia de oportunidades, horizonte de expectativas nulo, etcétera, nos han jodido la esperanza, los latinoamericanos tenemos que seguir campeando la precariedad de nuestra vida con un sentido concreto, amplio y sufrido de resistencia. En un momento en el que las trincheras han sido infiltradas, ha llegado el tiempo de edificar nuevos bastiones.~
Referencias
1 Acerca de la resistencia activa y beligerante que los grupos indios de América han desarrollado a lo largo de su historia conviene consultar el número 22 de enero-abril de 1988 de la revista Nuestra América que, bajo el título genérico de “Rebeliones indígenas” hace una revisión puntual de esas manifestaciones.
2 Manuel F. Zárate P., “Las expresiones artísticas de la cultura y la lucha del pueblo panameño en pro de la soberanía, la liberación nacional y la estructuración de una nueva sociedad”, Casa de las Américas, número 96, mayo-junio de 1976, p. 122.
3 Simón Bolívar, Carta de Jamaica, México, UNAM (Latinoamérica-Cuadernos de cultura latinoamericana número 1), 1978, pp. 10-11. (Las cursivas son mías.)
4 Leopoldo Zea, América Latina: largo viaje hacia sí misma, México, UNAM (Latinoamérica-Cuadernos de cultura latinoamericana número 18), 1978, p. 9. (Las cursivas son mías.)
5 Pablo González Casanova, Indios y negros en América Latina, México, UNAM (Latinoamérica-Cuadernos de cultura latinoamericana número 97), 1979, p. 5.
6 “Sin posibilidad de defenderse por su identidad cultural, ‘tribal’ o ‘racial’, el negro latinoamericano descubre que tampoco puede defenderse mediante el inútil mimetismo del blanco: advierte que sigue siendo negro, el más explotado y humillado de los trabajadores y los hombres.” Ibidem, p. 12.
7 Ibidem, p. 11
8 Ibid., p. 13
9 “Primera Declaración de la Selva Lacandona”, La palabra de los armados de verdad y fuego, México, Fuenteovejuna, 1994, p.5
10 Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 112.
11 Leopoldo Zea, op. cit., p.8.
12 Un ejemplo de esto se puede observar en la cúpula de la catedral dominicana de Puebla.
13 Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario (Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI-XVIII), México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 189.
14 Acerca de este tema se puede consultar la obra de Sege Gruzinski, La guerra de las imágenes (De Cristóbal Colón a “Blade Runner”, 1492-2019), México, Fondo de Cultura Económica, 1995.
15 Una forma de detectar esto puede ser el testimonio en comunidades de ascendencia indígena, se recomienda consultar la obra Historia, leyenda y cuentos de las comunidades de Chiapas, México, UNAM-UACH-CIHMECH, 1998.
16 Octavio Paz, op. cit., pp. 32-33.
17 Ibid., p. 33.
18 Item, p. 34.
19 Ibid.
20 Ibidem, p. 48.
Oigan, al publicarlo se perdieron las referencias y el aparato crítico. Acá hay una versión completa del documento: http://www.puntodepartida.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=655&Itemid=29