Pluralismo religioso para una era pluralista

LA ELECCIÓN DEL Papa Benedicto XVI y la guerra mundial contra el terror han hecho que se preste una atención sin precedentes al papel de la religión en nuestro mundo. Ha habido interés particular (más concretamente en el caso del Islam) en la cuestión de si las tradiciones religiosas concretas son compatibles con las instituciones y los valores de la democracia liberal, pero, al centrarse la atención en lo que se cree y se practica, se pasa por alto una cuestión que podría ser mucho más importante: cómo se creen y se practican los preceptos religiosos.

Pese a los ingentes testimonios contrarios, muchas personas temen -y los teólogos no son los que menos- que vivamos en una era secular, pero, nuestra era, lejos de caracterizarse por la secularización, ha presenciado importantes erupciones de pasión religiosa. La era moderna es tan religiosa como cualquier época histórica y en algunos lugares lo es más.

Hay una excepción geográfica: la Europa occidental y central ha experimentado, en efecto, una importante decadencia de la religión, que ha pasado a ser un importante ingrediente de la identidad cultural europea. La otra excepción es sociológica y comprende una intelligentsia internacional, relativamente minoritaria, pero influyente, para la que la secularización ha llegado a ser no sólo un hecho, sino también -al menos para algunos de sus miembros- un compromiso ideológico.

Se trata de excepciones. Lo que la modernidad trae consigo de forma más o menos inevitable no es la secularización, sino el pluralismo: la coexistencia pacífica de diferentes grupos raciales, étnicos o religiosos en la misma sociedad.

La modernidad socava la homogeneidad tradicional de las comunidades, porque tanto los que pertenecen a ellas como los que no se codean constantemente, ya sea físicamente (mediante la urbanización y los viajes) o “virtualmente” (mediante la alfabetización en gran escala y la comunicación de masas). El pluralismo -acelerado, ampliado e intensificado por la mundialización- ha llegado a ser un hecho dominante de la vida social y la conciencia de los individuos.

En el nivel institucional, el pluralismo significa que las religiones establecidas ya no pueden dar por sentado que una población determinada se someterá abúlicamente a su autoridad. Si la libertad de religión está garantizada -y ésa es la situación típica de las democracias liberales-, las instituciones religiosas no pueden depender del Estado para que llene los bancos de sus templos.

Al contrario, hay que persuadir a la gente para que acepte semejante autoridad, lo que origina algo así como un mercado religioso. Aun cuando una tradición religiosa siga contando con una mayoría de la población como adherentes nominales, los individuos siguen pudiendo desafiliarse de la institución que represente dicha tradición (como en la mayoría de los países católicos de Europa).

En el nivel de la conciencia individual, eso significa que ahora resulta más difícil llegar a la certeza religiosa. Una decisión religiosa puede ser una cuestión de compromiso ferviente (como el “salto de la fe” en Kierkegaard) o -cosa más común- una opción de consumidor de poca intensidad emocional (expresada en la reveladora expresión americana “preferencia religiosa”).

En cualquiera de esos casos, el individuo se ve devuelto a sí mismo para reflexionar sobre su tradición religiosa nativa y aceptarla. Aun cuando una persona decida afirmar una versión muy conservadora de una tradición, esa decisión puede resultar revocada, al menos en principio, en algún momento futuro.

A consecuencia de ello, el pluralismo presiona a las iglesias para que se vuelvan confesiones. Una confesión tiene las características de una iglesia, en la que se nace, pero los individuos se adhieren a ella voluntariamente, y acepta el derecho de otras confesiones a existir.

Desde el punto de vista de su compatibilidad con la democracia liberal moderna, la aceptación del pluralismo, más que la adherencia a creencias y prácticas particulares, puede ser lo que más claramente distinga a las religiones. Dentro del cristianismo, por razones históricas bien conocidas, el protestantismo ha tenido una ventaja comparativa a la hora de adaptarse al pluralismo. La Iglesia Católica Romana, tras un largo período de resistencia acérrima, también ha logrado adaptarse a la competencia pluralista, al legitimarla teológicamente en las declaraciones sobre la libertad religiosa que comenzaron con el Concilio Vaticano Segundo. La aceptación de la economía de mercado ha sido más lenta, pero también se ha iniciado, después de la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II.

Sin embargo, la Ortodoxia Cristiana Oriental es otro asunto. La relación entre lo divino y lo secular fomenta debates apasionados en todo el mundo islámico y en Israel, pero la idea ortodoxa de sinfonia -la unidad armoniosa entre la sociedad, el Estado y la Iglesia- constituye un claro obstáculo para la aceptación de la democracia liberal e ideas ortodoxas comparables sobre la solidaridad comunal (la sobornost rusa) dificultan la aceptación del capitalismo, porque se ven la competencia y el espíritu de empresa individual como una expresión moralmente repulsiva de crueldad y codicia.

Las respuestas al desafío del pluralismo mundial adoptarán formas diferentes en partes distintas del mundo ortodoxo. Puede haber intentos de restablecer algo parecido a la sinfonia, como en Rusia, el abrazo de la “eurosecularidad”, como en Grecia, Chipre y otros países que ingresen en la órbita de la UE (Rumania y Bulgaria pronto; Armenia y Georgia más adelante) o iniciativas encaminadas a la asociación voluntaria, como en los Estados Unidos.

Pero el desafío que afronta la Iglesia ortodoxa pone de relieve tres opciones que ahora afrontan todas las comunidades religiosas: oponer resistencia al pluralismo, apartarse de él o comprometerse con él. Ninguna de ellas deja de presentar dificultades y riesgos, pero sólo el compromiso es compatible con la democracia liberal. El compromiso significa que la tradición participa en el discurso transparente de la cultura y que los que representan la tradición hacen afirmaciones anapologéticas sobre la verdad.

Eso propiciará inevitablemente acusaciones de “proselitización”, término que ha acabado cobrando significado peyorativo. Pero proselitizar significa sólo que se intenta convencer a los otros de las verdades con las que se está comprometido. Es lo que suele hacer una comunidad con confianza en sí misma. Dicho sin rodeos: en lugar de preocuparse por que los católicos romanos “roben” las almas ortodoxas, los ortodoxos deberían intentar robar las almas católicas.

Aparte de eso, en una era en que las religiones deben persuadir, deben seguir “proselitizando” dentro de la comunidad -señalando la verdad, los valores y la belleza de la tradición-, aun cuando dejen de hacerlo fuera de ella. De lo contrario, perderán a sus hijos.~

 

Peter Berger. Profesor de Sociología y Teología y Director del Instituto de Cultura, Religión y Asuntos Mundiales de la Universidad de Boston. Ha escrito numerosos libros sobre teoría sociológica, sociología de la religión y desarrollo del 3er mundo. Conocido sobre todo por su obra “La construcción social de la realidad: un tratado en la sociología del conocimiento” (New York, 1966)

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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